La mirada despectiva de Cela
'El pasajero de Montauban', editado por Galaxia Gutenberg / C¨ªrculo de Lectores, son las impresiones del autor / viajero comparadas con las que realizaran en su tiempo Unamuno, Machado, G¨®mez de la Serna, Mar¨®n, Ram¨®n J. Sender, Gerald Brenan, Camilo Jos¨¦ Cela..., y as¨ª hasta 11 escritores. En estas p¨¢ginas rememora el famoso viaje a la Alcarria que realiz¨® en la posguerra el que luego fuera Nobel de Literatura, y que fue considerado en aquellos momentos un relato de realismo social.
'El pasajero de Montauban'
Jos¨¦ Mar¨ªa Ridao
editado por Galaxia Gutenberg
'Viaje a la Alcarria' no pasa de ser una puesta al d¨ªa de la tradici¨®n ultramontana del majismo, de la prosa zumbona y vejatoria que a¨²n hoy se manifiesta en columnas y art¨ªculos de prensa
Por fortuna, la Alcarria de hoy poco tiene que ver con la denigrante corte de los milagros que Cela pint¨® en su relato. La proximidad de Madrid ha ido integrando la econom¨ªa de la comarca
La Alcarria de 1946 que se adivina tras la descripci¨®n de comilonas y escenas procaces tan del agrado del autor no despierta en Cela una sola reflexi¨®n ni apenas alguna muestra de piedad
Como ya qued¨® de manifiesto en las observaciones de G¨®mez de la Serna en torno al viaje de Alfonso XIII a Las Hurdes, aquella fingida carta de Quevedo al monarca, parece propio de una larga tradici¨®n ultramontana celebrar con reverencia la prosa, el puro engaste de palabras, con que se expresan algunos escritores. Se admira en ellos una combinaci¨®n en la que la correcci¨®n gramatical y los gui?os culturales -citas arrastradas a la fuerza, espolvoreo de nombres cl¨¢sicos, menciones oportunas o inoportunas a la historia- otorgan marchamo de respetabilidad a la utilizaci¨®n pirot¨¦cnica de frases hechas, modismos regionales o t¨¦rminos escatol¨®gicos empleados con desparpajo campechano y populachero. Los autores que cultivan este singular estilo suelen escudarse en que retoman el esperpento, su mirada deformante y su peculiar punto de vista. Lo cierto es que sus antecedentes podr¨ªan hallarse en los ant¨ªpodas de las geniales creaciones de Valle: en el majismo, en la reacci¨®n castiza contra los ilustrados y su proyecto. En virtud de ella, una parte de la nobleza del XVIII, afirm¨¢ndose contra todo cuanto consideraba influencia de Francia y lo franc¨¦s, adopt¨® como propia la astrosa indumentaria de los gitanos y las gentes humildes, estilizando no obstante sus chaquetillas y bonetes, reelaborando con pretensiones el bordado de alamares y chorreras. La est¨¦tica resultante de reciclar ¨¤ l'¨¦l¨¦gant elementos caracter¨ªsticos de la cultura popular, y de reciclarlos mediante la reafirmaci¨®n de las esencias, puede rastrearse desde entonces en diversos ¨¢mbitos de la producci¨®n art¨ªstica y literaria de nuestro pa¨ªs. A ella pertenecen por derecho propio la astracanada, el g¨¦nero chico, el periodismo de gaceta que denuncia sin descanso la incompetencia de los pol¨ªticos o el relato de costumbres que, como Viaje a la Alcarria, engrandece la estatura del autor mediante la despiadada jibarizaci¨®n de cuanto observa.
