La edad sin recompensa
La adolescencia y primera juventud son mala cosa: en esa ¨¦poca atormentada de nuestras vidas carecemos de vivienda propia y nuestra cuenta corriente presenta un aspecto m¨¢s escu¨¢lido que el de los perros que corretean por las p¨¢ginas de Cervantes. Todo est¨¢ por llegar: la experiencia, el patrimonio, la verdadera libertad; todo menos el aguij¨®n ponzo?oso del deseo, que se nos clava m¨²sculo adentro como una de aquellas interminables inyecciones de penicilina que convirtieron a menudo nuestra infancia en un espacio de terror y de cojera transitoria. Pero si hay una necesidad especialmente acuciante, un anhelo que crece y se eleva sobre los otros como un enorme globo de helio, ese inc¨®modo af¨¢n es el de conocer el secreto que parece ocultarse en la carne ajena. Tras unos breves a?os a salvo de esa extenuante porf¨ªa que consiste en engatusar al pr¨®jimo, o a la pr¨®jima, para que consienta en mezclar sus fluidos con los nuestros, muy pronto sentimos el instinto predatorio, una condena que nos lleva por el mundo con el olfato alerta y las u?as afiladas, decididos a conquistar como sea nuestra raci¨®n de carne cruda.
"Que levante la mano el que no se haya bajado los pantalones en los jardines de Viveros"
"Mirones, pajeros, las hienas sigilosas del amor hac¨ªan su agosto bajo el cielo raso"
Pertenezco a una generaci¨®n que no disfrut¨® hasta bien mediada la veintena de ese peque?o motel con ruedas que es un coche. Pero ah¨ª estaban los Viveros de Valencia para paliar el problema. Que levante la mano el que no se haya bajado los pantalones -y no precisamente para aliviar la vejiga- en alg¨²n rinc¨®n de esos benditos jardines que, a partir de ciertas horas, m¨¢s parec¨ªan una gran casa de tolerancia. Llegadas las primeras luces de tiniebla, desde sus cuatro metros de jaula, los felinos rug¨ªan con desgana su condici¨®n selv¨¢tica; en la gran plaza, las palomas, sin ni?os ya ni alpiste al que acudir se hab¨ªan retirado a sus cornisas y, en el silencio sobrevenido del crep¨²sculo, las ocas y los cisnes elevaban al cielo su voz de casta?uela. Y las parejas iban a lo suyo crey¨¦ndose favorecidas por la penumbra. Y los que carec¨ªan de compa?¨ªa iban tambi¨¦n a lo suyo, que era recoger las migas de lujuria que esparc¨ªan por el parque las parejas. Los mirones, los pajeros, las hienas sigilosas del amor hac¨ªan su agosto bajo el cielo raso de la noche. Tras elegir un rec¨®ndito rinc¨®n que parec¨ªa a cubierto de las miradas inoportunas, andaba ya uno con el calz¨®n a la altura de las rodillas y, de pronto, en mitad de su atropellado ¨¦xtasis, descubr¨ªa un rostro de ojos torturados asomando por detr¨¢s de cualquier burladero natural a pocos metros de donde ¨¦l se hallaba inmerso en su instante de gloria furtiva. Te retirabas a otro escondrijo y, como por arte de magia, ya ten¨ªas a tu espalda a otro carro?ero d¨¢ndole inmisericorde a la zambomba. Era cosa de no creer aquella proliferaci¨®n de fantasmas en pena. Pero los fantasmas no faltaban una sola tarde a su cita. Confieso que el adolescente impetuoso e ignorante que fui, indignado ante la profanaci¨®n de su reci¨¦n descubierta intimidad, os acos¨® a pedradas, os persigui¨® a puntapi¨¦s y maldijo vuestra estampa. Ensuciabais a su dama con vuestras miradas torvas, y la bestia acorralada se revolvi¨® contra vosotros, hermanos, sin saber ver a¨²n en vuestros afanes el af¨¢n suyo, sin llegar a sospechar en vuestro apetito su misma hambre, nuestra condici¨®n fam¨¦lica.
Por aquellos jardines rondaban tambi¨¦n tipos con navaja, dispuestos a vaciarte los bolsillos o a partirte la crisma. Y era el amor una rosa de bravura que trepaba muro arriba del miedo, en busca de su aroma m¨¢s redondo. Todo fue complicado en aquella edad del escondrijo, del estertor clandestino y de la pureza perseguida. Qui¨¦n volviera a temblar como tembl¨® entonces, qui¨¦n pudiera regresar de nuevo, aunque s¨®lo fuera una tarde, a aquellos oscuros jardines donde brillaba, ignorante de su luz rabiosa y breve, la estrella nunca m¨¢s as¨ª de alta de la felicidad entera.
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