El encierro del juez El¨ªo
Como en Babelia hoy se habla de Cien a?os de soledad, hablemos del encierro del juez El¨ªo, que ya muri¨®. El juez El¨ªo era el propietario de Bara?¨¢in, el pueblo a cuyo alcalde nuestro presidente auton¨®mico llam¨®... Il cavaliere Berlusconi se ha retractado de sus insultos, nuestro presidente parece algo m¨¢s terco. Sabemos que en el origen de la guerra civil estuvieron la terquedad, el pan y la tierra. En cuanto a la tierra, la mayor¨ªa de los terratenientes de por aqu¨ª se mostr¨® bastante terca. No as¨ª Luis El¨ªo, que entendi¨® lo del hambre, dio Bara?ain a sus jornaleros y se dedico a la judicatura. Esa d¨¢diva se la guardaban gentes menos generosas que ¨¦l. Adem¨¢s, el juez le¨ªa libros, los escrib¨ªa, y pensaba que ni el Santo Oficio ni el terco irredentismo celtib¨¦rico hab¨ªan hecho ning¨²n bien a Espa?a.
De todo esto no hace cien a?os, pero a Mar¨ªa Luisa El¨ªo, hija del juez, est¨¢ dedicada la novela 'Cien a?os de soledad'
As¨ª que en la ma?ana del 19 de julio de l936, todav¨ªa con el eco de los sanfermines, los boinas rojas fueron a por ¨¦l. Bajaban con el preso por el ascensor, cuando por la escalera sub¨ªan en su busca los camisas azules. En la comisar¨ªa, a cuya puerta aguardaba el primer cami¨®n de la muerte, un jefe de los boinas rojas no pudo creer a qui¨¦n ve¨ªa all¨ª: al buen juez El¨ªo. Escondido por ese alto mando de los insurrectos, Luis El¨ªo pas¨® tres a?os encerrado en un cuarto poco mayor que un armario ropero, a 200 metros del lugar de la Vuelta del Castillo donde, seg¨²n cuentan las cr¨®nicas, las se?oras de la buena sociedad pamplonesa acud¨ªan para festejar el horror reflejado en el rostro de los ejecutados. En tan goyesco escenario, pr¨®ximo al ferial, hab¨ªa vendedores de churros, siguen relatando los testigos. Durante su encierro, con las descargas diarias del pelot¨®n de ejecuci¨®n y la macabra algarab¨ªa de fondo, el juez solo vio el rostro de un visitante: el de un cl¨¦rigo al que su familia hab¨ªa tratado con largueza, pero que neg¨® al desesperado la caridad de la confesi¨®n.
Luis El¨ªo crey¨® volver a la vida el d¨ªa en que cruz¨® el Bidasoa, pero al otro lado de la frontera le esperaba el cautiverio en el campo de Gurs. En Gurs, esperaban, esperaban... Mucho tiempo despu¨¦s, enfermo y d¨¦bil, el juez lleg¨® a M¨¦xico. All¨ª estaba su mujer, que lo hab¨ªa cre¨ªdo muerto, y que con sus tres hijas sigui¨® la ruta del exilio republicano. Ni el juez ni su mujer eran los mismos. Ella perdi¨® la cabeza. Una noche, si es veraz el helador relato de Indalecio Prieto, al querer escapar del sanatorio en que la cuidaban, cay¨® de una tapia y, tras horas de agon¨ªa, la encontraron moribunda de amanecida. El juez El¨ªo tuvo fuerzas para ganarse el pan como dependiente en un comercio de la capital mexicana, escribi¨® un libro sobrecogedor sobre los a?os de su encierro (su t¨ªtulo, Soledad de ausencia) y muri¨® en M¨¦xico D.C. en 1968. De todo esto no hace cien a?os, pero a Mar¨ªa Luisa El¨ªo, hija del juez, est¨¢ dedicada la novela Cien a?os de soledad.
Luis El¨ªo, el juez conciliador de los tribunales laborales de Pamplona, el escritor y hombre de dudas, el terrateniente que vio la cara del hambre y cedi¨® la tierra, nunca quiso saber m¨¢s de Pamplona, ni su ciudad ha tenido inter¨¦s por su nada festivo encierro. Quiz¨¢ estemos condenados a cien a?os de desmemoria e ingratitud. Hace poco, la se?ora alcaldesa de la ciudad no quiso hacer suyo el pronunciamiento del Parlamento auton¨®mico en contra de la desmemoria y la ingratitud. Pero a falta de generosidad para mejores reconocimientos pendientes, en homenaje redoblado a uno de los jefes insurrectos, en Pamplona disfrutamos, por sumaria decisi¨®n de la Alcald¨ªa, de la nueva Sala de Arte Conde de Rodezno. Ni Berlusconi ofender¨ªa a los alemanes con la grotesca idea de que el Ayuntamiento de Munich abra la galer¨ªa Henrich Himmler.
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