Alcanzar la condici¨®n de maestro de la prosa, de esta prosa zumbona y vejatoria tan querida a la tradici¨®n ultramontana, exime de expresar ideas y de observar ese m¨ªnimo sentido de la oportunidad que desaconseja entregarse a la bufonada ante la miseria y el sufrimiento ajenos. La Alcarria de 1946 que se adivina tras la descripci¨®n de comilonas y escenas procaces tan del agrado del autor, hambrienta y castigada por enfermedades de atroces secuelas, no despierta en Camilo Jos¨¦ Cela una sola reflexi¨®n, ni apenas alguna muestra de velada piedad. Con una frialdad y un desd¨¦n inconmovibles, el escritor cruza los campos y aldeas de la Alcarria como si, en lugar de contemplar una realidad estremecedora, asistiese a una intrascendente velada teatral, tras la que los ciegos recuperar¨¢n la vista, los cojos y mancos sacudir¨¢n sus piernas y brazos entumecidos, los mendigos se mudar¨¢n de ropa y las cantineras condenadas a pasar la vida entre fogones volver¨¢n a ser las divas a las que aguarda un ramo de rosas al t¨¦rmino de cada representaci¨®n. Leyendo Viaje a la Alcarria se obtiene la parad¨®jica impresi¨®n de que lo ¨²nico real, lo ¨²nico que no es fingido, es el apetito del viajero, su somnolencia una vez saciado o, incluso, su mirada lasciva bajo los efluvios del vino, que le hace evocar la poligamia cuando contempla a dos muchachas que atienden la fonda de Pareja. El hecho de que Cela dedique su obra al doctor Mara?¨®n, estableciendo una impl¨ªcita continuidad entre sus andanzas alcarre?as y la sincera preocupaci¨®n de ¨¦ste por Las Hurdes, no contribuye sino a difuminar la evidencia de que las razones de uno y otro, sus respectivas razones de viajero, son diametralmente opuestas.
Mientras que el paisaje recibe en Viaje a la Alcarria un tratamiento literario que lo magnifica a trav¨¦s de comparaciones por elevaci¨®n, los personajes que desfilan a lo largo de sus p¨¢ginas suelen ser irremediablemente degradados, reducidos a una condici¨®n rid¨ªcula y animal. De este modo, la contemplaci¨®n de la iglesia de Nuestra Se?ora de la Zarza en Hueva, una sobria construcci¨®n del siglo XIV cercada de viviendas bajas y ¨¢rboles frutales, resulta irreconocible a partir de las indicaciones de Cela, que compara la leve, imperceptible inclinaci¨®n de su torre -en realidad, un aparente fallo en el c¨¢lculo de las aguas del tejado- con el inestable y sorprendente equilibrio de la de Pisa. De igual manera, y haciendo realidad una vez m¨¢s la observaci¨®n de Aza?a acerca del musulm¨¢n imaginario al que recurre la literatura, compara la plaza de Budia con la de un "pueblo moro", en virtud de la fachada enjalbegada del ayuntamiento y de la "galer¨ªa con unos arcos graciosos" en la parte superior. Si bien se mira, se trata de una plaza similar a tantas otras de la comarca, con las que comparte un dise?o arquitect¨®nico caracter¨ªstico y dotado de una acogedora y c¨¢lida belleza (...).
Una mirada despreciativa
La exquisita sensibilidad del viajero hacia parajes y edificios se torna aced¨ªa y desprecio brutal cuando describe a los alcarre?os. Los obreros que se suben al mismo tren que le lleva desde Madrid le parecen "indios pieles rojas". Un "hombre gordo" y que fuma tiene los dientes "grandes como los de los burros". Julio Vacas, due?o de un tenducho en Brihuega, le recita los denigrantes apodos de las gentes del pueblo "como si recitara una lecci¨®n de memoria, parando s¨®lo un instante para respirar y re¨ªrse con una risita de conejo". Un paral¨ªtico al que describe como "raqu¨ªtico y gesticulante", adem¨¢s de "epil¨¦ptico y quiz¨¢ medio chiflado", mira hacia la plaza de Pareja "con un gesto de envidia, est¨²pido y bestial". El viejo al que trata de ver tiene, por su parte, "voz de gato o de mujer" y es "peque?o y encorvado y parece jud¨ªo". Pero es precisamente en los juicios sobre las mujeres donde la prosa de Cela, esta prosa por antonomasia, alcanza su paroxismo. De las "golfitas de cabaret" que encuentra en el amanecer de Cibeles, justo al emprender viaje, dir¨¢ que "tienen ya en la mirada todo el ¨²nico, santo dolor de las bestias al punto, llevadas y tra¨ªdas por la mala suerte y la mala sangre". En Alcal¨¢ de Henares contrapone "las gruesas, tremendas, bigotudas mujeres de las cestas" a "una se?orita rubia, con aire de llamarse Raquel, o Esperancita, o algo por el estilo, con un peinado lleno de ricitos y de fijador". Con el prop¨®sito de informar de la mala fama de los burros de Hita, coceros y testarudos, Cela se?ala que "les pasa como a las mujeres de Fraguas". Conversando con el arriero que le ha conducido hasta Torija, coincide en la conveniencia de desposar muchachas de pueblo, porque las que se van a Madrid como sirvientas "igual vuelven como Dios manda, que con m¨¢s julepe que una cuadrilla de c¨®micas".
