Glyndebourne bautiza con champa?a los valses de Strauss
El festival recibe 'El murci¨¦lago' con direcci¨®n de Vlad¨ªmir Jurowski
Parece mentira, pero nunca se hab¨ªa dado El murci¨¦lago en Glyndebourne. El teatro del mundo donde m¨¢s champa?a se consume por espectador jam¨¢s hab¨ªa recibido a esta opereta de Strauss, cuya acci¨®n no ser¨ªa la misma sin el efecto desinhibidor de las sublimes burbujas del rey de los vinos. M¨¢s que nunca funcion¨® el t¨®pico que dice que este p¨²blico aplaude m¨¢s al final del espect¨¢culo que en los intermedios por efecto del champa?a ingerido.
Glyndebourne asume de tal modo su relaci¨®n con el champa?a que ni siquiera hizo falta que ninguna marca patrocinara una producci¨®n que, como algunas cosechas, ha salido buena pero no excelente, tirando su gusto a semi-seco, lo que ya sabemos que no debe ser nunca un buen champa?a, incluido ese a cuya etiqueta imitaba el tel¨®n. Y es que no se ha atrevido Stephen Lawless -autor de una Muerte en Venecia de Britten ya cl¨¢sica- a jugar a fondo la carta de la decadencia de la sociedad vienesa, que aqu¨ª s¨®lo entrevemos y que Sch?nberg iluminara en sus transcripciones de los valses straussianos.
En un bello y a la vez fr¨ªo decorado con toques Jugendstile, que sirve con leves modificaciones a cada uno de los tres actos -de modo que la casa, la fiesta y la c¨¢rcel son, en realidad, el mismo lugar- los intentos de adulterio de los amos, el deseo de prosperar de las criadas, el aburrimiento patol¨®gico del pr¨ªncipe Orlovski, son pasos hacia un desastre que s¨®lo levemente se intuye.
El marco es casi perfecto, pero quienes en ¨¦l se mueven son controlados con demasiado temor ante una historia que habr¨¢ de devorarlos enseguida, con lo que su traslado a los a?os anteriores a la Primera Guerra Mundial se verifica un poco en vano.
Lo mejor de la funci¨®n fue, sin duda, la estupenda direcci¨®n de Vlad¨ªmir Jurowski, la apuesta joven y extranjera del Glyndebourne del siglo XXI. El director ruso tuvo siempre en sus manos -y qu¨¦ manos, qu¨¦ grand¨ªsima t¨¦cnica gestual la suya- el sentido inequ¨ªvoco de esta m¨²sica que requiere tanta exactitud como vuelo. Puso las burbujas y dio la sensaci¨®n de que tambi¨¦n pudo ser algo m¨¢s amargo si la producci¨®n lo hubiera sido. A su lado, un sir Thomas Allen espl¨¦ndido de voz y de figura para el que no parecen pasar los a?os, elegante Eisenstein que se enfrenta con soltura a la Rosalinde de rompe y rasga de Pamela Armstrong, seducida por un Alfred -P?r Lindskog- zafio sin ambages y sexualmente bastante expl¨ªcito, con un magn¨ªfico timbre que hace pensar en empe?os de mayor enjundia.
Lyubov Petrova fue una Adele menos pizpireta que reivindicadora directa de la igualdad de clases, mientras que Artur Korn cumpl¨ªa con lo que se le pide a su personaje de Frank: sentir verdaderamente el clavo que sigue a la cogorza. Malena Ernman sirvi¨® bien el concepto que Lawless tiene de un Orlovski duro en apariencia y fr¨¢gil en realidad.
Hakan Hagegard fue un gran Doctor Falke con el que acert¨® de pleno el director de escena al situarle como supremo hacedor de la venganza que subyace a todo lo que ocurre. Los cambios en las partes habladas y la intervenci¨®n de Udo Samel como carcelero -teorizando sobre la historia y las cualidades del champa?a- divirtieron a un p¨²blico que se qued¨® encantado, que marc¨® el ritmo de una innecesaria Marcha Radetzki mientras saludaban los artistas y que, si la sanidad brit¨¢nica le permitiera el libre consumo de nuestro incomparable Almax, beber¨ªa todav¨ªa m¨¢s, champa?a, por supuesto.
La conclusi¨®n, bebidas aparte, es, una vez m¨¢s, c¨®mo leer estos cl¨¢sicos que parecen festivos y, adem¨¢s, lo son, que hacen re¨ªr y que se asocian a esa felicidad sin r¨¦moras que la m¨²sica de Johann Strauss hijo debe provocar y provoca. C¨®mo hincarles el diente si se les quiere dar ese sentido de permanencia, que, por definici¨®n, tienen. El p¨²blico brit¨¢nico sabe, sin ir m¨¢s lejos, lo que es La verbena de la Paloma en la versi¨®n proletarizada de Calixto Bieito. Nada de su gran m¨²sica cambia mientras lo que parece drama de barrio se convierte en meditaci¨®n sobre las cosas de la vida. Poner en solfa en El
murci¨¦lago, entre valses y m¨¢s valses, a la sociedad que ni sue?a lo que le espera es empe?o que valdr¨ªa la pena y que Glyndebourne -que tiene ya la experiencia de un Don Juan sacr¨ªlego y de la desazonante La ¨²ltima cena de Harrison Birtwistle- ha intentado sin acabar de conseguirlo. Quiz¨¢ porque ir m¨¢s lejos ser¨ªa tambi¨¦n mencionar la soga en casa del ahorcado. Tal y como est¨¢n las cosas, pudo decirse Stephen Lawless para su propio coleto, vale m¨¢s dejarlo en un intento, en un gui?o de lo que podr¨ªa ser. Por eso, las burbujas, el canc¨¢n, los ligueros del tenor que enamora a Rosalinde, los cors¨¦s que lucen al final los criados de Orlowski para que veamos que la fiesta termin¨® en org¨ªa.
Los tiempos cambian
Glyndebourne tiene fama de exclusivo y los precios de las entradas o de las consumiciones de su bar -incluido en ellas ese horrible c¨®ctel llamado Pimms- no lo desmienten. Pero poco a poco las costumbres van cambiando en el precioso teatro de East Sussex. Al esmoquin -adulterado s¨®lo por alg¨²n chaleco de dise?o m¨¢s o menos exc¨¦ntrico o por el calzado deportivo justificado por lo mojado de la hierba- y a los vestidos largos con un olor a naftalina que delata su permanencia en el armario desde el verano pasado, se van sumando poco a poco los trajes de calle, las camisas de colores y la sandalia c¨®moda. Junto a los cachorros de la aristocracia, otros j¨®venes, de gustos m¨¢s globales, van ocupando un sitio al que les da derecho el correr de los tiempos. Con la impavidez de su condici¨®n, banqueros y pol¨ªticos ni les miran siquiera. Nadie se sorprende en apariencia, aunque, por dentro, mil demonios lleven a los representantes de la tradici¨®n.
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