El hombre que mat¨® a su mujer
Es imposible para un europeo viajar por Ruanda sin hacer comparaciones constantes entre lo que ocurri¨® all¨ª en 1994 y el exterminio de los jud¨ªos a manos de los nazis. A veces, lo que viene a la mente son im¨¢genes de pel¨ªculas. La historia de un hombre con el que he hablado combina el hero¨ªsmo de La lista de Schindler, el filme sobre el alem¨¢n que arriesg¨® su vida para salvar a jud¨ªos de las c¨¢maras de gas, con la angustia de La decisi¨®n de Sophie, en el que Meryl Streep encarnaba a una madre obligada por los nazis a decidir cu¨¢l de sus dos ni?os deb¨ªa morir.
En ambos casos, Hollywood estir¨® los l¨ªmites de la credibilidad, en un retrato de la vida que, para la mayor¨ªa de los espectadores, representaba el extremo m¨¢s absoluto de la experiencia humana. Ruanda, en el coraz¨®n del continente en el que empez¨® la vida, lleva esos l¨ªmites m¨¢s lejos. Fuera como v¨ªctimas o como c¨®mplices de un genocidio en el que el promedio de personas asesinadas cada d¨ªa -entre el desayuno y el almuerzo-, durante cien d¨ªas, igual¨® el n¨²mero de muertos en el World Trade Center el 11 de septiembre, todos los ruandeses han experimentado un horror de intensidad inconcebible para los europeos occidentales contempor¨¢neos, e inimaginable para casi todo el resto del mundo.
La ¨²nica bendici¨®n fue que los ni?os no tuvieron que ver con sus propios ojos lo que ocurr¨ªa
"Era una tumba muy poco profunda... pero, por suerte, se la llevaron a la iglesia cat¨®lica de Nyamata", dice el viudo
"El jefe dijo: 'Coge esta panga y m¨¢tala. O te mataremos a ti'. Cog¨ª la panga, la agarr¨¦ con fuerza, pero no pude"
Ahora bien, incluso en semejante contexto, la historia de Marcelin Kwibueta, que acaba de ser amnistiado tras pasar nueve a?os en prisi¨®n por matar a su mujer, es un caso aparte.
Para llegar al lugar al que Marcelin ha vuelto para vivir con sus siete hijos se va por carreteras por las que a duras penas entra el todoterreno, una subida tras otra en el llamado Pa¨ªs de las Mil Colinas, y se llega cubierto de polvo. Un polvo rojo. La tierra de Ruanda es roja. Seguramente era roja antes del genocidio, pero llama la atenci¨®n. Ochocientos mil cuerpos humanos cortados en pedazos en el pa¨ªs m¨¢s peque?o y densamente poblado de ?frica son mucha sangre. Y fue especialmente abundante aqu¨ª, en Nyamata, famosa en la propia Ruanda por su iglesia cat¨®lica que se convirti¨® en el Auschwitz local, una f¨¢brica de muerte.
Marcelin era razonablemente pr¨®spero, para lo habitual en la zona, hasta que se produjo el genocidio. Es decir, era un agricultor de subsistencia capaz de leer y escribir y que consegu¨ªa salir adelante con lo que produc¨ªa su tierra, sobre todo pl¨¢tanos que vend¨ªa o intercambiaba en los d¨ªas de mercado. Como m¨ªnimo, alimentaba y vest¨ªa a su familia. Su hogar tiene muros de barro y carece de electricidad, pero dispone de algo que es un lujo aqu¨ª, suelos de cemento. Nos sentamos a hablar en una habitaci¨®n de esa casa, pr¨¢cticamente desnuda salvo por algunos taburetes y -en una especie de anhelo desesperado de otra vida m¨¢s all¨¢ del mundo peque?o y terrible en el que habita- un mapamundi en una pared. No hay ventanas, pero es un alivio estar en la oscuridad, lejos del sol de mediod¨ªa, y una tranquilidad -teniendo en cuenta la conversaci¨®n que nos espera- estar lejos de los ni?os, que juegan en el patio.
Marcelin es hutu. Su mujer era tutsi. Por eso la mat¨®. Y eso es todo lo que sab¨ªa yo al entrar en su caba?a de barro.