En contraste con la cruel desafecci¨®n de estos comentarios, y qui¨¦n sabe si por simple coincidencia, el autor de Viaje a la Alcarria emplea una s¨²bita precauci¨®n al referir sus encuentros con los representantes del poder en aquella Espa?a de 1946. As¨ª, los n¨²meros de la Guardia Civil con los que comparte tabaco a la entrada de Pareja se encuentran entre los pocos personajes "simp¨¢ticos" que Cela cruza en su periplo, pese a que cuenten "chistes verdes, de una procacidad trasnochada". Don M¨®nico, alcalde de Pastrana, "rige el pueblo en padre de familia y
tiene un sentido cl¨¢sico y pr¨¢ctico de la hospitalidad y de la autoridad". Para Cela, "as¨ª como es don M¨®nico, debieron haber sido los corregidores de tiempos atr¨¢s, que no se sabe si fueron buenos o malos, pero que a todos se los imagina rectos, enamorados y patriarcales". La maestra de Casasana, por su parte, "es una chica joven y mona, con cierto aire de ciudad, que lleva los labios pintados y viste un traje de cretona muy bonito". Su ¨²nico defecto aparente es que "habla de pedagog¨ªa", algo que el lector de Viaje a la Alcarria no sabe si guarda relaci¨®n con el hecho de que sobre su mesa luzcan "dos vasos de grueso vidrio verdoso con unas florecitas silvestres amarillas, rojas y de color lila" (...).
La ambig¨¹edad de la posible alusi¨®n a la ense?a de la Rep¨²blica sobre la mesa de la maestra -?malhadada casualidad?, ?signo c¨®mplice?, ?subrepticia denuncia?- podr¨ªa pasar inadvertida si no se reprodujera en otros momentos del relato. En concreto, cuando el autor de Viaje a la Alcarria cita los nombres de escritores del exilio. As¨ª, al contemplar a los mendigos que duermen al raso en los alrededores de Atocha evoca a Machado, del que dice que fue "el hombre de cuerpo m¨¢s sucio y alma m¨¢s limpia que, seg¨²n alguien dijo ya, jam¨¢s existi¨®". Uno de los poemas de Soledades, reproducido en extenso, le servir¨¢ como argumento de autoridad para distinguir el grano de la paja en la masa de desheredados que encuentra a su paso. Junto al reconocimiento de que hay entre ellos "gentes honestas que ahorran durante meses, qui¨¦n sabe si aun durante a?os enteros, para comprarse una alfombrita para los pies de la cama", Cela reproduce -bajo la advocaci¨®n de un autor comprometido como Machado- uno de los argumentos habituales en boca de quienes pretenden volver la miseria contra quienes la padecen: el de que entre los indigentes tambi¨¦n existe "la otra verdad", la de la "golfemia". Aparte de Machado, la n¨®mina de exiliados que aparecen en Viaje a la Alcarria incluye a P¨ªo Baroja, de quien se dice que tiene un terreno en Tendilla "para poder tener aceite todo el a?o", y al poeta Le¨®n Felipe, sumariamente recordado como "boticario" de Zorita de los Canes.
