Si sobrevives, canta
A¨²n guardo el encanto de la primera vez que lo vi. Guardo sus ojos claros, su risa iluminada.
Era un encuentro con mucha gente, en un jard¨ªn grande. ?l estaba al fondo, bebiendo y conversando entre un grupo de hombres. Entonces yo ten¨ªa menos a?os y menos temor a mis emociones del que ahora tengo. As¨ª que camin¨¦ hacia su cuerpo y me inclin¨¦ hasta quedar a sus pies.
Con el pudor del que no acierta a entender la devoci¨®n que provoca, Jaime Sabines dijo cinco palabras que no olvido.
Cuando le ped¨ª que me las regalara para ponerlas al principio de un cuento, sonri¨® como si le pidiera yo un pedazo de aire y me las regal¨®. Creo que nos hicimos amigos. Pero no s¨¦. Temo que ¨¦l me dijera:
"Como si ¨¦l fuera un juglar y no el poeta sofisticad¨ªsimo que era, nos sab¨ªamos sus palabras y las ¨ªbamos diciendo con ¨¦l"
"Llevamos y traemos sus libros como el testamento que nos explica de qu¨¦ se trata el milagro de estar vivos"
"Dentro de poco vas a ofrecer estas p¨¢ginas a los desconocidos como si extendieras en la mano un manojo de yerbas que t¨² cortaste.
Dices que eres poeta porque no tienes el pudor necesario del silencio.
?Bien te vaya ladr¨®n, con lo que le robas a tu dolor y a tus amores! ?A ver qu¨¦ imagen haces de ti mismo con los pedazos que recoges de tu sombra!".
Volv¨ªamos a encontrarnos cuando la vida lo permit¨ªa. Y siempre, pero siempre, algo me regalaba. Una vez me cont¨® la historia de su madre, reci¨¦n enamorada de su padre, llegando a dormir a un cuartel entre soldaderas estridentes y soldados maltrechos. Apenas hac¨ªa d¨ªas, se?orita de lujo y esmeros, amaneci¨® enamorada en un catre de campa?a entre dos cortinas, y escuch¨® sobre los gallos a una mujer gritarle al hombre con el que hab¨ªa dormido: "Oye, cabr¨®n, qu¨ªtame de aqu¨ª estos miados".
A ella la estremeci¨® semejante lugar, pero lo hab¨ªa dejado todo para casarse con un liban¨¦s que huyendo de la guerra y la pobreza de su pa¨ªs lleg¨® a M¨¦xico y se hizo a nuestra guerra hasta terminar convertido en jefe de un regimiento. No le quedaba m¨¢s que seguirlo y ni tembl¨®.
-?Qu¨¦ historia! -opin¨¦ como quien habla para s¨ª.
-Te la regalo -dijo ¨¦l-. Yo no escribo novelas.
Tiempo despu¨¦s, lo llam¨¦ para decirle que la usar¨ªa en un libro.
-Si es tuya -contest¨® sin m¨¢s.
Jaime tuvo siempre trabajos para dar y repartir. Estudi¨® medicina y vivi¨® de todos modos, incluso como vendedor. Siempre, por sobre cualquier cosa, escrib¨ªa de madrugada, fumando y haci¨¦ndose las preguntas que a¨²n nos resuelve.
La siguiente vez que lo encontr¨¦ fue en el teatro de Bellas Artes, bajo los claveles, una noche radiante y memorable.
Para entrar a verlo hicimos una fila largu¨ªsima, ordenada y en silencio. Cuando se abri¨® el tel¨®n y ah¨ª estaba ¨¦l, de pie, con sus setenta a?os de penas y sabidur¨ªa, con su perfecta sencillez a cuestas, con su valor entero, le aplaudimos hasta hacerlo decir:
"?stos son aplausos que lo lastiman a uno".
Luego, sin m¨¢s, se puso a leer y nos ley¨® todo cuanto pudo y le pedimos:
"Lento, amargo animal
que soy, que he sido,
amargo desde el nudo
de polvo y agua y viento...".
Como si ¨¦l fuera un juglar y no el poeta sofisticad¨ªsimo que era, nos sab¨ªamos sus palabras y las ¨ªbamos diciendo con ¨¦l, adelant¨¢ndonos a veces, igual que hacen algunos cuando rezan y otros cuando cantan.
Al terminar le aventamos flores grit¨¢ndole hasta quedar en paz y dejarlo extenuado. No quiero nunca olvidar esa noche.
Al poco tiempo estuvo en el hospital. Fui a verlo. Mientras convers¨¢bamos quiso fumar a escondidas y me pidi¨® que abriera la ventana. Lo hab¨ªan puesto en un cuarto para ¨¦l solo y lo cuidaban bien, por m¨¢s que de tan poco sirviera.
-No quieren que fume. ?Para qu¨¦ disgustarlos? -dijo.
"?Qu¨¦ otra cosa sino este cuerpo soy alquilado a la muerte por unos cuantos a?os?