Su aspecto es la primera sorpresa. Parece en forma, sano y bien alimentado, a pesar de haber estado casi una d¨¦cada en una de las prisiones m¨¢s pobladas de la Tierra. No parece ni se comporta con arreglo a lo que se imagina en un asesino a sangre fr¨ªa. Delgado, cuidado, joven para sus 47 a?os, va limpiamente vestido con una camisa amarilla y unos pantalones verdes. Tiene un bigote recortado y lleva un crucifijo colgado del cuello. Habla con suavidad, con poca emoci¨®n, sin ning¨²n intento de suscitar ni simpat¨ªa ni esc¨¢ndalo. No gesticula, no eleva ni baja dram¨¢ticamente la voz. Simplemente, cuenta lo que pas¨®.
"Los asesinos llegaron a casa el 14 de abril, m¨¢s o menos una semana despu¨¦s de que empezara el genocidio. Eran unos sesenta, todos armados con pangas o porras. Rodearon la casa, as¨ª que no hab¨ªa posibilidad de escapar. Les esper¨¢bamos. Mi mujer figuraba en una lista. Su familia era importante entre los tutsis de esta zona. Estaban todos en la lista". En realidad, todos los que murieron en el genocidio de Ruanda estaban en una lista. De acuerdo con las ¨®rdenes del Gobierno central de Kigali, las autoridades locales de cada pueblo y cada ciudad hab¨ªan examinado certificados de nacimiento y otros documentos oficiales para elaborar las listas de la gente condenada a morir, que eran todos y cada uno de los tutsis del pa¨ªs. La preparaci¨®n fue meticulosa. Parte del plan era denunciar como colaboradores -y, por tanto, condenarles tambi¨¦n a muerte- a los hutus que no quisieran participar en la carnicer¨ªa.
"Agarraron a mi mujer, la golpearon en la cabeza y la cortaron con una panga. Pero ella segu¨ªa en pie. El jefe del grupo me dijo que ten¨ªa que acabar con ella. Ten¨ªa que matar a mi propia esposa. Me resist¨ª. No pod¨ªa. Acababa de dar a luz a un ni?o. El ni?o ten¨ªa dos d¨ªas. Pero no escucharon. Se enfurecieron. El jefe dijo: 'Coge esta panga y m¨¢tala. O te mataremos a ti'. Cog¨ª la panga, la agarr¨¦ con fuerza, pero no pude... la dej¨¦ caer al suelo".
Sin salida
Marcelin sab¨ªa que la situaci¨®n no ten¨ªa salida. Su esposa -se llamaba Fran?oise y ten¨ªa 27 a?os- era una mujer muerta, tanto si lo hac¨ªa ¨¦l como si no. Los asesinos ya hab¨ªan estado ocupados en el barrio. Hab¨ªan matado a los padres de Fran?oise, a sus hermanos, a sus sobrinos. En total, 20 personas. Habr¨ªan sido m¨¢s si Marcelin no hubiera avisado a algunos otros parientes de su mujer, si no les hubiera ayudado a encontrar escondites. Pero no hab¨ªa podido actuar con la suficiente rapidez para ocultar a su familia. Eran demasiados. ?l era demasiado conocido. Su ¨²nica esperanza era que, como ¨¦l era hutu, perdonasen la vida a su mujer. Pero, cuando vio la mirada que ten¨ªan los que fueron a su casa, supo que no hab¨ªa nada que hacer. A primera vista parec¨ªan seres humanos, pero ten¨ªa tantas posibilidades de razonar con ellos como si hubieran sido una jaur¨ªa de hienas. Hab¨ªan perdido la capacidad de compasi¨®n. El instinto sanguinario se hab¨ªa adue?ado por completo de ellos.
La ¨²nica bendici¨®n fue que los ni?os no tuvieron que ver con sus propios ojos lo que ocurr¨ªa. Cinco de los hijos de Marcelin eran de su primera mujer, que hab¨ªa muerto por causas naturales. Ella era hutu, as¨ª que, te¨®ricamente, los ni?os no corr¨ªan peligro. Pero eso val¨ªa tambi¨¦n para los tres hijos de Fran?oise, de dos y cuatro a?os, adem¨¢s del reci¨¦n nacido, porque en Ruanda existe la idea de que la identidad ¨¦tnica se transmite por l¨ªnea paterna. "Los ni?os estaban presentes cuando llegaron los asesinos, pero ¨¦stos les dijeron que se fueran. Antes de que salieran, mi mujer habl¨® un instante con ellos. Habl¨® con mi hija mayor, que entonces ten¨ªa 12 a?os, y le pidi¨® que cuidara de los ni?os despu¨¦s de su muerte. Luego abraz¨® a cada uno y les dijo adi¨®s. Y los ni?os se fueron".