La Alcarria de hoy
Aunque por diferente motivo en cada caso, esta alternancia entre los viejos rincones y las zonas de nueva urbanizaci¨®n se mantiene en las principales cabezas de partido de la Alcarria. La concentraci¨®n de centrales t¨¦rmicas y de embalses -de cuya futura construcci¨®n se hace eco alg¨²n personaje del Viaje de Cela- est¨¢ en el origen de una prosperidad evidente, aunque no siempre bienvenida ni exenta de temores. Junto a la infraestructura para acoger a los trabajadores especializados de las plantas, poblaciones como Entre-pe?as y Saced¨®n se han convertido en centros de un turismo interior atra¨ªdo por los deportes acu¨¢ticos. Basta recorrer la carretera que bordea el pantano por el lado de Aloc¨¦n y Dur¨®n, a trav¨¦s de los frondosos encinares en las laderas que encajonan la masa de agua de un azul fr¨ªo e irreal, casi met¨¢lico, para divisar el enjambre de embarcaciones fondeadas en los recovecos de la serran¨ªa (...).
Trillo
Cifuentes, en el extremo opuesto de Saced¨®n y Entrepe?as, conserva el casco antiguo, con sus iglesias y conventos en restauraci¨®n y, en lo alto, las ruinas del castillo levantado por don Juan Manuel. Alrededor, una vez m¨¢s, las viviendas y calles nuevas, construidas bajo el empuje de un pr¨®spero comercio, acrecentado por la proximidad de la central nuclear de Trillo, tan s¨®lo a una decena de kil¨®metros. La carretera que bordea Cifuentes desde Masegoso y Moranchel cruza despu¨¦s por G¨¢rgoles de Arriba y G¨¢rgoles de Abajo, y la sensaci¨®n que despierta el horizonte ondulado de colinas ocres, de tramo en tramo interrumpido por ¨¢lamos y manchas de verdor oscuro y apagado, es la de que la vida permanece en suspenso: el silencio adquiere una rara densidad, sobre la que se recorta el zumbido entrecortado de los insectos y, como en segundo plano y a una distancia imprecisa, la estridente monoton¨ªa de las cigarras. Al enfilar el desv¨ªo hacia Trillo, aparecen las Tetas de Viana -dos cumbres gemelas en la confluencia del Cifuentes con el Tajo, hacia las que Cela se dirige a pie durante el Viaje- y poco despu¨¦s, como una inquietante r¨¦plica, las dos masas de hormig¨®n de la central. Su presencia en Trillo resulta obsesiva: pocas son las perspectivas libres de su imponente visi¨®n rivalizando en altura con el ¨¢bside y la torre de la iglesia de San Mart¨ªn, cercada por caudalosos cursos de agua.
Desde los tiempos de Carlos III, Trillo y sus alrededores fueron considerados como un lugar propicio para el cuidado de la salud. Las aguas de los manantiales pr¨®ximos a la poblaci¨®n eran recomendadas en el tratamiento de diversas dolencias, gracias a su infrecuente composici¨®n, en la que se encuentran elementos de litio y de sulfuro. Apenas a un par de kil¨®metros hacia Aza?¨®n, y hoy ya sin indicaciones, arranca un desv¨ªo pobremente asfaltado tras una barrera oxidada y sin uso. La ruta serpentea despu¨¦s entre pinares y cruza por delante de un pabell¨®n con z¨®calos y esquinas de piedra, precedido por una hier¨¢tica escultura que representa a un religioso y a un var¨®n harapiento en actitud agradecida. A continuaci¨®n, el camino enfila hacia una hondonada, siempre sin letreros ni paneles anunciadores. La soledad del lugar en el que desemboca, el raro ambiente penitenciario y a la vez abierto, como de confortable aunque clandestina colonia veraniega, acaba revelando la verdadera naturaleza de las construcciones semiabandonadas: se trata de la leproser¨ªa. En su Viaje, Cela apenas le dedica unas l¨ªneas, y s¨®lo como asunto de conversaci¨®n con el alcalde de Trillo, a quien pregunta acerca del temor de la poblaci¨®n a un posible contagio. Ya de regreso en la fonda, completa su informaci¨®n con una r¨¢pida ojeada al Tratado de ba?os y fuentes de aguas minerales, de Ram¨®n Tom¨¦, regalo de aquel Julio Vacas de "risita de conejo" durante la estancia del autor en Brihuega. El relato de la jornada concluye con uno de esos hitos de maciza realidad que jalonan el Viaje: la observaci¨®n entre alarmada e incr¨¦dula de un representante de comercio de paso por la Alcarria, sorprendido de que el autor hubiese dado cuenta de cinco huevos fritos con su correspondiente acompa?amiento de chorizo antes de retirarse a reposar.
