Una zarzuela shakesperiana
Uno. "Es una zarzuela turbia. Por eso es la que m¨¢s me gusta", me dijo Jaime Ch¨¢varri. Yo no recordaba la turbiedad de La Rosa del Azafr¨¢n, y eso que deb¨ª verla una docena de veces, pero era un cr¨ªo. Ch¨¢varri ten¨ªa raz¨®n: es una de las piezas m¨¢s extra?as del repertorio. Y, desde luego, una de sus joyas, tanto por la arquitectura del libreto como por la preciosa partitura del maestro Guerrero. Me ha gustado much¨ªsimo el espect¨¢culo del Teatro de la Zarzuela. Porque me ha permitido sacarle el polvo a un viejo prejuicio (ten¨ªa a La Rosa en un cajoncito, con la est¨²pida etiqueta de "zarzuela rural"), porque me lo he pasado bomba y porque es un musicalazo: nuestro Oklahoma!, para entendernos. O un misterioso cruce entre Oklahoma! y Shakespeare. No, no son los efectos de la ola de calor. Intentar¨¦ explicarme. Es obvio que Romero y Fern¨¢ndez Shaw partieron de un cl¨¢sico, El perro del hortelano, del mismo modo que Do?a Francisquita surgi¨® de La discreta enamorada. Ignoro si "ten¨ªan" a Shakespeare en la cabeza, pero la estructura de La Rosa est¨¢ mucho m¨¢s cerca de sus comedias que de las de Lope. Eje fundamental: la "triangularidad del deseo", de la que tanto escribi¨® Ren¨¦ Girard. Sagrario, rica hacendada manchega, tan fr¨ªa e inaccesible como la condesa Olivia de Noche de reyes, "rompe a desear" cuando el bracero Juan Pedro es deseado por otra, la criada Catalina. Y, como la Diana de El perro del hortelano (aunque sin tanto sadismo), ni come la pera ni la deja comer. Otro de los ejes de la zarzuela, solapado pero palmario, es el abrumador deseo sexual del solsticio de verano, recorriendo toda la escala social, enlazando a patrones y trabajadores: amores t¨®rridos y sofocados, met¨¢foras con mucho peligro ("Vuela la simiente de mi pu?o / cae sobre la tierra removida"), rondas nocturnas, quieros y no puedos. Los secundarios son netamente shakesperianos, como Don Generoso, el viejo enloquecido por la p¨¦rdida de su hijo, que se cree general carlista y acaudilla una tropa infantil (una prefiguraci¨®n de Novio a la vista), o Moniquito, m¨¢s fool que gracioso, o el ins¨®lito Carracuca, un masoquista que necesita ser golpeado por una mujer para poder amarla. Y el espl¨¦ndido personaje de la Custodia, mitad bruja mitad alcahueta, encargada de montar la shakesperian¨ªsima argucia final: la trama del hijo "reaparecido", que permite a Juan Pedro ascender de clase social y acceder a Sagrario; una mentira en la que nadie cree, pero que "salva las apariencias" en un falso y c¨ªnico final feliz. Gustavo Tambascio compara, muy acertadamente, el habla retorcida de La Custodia con el lenguaje de Mrs. Quickly en Las alegres comadres de Windsor, pero hay m¨¢s; hay un poderoso ramalazo arnichesco (con gotas de Valle) en el humor de los di¨¢logos, con perlas hilarantes, como el enfrentamiento entre Custodia y Dominica "por una patata agusan¨¢" o la celebrad¨ªsima escena entre Carracuca y las viudas. Y, s¨ª, la "llamada de la tierra" de la Canci¨®n del sembrador (o el famoso Coro de las Espigadoras) no est¨¢ lejos del esp¨ªritu de Oklahoma!: all¨ª era el Medio Oeste y aqu¨ª La Solana de Ciudad Real -tanto Federico Romero como el maestro Guerrero eran manchegos-, pero la recuperaci¨®n de canciones populares, de ritmos de seguidilla y de jota, conectan con la misma intenci¨®n que inspir¨® la m¨²sica de Richard Rodgers.
A prop¨®sito de La Rosa del Azafr¨¢n, dirigida por Jaime Ch¨¢varri en el Teatro de la Zarzuela de Madrid
Dos. El montaje de Ch¨¢varri es una belleza. La escenograf¨ªa de Ana Garay sugiere, desde los anuncios de los telones de boca y el cielo nocturno del pueblo (casi un homenaje a la "est¨¦tica Film¨®fono"), que la primera parte sucede durante la Rep¨²blica y la segunda en pleno franquismo, pero son simples pinceladas: la puesta en escena no se aferra a ese concepto ni trata de arrimar el piano a la banqueta, como suele decirse. Los decorados de celos¨ªas y cortinajes apenas movidos por el viento tienen la delicadeza a¨¦rea de las acuarelas de Nazario; hay un ciclorama con el cielo anaranjado de La Mancha que luego se fundir¨¢ en un infinito campo labrado: todo es de una sutileza y un buen gusto exquisitos. Las escenas corales (la fiesta inicial, la monda de las rosas) tienen el aire de Bearn o de algunas de sus adaptaciones televisivas, como la memorable "reinvenci¨®n" de Vestida de tul, de Carmen de Icaza. Lo mejor es que Ch¨¢varri no pretende modernizar ni su mirada se coloca "por encima" del material: quiere a esos personajes, les comprende, se divierte y se emociona con ellos, y, naturalmente, eso se contagia al espectador. Hay toques burlones, alguno literalmente "solanesco" y quiz¨¢ un tanto excesivo, como la presencia de la muerta en la escena de Carracuca y las viudas, o el sard¨®nico deus ex machina del descenso de san Roque de lo alto de los telares, que cierra la funci¨®n.
Del reparto de excelentes actores-cantantes destaca, por el empaque y la claridad de su dicci¨®n, el Juan Pedro del bar¨ªtono Luis Cansino (yo vi el primer reparto, el del estreno). La soprano Maria Rey Joly, que cant¨® en Los sobrinos del capit¨¢n Grant, es una Sagrario sutil y muy expresiva. Muy bien tambi¨¦n Carmen Gaviria como Catalina, secundada por c¨®micos con el tono justo (el Mariquito de Carlos Crooke, Francisco Lahoz como Carracuca), tragic¨®micos como el Don Generoso de Fernando Conde y la formidable Custodia de Alicia S¨¢nchez, casi una r¨¦plica montaraz de Amelia de la Torre. Impecables tambi¨¦n las coreograf¨ªas de Goyo Montero y la orquesta de la Comunidad de Madrid, dirigida por Miguel Roa. Con esta La Rosa del Azafr¨¢n tienen en la Zarzuela un gran ¨¦xito entre manos, en cartel hasta el 13 de julio; luego vendr¨¢ la gira y el retorno, la pr¨®xima temporada.
La segunda "revelaci¨®n" del espect¨¢culo, como apuntaba al principio, es que hay en Ch¨¢varri un gran director de musicales, como ya anunciaba, por otra parte, la fluidez y la frescura de Las cosas del querer. ?Qui¨¦n le encarga un Sondheim, o un Porter, o un cl¨¢sico de Rodgers & Hammerstein? Hay mucho para elegir y reponer, y no s¨®lo de Lloyd Webber vive el aficionado.
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