Entonces fue cuando los hombres ofrecieron a Marcelin su elecci¨®n imposible. "Dijeron que, si no mataba a mi mujer, asesinar¨ªan a todos mis hijos y destruir¨ªan mi casa, para luego matarme a m¨ª. Varios empezaron a perseguir a los ni?os, a los que mi hija mayor se estaba llevando por la carretera hasta un lugar detr¨¢s de unos pl¨¢tanos, desde donde no pod¨ªan ver la casa. Mi mujer me mir¨®, desesperada. Me rog¨®: '?M¨¢tame! ?M¨¢tame ya, por favor!'. Nos fuimos a la parte posterior de la casa, para asegurarnos de que no nos vieran los ni?os, aunque ellos sab¨ªan exactamente lo que ocurr¨ªa. Cog¨ª una azada, una azada larga, para darle con ella. Estaba como ciego. No pod¨ªa ver. La golpe¨¦ una y otra vez, en la parte posterior de la cabeza, hasta que muri¨®".
Hab¨ªa pensado preguntarle si tuvo tiempo de decirle unas ¨²ltimas palabras a su esposa. Hab¨ªa pensado pedirle que me describiera aquellos ¨²ltimos momentos de agon¨ªa antes de matarla, pero llega un momento -y ¨¦ste lo es, sin ninguna duda- en el que hay que contener la curiosidad period¨ªstica, en el que hay que sopesar el impacto del reportaje que se va a escribir frente a los sentimientos de la persona a la que se est¨¢ entrevistando. No se derrumba entre sollozos como habr¨ªa sido razonable esperar que hiciera en el momento del relato en el que declara muerta a su mujer. Pero su voz, casi mon¨®tona durante las dos horas que pasamos juntos, s¨ª es uno o dos registros m¨¢s baja. Y, a trav¨¦s de la piadosa oscuridad de la habitaci¨®n, me parece vislumbrar unos ojos llorosos.
Lo que ocurri¨® a continuaci¨®n, prosigue Marcelin reanudando su relato, fue que, con la ayuda de algunos vecinos hutus, enterr¨® r¨¢pidamente a su mujer en el mismo lugar en el que la hab¨ªa matado. Luego se fue con los asesinos, una banda ambulante, que recorr¨ªa sin cesar el territorio en busca de m¨¢s presas tutsis. ?Por qu¨¦ se fue con ellos? "Porque me obligaron. Otra vez me encontr¨¦ sin opci¨®n. Ten¨ªan sospechas de que hab¨ªa ayudado a algunos tutsis y quer¨ªan vigilarme". ?Y obligarle a matar a otros? "S¨ª, pero no pude. Por ejemplo, descubrieron a una chica de 18 a?os a la que hab¨ªa ayudado a esconderse en mis tierras. Me ordenaron que la matara. En esta ocasi¨®n, cuando me negu¨¦, los dem¨¢s se apresuraron a despedazarla. Era otra familiar de mi mujer".
Dice que nunca mat¨® a nadie durante las semanas que pas¨® con los cazatutsis. "Pero, cuando persegu¨ªamos a alguien, s¨ª participaba. Ayud¨¦ a capturarlos". Eso s¨ª, s¨®lo cuando daba igual que se mostrara dispuesto o no. Y sostiene que hizo buen uso de su presencia forzosa. "No estaba con el grupo todo el tiempo y, cuando estaba por mi cuenta, avisaba a la gente de que se aproximaban o les ayudaba a esconderse. Tambi¨¦n daba al grupo informaciones falsas y les llevaba a lugares equivocados, para confundirles y dar a la gente oportunidad de escapar".
De pronto, la hija mayor que tuvo con Fran?oise entra en la habitaci¨®n. Se llama Muchashyka. Tiene 12 a?os y lleva un vestido blanco extra?amente adornado, como el que debi¨® de llevar para hacer la primera comuni¨®n. Porque Marcelin es cat¨®lico practicante como la mayor¨ªa de los ruandeses. El padre le dice a la ni?a que se vaya. ?Alguna vez le ha preguntado la ni?a sobre lo que pas¨®? Le pregunto si el problema al que se enfrenta ahora la gente en todo el pa¨ªs es c¨®mo vivir junto a los 40.000 asesinos que acaban de salir de la c¨¢rcel con una amnist¨ªa como la suya, ?qu¨¦ pasa con ¨¦l, que tiene que vivir en la misma casa que los ni?os a cuya madre mat¨®?