En ruta finalmente hacia Aza?¨®n y despu¨¦s hacia Viana, La Puerta y Cereceda, cerrando el itinerario en torno a la masa de agua fr¨ªa e irreal, casi met¨¢lica, del pantano, la imagen de la Alcarria ofrecida en el Viaje resulta de todo punto irreconocible. Pero no porque los modos de vida no sean por fortuna los de entonces, sino porque la mirada que arroj¨® Cela sobre estas aldeas y sus gentes estaba cargada de una soberbia irrepetible. En realidad, el castizo campanilleo de su prosa se abati¨® sobre la Alcarria como pod¨ªa haberlo hecho sobre cualquier otro escenario y es probable que en ¨¦l tambi¨¦n hubiera colocado a los mismos tontos felices papando las mismas moscas, al mismo pastor gozando de la misma cabra, al mismo ni?o defecando en el mismo tejado o trazando id¨¦ntica par¨¢bola de orina desde un balc¨®n que ser¨ªa el mismo balc¨®n. Y colocar¨ªa tambi¨¦n a los mismos tartamudos y lisiados respondiendo a los mismos motes y diciendo las mismas frases, s¨®lo para provocar la misma sorna previsible y pueril. Frente a este carnaval port¨¢til que Camilo Jos¨¦ Cela despliega no s¨®lo en el Viaje, sino tambi¨¦n en una buena parte de los libros que le sucedieron, queda otra Alcarria diferente y dedicada a sus faenas, que ha vivido una historia semejante a la del resto del pa¨ªs. La desesperada situaci¨®n de la posguerra fue experimentando una mejora progresiva gracias a la emigraci¨®n y al esfuerzo colectivo, que transform¨® sus paisajes y traz¨® una sutil frontera entre los pueblos del llano, por lo general m¨¢s pr¨®speros y hoy impersonales, y los pueblos de la serran¨ªa, de pronto conscientes del valor de su arquitectura y de su enclave en verdad de privilegio. (...) La Alcarria y los alcarre?os no merecieron nunca una caricatura de su miseria tan grosera y despiadada como la que se contiene en el Viaje de Cela, recordado en inexplicables placas conmemorativas que jalonan cada una de las etapas que recorri¨®.
La clave del ¨¦xito
Refiri¨¦ndose a la popularidad alcanzada por algunos autores de su ¨¦poca, Robert Louis Stevenson escribi¨® que la clave de su ¨¦xito radicaba en que, "sea cual fuere la forma
como lo ocultasen (y daban pruebas de ingenio al hacerlo), siempre contaban la misma historia". Y a?ade: "Los relatos no eran fieles a lo que los hombres ven; eran fieles a lo que los lectores sue?an". Para comprender que la fulgurante consagraci¨®n de Viaje a la Alcarria pudo bien obedecer a las razones que se?ala Stevenson, hay que advertir que el protagonista del relato de Cela no son los paisajes ni las gentes, como sucede en la mayor parte de las obras del g¨¦nero. Por el contrario, el ¨²nico, el indiscutible, el omnipresente protagonista de Viaje a la Alcarria es el viajero, es decir, un personaje que en la Espa?a de 1946 convierte cada colaci¨®n en un fest¨ªn pantagru¨¦lico, que duerme all¨ª donde le sorprende el sopor, que departe cordialmente con las autoridades y, sobre todo, que nada tiene que ver con la miseria generalizada, entre la que circula afirmando su aplastante superioridad y ofreciendo limosnas para compensar las humillaciones a las que somete a sus interlocutores. "La popularidad de un autor de clase alta", escribe todav¨ªa Stevenson, "va consolid¨¢ndose merced a muchas cenas y se cultiva en las rese?as de los peri¨®dicos". Y concluye: "Lo llamamos fama, seguramente por un grato error".
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