Malvivir en la Casa de Campo
Medio centenar de inmigrantes y ex toxic¨®manos se cobijan en tiendas de campa?a en el parque madrile?o
Una botella de pl¨¢stico con la base cortada y colgada boca abajo de un ¨¢rbol sirve de improvisada ducha a tres parejas de ucranios que malviven en tiendas de campa?a en plena Casa de Campo. Pero ellos no son los ¨²nicos moradores de este pulm¨®n verde.
En el sureste de este parque, entre el Lago y la avenida de Portugal, muy cerca de la zona donde Cruz Roja regenta tres albergues y un centro de atenci¨®n a toxic¨®manos, viven permanentemente m¨¢s de treinta personas, entre espa?oles e inmigrantes, seg¨²n ha podido comprobar este peri¨®dico
. Antonio Y¨¢?ez, coordinador del centro de drogodependientes de Cruz Roja, eleva el n¨²mero a "40 o 50". "Son personas comunes y corrientes que no han tenido acceso a los albergues", explica.
"Este a?o lo hemos pasado muy mal durmiendo aqu¨ª por culpa del fr¨ªo"
La polic¨ªa sabe de la existencia de este campamento y cada cierto tiempo lo desaloja, la ¨²ltima vez hace apenas dos semanas. "Pero vuelven a instalarse cada dos por tres", aseguran fuentes policiales.
La Casa de Campo, lugar donde muchas generaciones de madrile?os han luchado y amado, es la gran casa de todos. Acoge a ni?os, jubilados, deportistas, inmigrantes, empresarios o comensales de los restaurantes de lujo. Y tambi¨¦n es el hogar de este medio centenar de indigentes que carecen de un lugar mejor donde vivir.
Hay mucha gente necesitada de un lugar resguardado en el que pernoctar y los albergues est¨¢n colapsados. La estaci¨®n de Atocha, abierta en invierno para que los indigentes no tengan que dormir al raso, recibi¨® este a?o una media de 120 personas, cuando su capacidad es de 80. Y el refugio Don de Mar¨ªa, en la plaza del Emir Mohamed (Centro), acogi¨® a 200 indigentes, aunque su capacidad es de 80. Adem¨¢s, ninguno de estos refugios acepta a parejas. Hombres y mujeres tienen que dormir por separado.
Isabel, de 36 a?os, y Carlos, de 34, ambos ex toxic¨®manos, pasan sus d¨ªas y sus noches en el parque. Ella empez¨® a consumir hero¨ªna a los 16 a?os, primero inyectada y m¨¢s tarde fumada por el miedo al contagio de enfermedades. "Ya casi nadie se pincha", explica esta mujer, que estuvo enganchada hasta los 30 a?os. ?l fue adicto a la hero¨ªna y a la coca¨ªna. Ambos consiguieron desintoxicarse con la ayuda de Cruz Roja y a diario acuden a su centro para recibir su dosis de metadona.
La tienda donde se resguardan es peque?a, y en su interior todo est¨¢ limpio y ordenado. Junto a ellos viven sus tres perros, Dama, Jacky e Ikar. Lucen bastante limpios y tienen sus vacunas actualizadas. Su d¨ªa comienza a las diez de la ma?ana. Una vez que Carlos toma su dosis de metadona, se va a trabajar, es decir, a vender pa?uelos por las calles, y ella se queda en la tienda cuidando de su jard¨ªn y de los perros.
"Nuestros vicios son el tabaco y las pilas para la televisi¨®n, que cuestan 10 euros, cada dos d¨ªas", enfatiza Isabel. Los dos reciben una pensi¨®n no contributiva de 300 euros al mes. Ambos desear¨ªan encontrar casa antes del invierno. "Este a?o lo hemos pasado muy mal por el fr¨ªo. Nos queremos ir a Granada, porque hay viviendas m¨¢s baratas que en Madrid", explican.
Todos los indigentes acampados alrededor de Isabel y Carlos son espa?oles. Los inmigrantes, entre ellos las tres parejas de ucranios y otros de Rumania, Marruecos, Bulgaria o el S¨¢hara
, se encuentran separados por una valla. Las relaciones entre uno y otro grupo no son buenas. Muchos de los acampados se quejan de los europeos del Este porque, seg¨²n dicen, se emborrachan a diario y crean problemas.
El hogar de los ucranios est¨¢ cerca del centro de Cruz Roja. All¨ª mismo, en las cocheras de las ambulancias, cogen agua para asearse y cocinar. "Todos los d¨ªas, como a las tres de la tarde, vienen aqu¨ª dos o tres personas y se ba?an desnudas", explica el coordinador del centro de la organizaci¨®n humanitaria.
Uno de los ucranios, Sergei, de mediana estatura, pelo rubio, ojos azules y f¨¢cil sonrisa, vive en la Casa de Campo desde hace tres a?os. No tiene papeles ni trabajo. "Un abogado me enga?¨®, le di 1.200 euros y nunca m¨¢s le volv¨ª a ver", explica. Su mujer s¨ª trabaja. Es cocinera en un restaurante del centro. Las esposas de los otros hombres tambi¨¦n son empleadas dom¨¦sticas, una interna y la otra externa. Sus hijos no viven con ellos, sino en su pa¨ªs de origen.
Los tres maridos se quedan en casa, buscan trabajo -seg¨²n dicen- y limpian los alrededores de sus tiendas. Cocinan en una parrilla colocada en un extremo y escuchan m¨²sica. Tienen una cinta de un famoso cantante ruso, y beben vino y vodka, a veces con alg¨²n amigo como Basilev, que encontr¨® empleo y, gracias a ¨¦l, pudo abandonar la Casa de Campo. Ahora trabaja de alba?il y vive en un apartamento con su mujer y otras cuatro personas en el barrio de La Fortuna (Legan¨¦s).
Este grupo de ucranios lleg¨® a Espa?a "huyendo de las mafias", seg¨²n comenta Basilev. Sab¨ªan que aqu¨ª su vida no iba a ser f¨¢cil, pero prefirieron la calle a la inestabilidad de un pa¨ªs sometido a la delincuencia organizada. Sergei tiene varios perros, a unos les habla en ruso y a otros en su rudimentario castellano aprendido "hablando con la gente y escuchando la radio". Sus dos compatriotas s¨®lo llevan unos meses en Espa?a, adonde llegaron despu¨¦s de trabajar en Madeira.
Said, de 25 a?os, es un saharaui que vive a la sombra de un ¨¢rbol, no muy lejos de los ucranios. Dej¨® su pa¨ªs hace tres a?os y lleva tres meses durmiendo en una peque?a tienda de campa?a. Es la una y media de la tarde y est¨¢ preparando la comida, compuesta por pollo, verduras y arroz. La olla, completamente negra, humea. A su lado tambi¨¦n cocina una chica de Filipinas que, en cuclillas, mira con cierta desconfianza.
Said, como la mayor¨ªa de los extranjeros que habitan en la Casa de Campo, no tiene papeles, y sin ellos no encuentra trabajo. Son excluidos sociales sin acceso a una vivienda digna ni a un albergue. S¨®lo disponen de un trozo de parque del que les echan cada dos por tres.
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