Cuerpo lleno de aire y de palabras. S¨®lo puente entre el cielo y la tierra".
Cuando mejor¨® comimos juntos en una casa con manzanas y m¨²sica. Ya para entonces se hab¨ªa hecho de unos cigarros de pl¨¢stico con sabor a lim¨®n que guardaba en la bolsa de su traje y sacaba de vez en cuando para estarlos acariciando o chuparlos un rato. Me regal¨® uno y nos tomaron una foto. La tengo en mi estudio, al lado de la cajita en que guardo el cigarro de mentiras. Jaime hab¨ªa ido a Coahuila la semana anterior.
-Esa catedral tiene una torre, que dan ganas de tra¨¦rsela en el bolsillo -dijo.
Dec¨ªa cosas as¨ª.
Otro d¨ªa nos reunimos con varios amigos c¨¦lebres. Sabines hizo la tarde leyendo sus poemas como si estuvi¨¦ramos en una cantina y ¨¦l tuviera veinte a?os y nadie supiera de su nombre y ¨¦l no supiera de la fama y el nombre de los otros.
"?Si uno pudiera encontrar lo que hay que decir cuando todas las palabras se han levantado del campo como palomas asustadas!".
Ley¨® largo rato.
"?En qu¨¦ lugar, en d¨®nde, a qu¨¦ deshoras me dir¨¢s que te amo? Esto es urgente porque la eternidad se nos acaba".
Al anochecer estaba cansado y lo dejamos ir como quien ve irse al fuego.
Yo no volv¨ª a verlo, pero dej¨¦ en el coche su voz puesta en el tocadiscos hasta que el hombre que se hace cargo del volante, como de las riendas de un burro necio, empez¨® a declamar un desorden.
"Me hablas de cosas que s¨®lo tu madrugada conoce, de formas que s¨®lo tu sue?o ha visto".
A los pocos meses, una mujer inolvidable como el mismo Sabines, tom¨® de la mano la ¨²ltima noche de su vida y tras sonre¨ªr como nadie podr¨¢ volver a hacerlo, nos arrastr¨® hasta la cubierta del barco en que viaj¨¢bamos. La media luna del oriente iluminaba el aire y al conjuro del rigor con que ella sab¨ªa desvelarse, como quien teje en la oscuridad el deseo de alargar los d¨ªas, nos sentamos a sentir la vigilia igual que una oraci¨®n mientras o¨ªamos a Sabines. A ¨¦l le hubiera gustado saber que ella eligi¨® su voz para cursar por el ¨²ltimo de los mil sue?os que cruz¨® despierta. Yo no alcanc¨¦ a cont¨¢rselo.
Al poco tiempo fui a despedirme de ¨¦l a su velorio lleno de gente desolada. Abrac¨¦ a sus hijos como si fueran mis hermanos, bes¨¦ la caja de madera que guardaba sus huesos y agradec¨ª el privilegio de haberlo visto vivir en el mismo siglo que yo.
Como el agua, Jaime Sabines pertenece a cada de uno de nosotros con una naturalidad que resulta ¨²nica. En M¨¦xico sus libros se cargan y se leen como amuletos. Lo hemos querido de mil modos, cada quien a su modo, cada uno como nadie. A cada cual Sabines le ha dicho cosas como escritas nada m¨¢s para sus ojos, para su exacta pena y su alegr¨ªa. Por eso todos creemos que es m¨¢s nuestro que de ning¨²n otro. Y hemos o¨ªdo a solas:
"Lo que so?aste anoche, lo que quieres, est¨¢ tan cerca de tus manos, tan imposible como tu coraz¨®n, tan dif¨ªcil como apretar tu coraz¨®n".
Decimos a Sabines a media noche y de madrugada, toda una tarde y toda una semana. Llevamos y traemos sus libros como el testamento que nos explica de qu¨¦ se trata el milagro de estar vivos. Y de casi cualquier mal nos alivia leer:
"Si sobrevives, si persistes, canta, sue?a, emborr¨¢chate.
Es el tiempo del fr¨ªo: ama, apres¨²rate. El viento de las horas barre las calles, los caminos.
Los ¨¢rboles esperan: t¨² no esperes. ?ste es el tiempo de vivir, el ¨²nico".
El br¨ªo de una voz directa
Jaime Sabines, poeta (Tuxtla Guti¨¦rrez, Chiapas 1926-M¨¦xico 1999). Licenciado en Lengua y Literatura Espa?ola por la Universidad Nacional Aut¨®noma de M¨¦xico. Fue diputado federal por el Estado de Chiapas (1976-1979) y diputado en el Congreso de la Uni¨®n. Premio Villaurrutia en 1973 y premio nacional de Literatura en 1983. Cultiv¨® una poes¨ªa comunicativa y directa: Horal, La se?al, Ad¨¢n y Eva, Tarumba y Yuria, entre otras.
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