No me olvides
A estas alturas del mes de julio adivino lo que cuesta atravesar la meseta del arroyo Abro?igal cuando el sol se resiste a marcharse de Madrid y concentra el aguij¨®n de su agon¨ªa en quien no adopta las precauciones de los exploradores del desierto. Pero esa rapidez con que caminas por la acera de la calle de Alcal¨¢, en la explanada de Ventas, huyendo de los rigores de la temperatura a una hora que me da pereza concretar -aunque arrastra la resonancia taurina de la media tarde-, no encaja en tu proverbial templanza, esa cadencia que suele presidir tus desplazamientos, mezcla de resignaci¨®n y duende, con que te evoco hace un a?o, en otro verano de calor pegajoso, cuando te levantaste de la tumbona situada junto a tu cama de matrimonio, te acercaste a la ventana, retiraste los visillos y subiste la persiana para que corriera la brisa.
Ol¨ªa el cuarto a medicinas y al estigma que no conseguir¨¢ borrar un batall¨®n de limpieza, ese veneno agazapado en el mobiliario y las paredes desde que tu esposo cay¨® enfermo sin que la ciencia descubriese el motivo de que una naturaleza joven, y hasta ahora sin problemas, se viera afectada por una debilidad tan grande que, a medida que ganaba terreno a la salud hasta conducir al paciente a un desenlace irreversible, impregnaba la habitaci¨®n de la impotencia que te transmit¨ªan los an¨¢lisis m¨¦dicos. Un des¨¢nimo que, si min¨® tu capacidad de sobreponerte a la tragedia, no influy¨® en los cuidados que dispensabas a tu marido, pues, pese a estar informada de la radical inutilidad de tus desvelos, mantuviste esa relaci¨®n samaritana, extenuante y abnegada, por espinosa que fuera la convivencia con quien se sab¨ªa reclamado por la muerte.
Despu¨¦s de alzar la persiana hasta la mitad, seguiste de espaldas al desahuciado, conmovida por una imagen repentinamente incorporada a ese paisaje de tejados y antenas de televisi¨®n que, surgida de tu experiencia universitaria, introduc¨ªa perspectivas diferentes en tu panorama de renuncias, a la manera de la ventolera de oto?o que en un despiste de quien la padece desbarata una composici¨®n muy meditada de vol¨²menes y colores. Acaso la sensualidad que la vehemencia del verano filtraba en la estancia a trav¨¦s de la rendija de luz elev¨® tu mano derecha hasta tus ojos. La magn¨ªfica serenidad del gesto realz¨® tu hechizo. El instante de un calambre dur¨® la insinuaci¨®n de tu belleza para eterna a?oranza de tu figura. Bajaste la mano, sin perder la cara a la ventana retrocediste a la tumbona y, nada m¨¢s sentarte en ella, comenzaste a llorar.
"No me olvides", o¨ª entonces. Y, atolondrado por el descaro de la propuesta, supuse que el moribundo te demandaba fidelidad hasta su fallecimiento y quiz¨¢ despu¨¦s. Pero no pronunciaba la frase ¨¦l, sino t¨², desde la tumbona que arrimabas a su lecho para atender mejor sus solicitudes. As¨ª que, cuando por tercera vez, y con el patetismo de una rendici¨®n incondicional, suplicaste no quedarte sola -es decir, sin la certeza de haber marcado una huella, aunque t¨ªmida y vergonzante, en la memoria de quien te importaba-, entend¨ª que no te refer¨ªas al tirano de tu libertad, pues, pese a hallarse f¨ªsicamente tan pr¨®ximo, no estaba en condiciones de escucharte, sino a esa tentaci¨®n que, desde el cenagoso fondo de la nostalgia y para desasosiego de tu sangre ardiente, hab¨ªa asomado a tu ventana con la inquietud de un p¨¢jaro en primavera cuando removiste la persiana del dormitorio en penumbra.
En un tenderete de la antigua carretera de Arag¨®n has comprado a una gitana la rosa m¨¢s encendida de esta can¨ªcula y, ampar¨¢ndola del bochorno, pues le confieres la representaci¨®n de tu amor m¨¢s puro, remontas la cuesta que lleva al cementerio de la Almudena. Ante su imponente entrada te detienes y tu semblante se entristece, como si fueras a reproducir tu exigencia de aquella tarde en la tumbona. Mas, con una intrepidez que escandaliza a medio mundo, no penetras en la sacramental para colocar la flor sobre el sepulcro de tu marido, sino que por la avenida abrasada y solitaria que bordea el camposanto prosigues tu avance hasta donde no me cabe duda de la exactitud de tu antojo. Llamas al timbre, benetiana, y es al abrir la puerta a tu anhelo cuando percibo en el temblor de la mano con que me ofreces la rosa la pasi¨®n inevitable de la vida.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.