Elogio de la ambig¨¹edad
Hace once, cuando Casablanca cumpli¨® cincuenta a?os, los hijos de Ingrid Bergman y Humphrey Bogart fueron llamados por el MOMA neoyorquino para que all¨ª hicieran suyo, en una resonante ceremonia que obtuvo ecos en todo el mundo, el legado de una leyenda que no cesa. Ahora otras gentes han vuelto a llamarlos. Y dentro de medio siglo seguro que habr¨¢ alguien que volver¨¢ a traer al mismo altar a quienes queden de esa estirpe, mientras en ellos persista alg¨²n rasgo identificador de quienes hicieron el milagro de Casablanca.
No se acaba Casablanca, sigue haci¨¦ndose y quiz¨¢ por eso dijo Billy Wilder que "sin ser la mejor, es la pel¨ªcula m¨¢s amada", pues la riqueza de sus angulaciones y ambig¨¹edades ofrece tantos pliegues que siempre, cuando se vuelve a ver, se ve por primera vez. Por la rendija de cualquier pretexto -que, por endeble y tra¨ªdo por los pelos que sea, siempre es v¨¢lido-, aquella genial destiler¨ªa de sentimentalismo y cinismo se escapa de los sepulcros de los v¨ªdeos y las cinematecas y salta a las aceras, al territorio de las noticias. Todo est¨¢ dicho de Casablanca, pero hay que volver a decirlo, pues hay o¨ªdos nuevos que lo esperan.
Se han contado decenas de versiones de c¨®mo la hicieron y el tiempo ha demostrado que todas, sobre todo las m¨¢s inveros¨ªmiles, son ciertas. La leyenda arranca de los d¨ªas de Pearl Harbour, en que Estados Unidos comenzaba a ponerse patas arriba y Hollywood entr¨® a saco en la trituradora de la guerra con la consigna de fundir en sus g¨¦neros gotas obligatorias de patriotismo. De ah¨ª surgi¨® la veloz conversi¨®n de un viejo dram¨®n cuyo t¨ªtulo era Everybody Comes to Rick's, en un gui¨®n con cuya sinopsis de una decena de folios el productor Hal Wallis entusiasm¨® y enrol¨® a los rostros negros de Bogart, Claude Rains, Paul Henreid, Peter Lorre, Sinney Greenstreet, Conrad Veidt y (el pianista) Dooley Wilson, cerrando el reparto con una desconocida actriz sueca de 27 a?os llamada Ingrid Bergman. Sin haber le¨ªdo el gui¨®n, a todos emocion¨® y engatus¨® la aventura contada por la sinopsis de Wallis, hasta que, unos d¨ªas antes de comenzar un rodaje ya decidido y sin vuelta atr¨¢s, todos -incluido ¨¦l y el director, un h¨²ngaro llamado Mihali Kerthes conocido como Michael Curtiz, que tampoco lo hab¨ªan le¨ªdo- se dieron cuenta de que ten¨ªan entre manos un ladrillo intragable.
Y en la encerrona de un estudio con las paredes impermeabilizadas contra el cotilleo comenz¨® contrarreloj la forja de la leyenda, que fue saltando a la historia en algunas de las incontables peque?as an¨¦cdotas y salpicaduras que escapaban del enloquecido rodaje de un filme de g¨¦nero rodado en pleno caos, sin gui¨®n previo, y en el que los int¨¦rpretes recib¨ªan cada ma?ana un fajo de folios con acciones y di¨¢logos que deb¨ªan memorizar a toda prisa, pues hab¨ªan sido escritos la noche anterior por un insomne grupo de geniales escritores que, amanecer tras amanecer de junio y julio de 1941, arrancaron de la percha argumental de un gris y espeso dram¨®n convencional un prodigio de agilidad, gracia e ingenio.
Nadie, mientras se filmaba Casablanca, sab¨ªa en cada escena qu¨¦ ocurrir¨ªa en la siguiente, ni nadie se atrev¨ªa a decir qui¨¦n era qui¨¦n en aquel barullo de identidades. Es inefable lo que deja ver Ingrid Bergman -que era una joven actriz insegura y muy meticulosa y ped¨ªa con frecuencia al director informaci¨®n acerca del subsuelo de su personaje- cuando sistem¨¢ticamente topaba con una extra?a vaguedad en las respuestas que le daba Curtiz. Cuentan que una vez le solt¨® por las bravas que necesitaba saber con cu¨¢l de sus dos enamorados se quedaba al final. "Con los dos", contest¨® Curtiz, cur¨¢ndose en salud, pues ¨¦l tampoco lo sab¨ªa. Y fue este gesto una puerta abierta a la creaci¨®n de la mayor y m¨¢s sutil serie de ambig¨¹edades de que hay noticia en una pantalla. Y tal vez de ah¨ª, de esa ambivalencia e indefinici¨®n de los personajes, procede la parte esencial de su enorme encanto y su fascinadora e inagotable llamada a identificarnos con ellos.
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