La ni?a sabe lo que pas¨®
"La ni?a sabe lo que pas¨®, pero no hace preguntas. Es m¨¢s, al terminar el genocidio en 1994, su t¨ªo vino a ver la tumba y le pregunt¨® a Muchashyka qu¨¦ hab¨ªa ocurrido. Ella no ten¨ªa m¨¢s que cuatro a?os, pero le dijo: 'Mi padre la mat¨®, con un grupo de hombres'. Entonces me detuvieron y me enviaron a prisi¨®n". Insisto: ?pero qu¨¦ piensan los ni?os? Llama a su hija mayor, Claudette, que ahora tiene 22 a?os, para que se siente con nosotros. Claudette, de aspecto saludable y fuerte, cosas que ha necesitado ser durante los ¨²ltimos nueve a?os, se sienta en el suelo y, con la mirada fija en la distancia, empieza a hablar, y hablar, y hablar, para corroborar el relato de su padre y revivir la serie de calamidades, casi incre¨ªble, que ha llenado su joven vida. "Viv¨ªamos felices con Fran?oise. Llevaban d¨ªas busc¨¢ndola y ella siempre encontraba un sitio en el que esconderse con ayuda de mi padre. Hasta que un d¨ªa, el d¨ªa en el que la mataron, decidi¨® que ya no pod¨ªa m¨¢s. Dijo que estaba harta de esconderse. Nos dijo adi¨®s. Fue muy triste. No fue culpa de mi padre. No pudo hacer nada. No ten¨ªa elecci¨®n, y ella lo sab¨ªa. Siempre hab¨ªamos vivido felices con ella. Me dijo que ten¨ªa que ser la madre de la familia y rog¨® a los hombres que no la mataran delante de sus hijos".
Samaritanos
Cuando su padre se fue con los asesinos, Claudette logr¨® encontrar a unos buenos samaritanos, como dice ella, para que cuidaran del ni?o reci¨¦n nacido. Pero el beb¨¦ muri¨® un mes despu¨¦s, de neumon¨ªa. Cuando detuvieron a su padre, les quitaron la casa y ella se fue con sus seis hermanos a otra ciudad a 50 kil¨®metros de distancia (un viaje ¨¦pico en Ruanda para gente probre), para vivir con su abuelo paterno. ?l muri¨® un par de a?os despu¨¦s y, con una historia cuyos detalles merecen ser contados en un libro, Claudette sobrevivi¨® de la misma forma que lo han hecho cientos de miles de familias hu¨¦rfanas en Ruanda desde el genocidio: a pesar de tener todo en contra y con la oportuna ayuda en los momentos verdaderamente desesperados de bondadosos desconocidos.
Marcelin se pudr¨ªa en prisi¨®n. "Cont¨¦ la verdad de lo que hab¨ªa ocurrido inmediatamente despu¨¦s de ser detenido y, como hab¨ªa supervivientes tutsi que pod¨ªan confirmar mi historia, estaba seguro de que pronto me conceder¨ªan la libertad. Pero el tiempo pasaba y yo segu¨ªa en la c¨¢rcel. Enferm¨¦. Padec¨ªa asma. Claro que lo peor era la preocupaci¨®n por mis hijos, por c¨®mo iban a sobrevivir. Pero Claudette ha sido muy fuerte. Todav¨ªa hoy sigue cuidando de los ni?os".
Segu¨ªa en la c¨¢rcel porque el sistema judicial en Ruanda ha sido el caos. Un pa¨ªs tan peque?o y tan pobre no est¨¢ equipado para mantener a 120.000 personas en prisi¨®n. Pero no tienen m¨¢s remedio que encerrarles, plenamente conscientes de que un n¨²mero similar de asesinos, por lo menos, permanece en libertad. No obstante, las autoridades locales de Nyamata han confirmado la veracidad de la historia de Marcelin y se han encargado de que le devolvieran su casa. "La gente de aqu¨ª sabe que he pecado, pero que no soy culpable, porque saben que hice lo que hice debido a presiones que no pude resistir y saben que ayud¨¦ a gente a sobrevivir".
Salimos a la parte posterior de la casa. Es un lugar hermoso, campos llenos de pl¨¢tanos de anchas hojas y colinas verdes alrededor. Me lleva al sitio exacto en el que mat¨® y enterr¨® a su mujer. Ya no est¨¢ all¨ª. "Era una tumba muy poco profunda... pero, por suerte, se la llevaron a la iglesia cat¨®lica de Nyamata", dice el viudo, con la mirada fija en la tierra roja. "All¨ª tuvo un entierro digno, un gran funeral por los miles de habitantes que fueron asesinados. Me alegro de que fuera as¨ª. Yo no tuve tiempo de enterrarla como era debido. Me obligaron", explica como disculp¨¢ndose, como si le hablara a su difunta esposa.. "Es que me presionaron tanto...".
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