Las viudas del genocidio
El fil¨®sofo Bertrand Russell, al saber de los sucesos de Ruanda, habl¨® de "la matanza m¨¢s horrible y sistem¨¢tica que hemos tenido ocasi¨®n de presenciar desde el exterminio de los jud¨ªos por parte de los nazis". Se refer¨ªa a la matanza de tutsis a manos de los hutus en 1959, en la que murieron 20.000 personas. Uno se pregunta, si hubiera vivido, qu¨¦ habr¨ªa pensado de los horrores de 1994, cuando -con una diligencia de preparaci¨®n y un ritmo de ejecuci¨®n que ni siquiera Hitler pudo igualar- el Gobierno hutu organiz¨® la matanza de 800.000 tutsis en 100 d¨ªas.
Despu¨¦s de la II Guerra Mundial, los nazis, en general, se quedaron en Alemania, y los jud¨ªos supervivientes se fueron a Israel y a las Am¨¦ricas. En Ruanda no es posible tal separaci¨®n. El n¨²mero de personas que participaron personalmente en la matanza de inocentes fue mucho mayor que en la Alemania nazi. Con sus propias manos, unos vecinos mataron a otros, los maestros a los estudiantes, los t¨ªos a los sobrinos, los maridos a las mujeres. Ahora que est¨¢n de nuevo en libertad, en un pa¨ªs en el que el 90 % de la poblaci¨®n vive en la pobreza m¨¢s absoluta, no tienen m¨¢s opci¨®n que volver a casa y vivir entre sus v¨ªctimas.
A Dorothy, embarazada de ocho meses, la violaron minutos despu¨¦s de matar a su marido
Las viudas reflejan de forma instintiva el razonamiento que ha movido al Gobierno a liberar a los presos
Unas tumbas abiertas detr¨¢s de la iglesia son el recordatorio m¨¢s brutal de lo que ocurri¨® aqu¨ª
?Es posible que salga bien? El Gobierno piensa que los indicios son prometedores. Si no, el Frente Patri¨®tico de Ruanda, en el poder, no habr¨ªa decidido que hab¨ªa llegado el momento de celebrar las primeras elecciones en el pa¨ªs desde el genocidio. Las elecciones se celebran el lunes 25 de agosto. Sorprendentemente, el FPR, el antiguo movimiento rebelde tutsi que detuvo el genocidio cuando se hizo con el poder en julio de 1994, parece seguro de ganar. Sorprendentemente, porque los tutsis constituyen el 14% de la poblaci¨®n, y los hutus el 85%. La gente que instig¨® el genocidio hablaba del asc¨¦tico l¨ªder del FPR, Paul Kagame, como si fuera el demonio, pero hoy es el protector y patriarca benevolente de la naci¨®n. Se ha hecho con la confianza de la poblaci¨®n hutu gracias a que comparte el poder en el Gobierno con ellos y les ha ofrecido cargos importantes en el Gabinete; ha prometido seguir compartiendo el poder si es reelegido; y ha proporcionado paz y estabilidad durante nueve a?os. Pero, sobre todo, porque no ha buscado la venganza. A Nelson Mandela se le considera un santo viviente por su capacidad de perdonar a sus torturadores blancos. ?Qu¨¦ es Kagame, entonces? La dimensi¨®n del crimen cometido contra los tutsis fue tal que la decisi¨®n de Kagame de perdonar al pueblo hutu, de conceder el indulto a 40.000 asesinos hutu, es de una generosidad que ni el propio Jesucristo habr¨ªa podido imaginar.
Un pa¨ªs cristiano
?C¨®mo han hecho estas personas para presentar la otra mejilla? Un factor a favor de Ruanda, a diferencia, por ejemplo, del conflicto de Oriente Pr¨®ximo (donde, en comparaci¨®n, el n¨²mero de muertos ha sido un grano de arena en el desierto), es que la religi¨®n no es un factor de divisi¨®n. Ruanda es el pa¨ªs m¨¢s cristiano de ?frica. La mayor¨ªa es cat¨®lica. Aunque el temor de Dios parece haber disminuido con los a?os. En 1994 no detuvo el pecado mortal como s¨ª lo hab¨ªa hecho en 1959; entonces, los asesinos hab¨ªan mostrado m¨¢s respeto por la tradici¨®n medieval del santuario. A los tutsis que se refugiaban en las iglesias les dejaron vivir. De forma que, en 1994, lo recordaron, y, cuando comenz¨® la matanza, su primer impulso fue correr al lugar de culto m¨¢s cercano. Pero, en esta ocasi¨®n, las viejas normas ya no val¨ªan: las ¨®rdenes llegadas de arriba eran -como corresponde al verdadero significado de genocidio (una palabra, por cierto, de la que se abusa escandalosamente en estos tiempos)- erradicar a los tutsis de la faz de la tierra. De ah¨ª que, en una ciudad tras otra, el lugar en el que los cuerpos se amontonaban y corr¨ªan r¨ªos de sangre fuera siempre la iglesia local.
Entre ellas, es famosa la Iglesia cat¨®lica de Nyamata, ante cuyas puertas he pasado una ma?ana hablando con una docena de mujeres cuyos esposos e hijos murieron asesinados en el interior. Pertenecientes, todas ellas, a AVEGA (Association des Veuves du G¨¦nocide), una organizaci¨®n que necesita toda la ayuda que se le pueda dar, hace poco han a?adido una nueva carga a la pena y el desamparo que las acompa?an desde hace una d¨¦cada. Los asesinos -las personas a las que, en muchos casos, vieron con sus propios ojos despedazar a sus maridos y a sus hijos miembro a miembro- han vuelto a la ciudad. Han vuelto porque cumplen los requisitos del Gobierno para obtener la amnist¨ªa: confesi¨®n y arrepentimiento p¨²blico.
Hoy, los genocidas excarcelados se pasean por el remoto y polvoriento pueblo de Nyamata, en el coraz¨®n geogr¨¢fico de ?frica, con tanta libertad y tanta sencillez como si lo que ocurri¨® en 1994 no hubiera sucedido jam¨¢s, como si todo hubiera sido un mal sue?o. Sin embargo, sentado en torno a la mesa delante de la iglesia con estas mujeres -todas vestidas con largos trajes de algod¨®n naranjas, verdes y rojos: colores de fiesta que desentonan con el ambiente funerario predominante-, descubro que el recuerdo del terror sigue siendo una herida muy viva. O¨ªr sus relatos ofrece una idea de los extraordinarios esfuerzos que habr¨¢ que hacer, de hasta qu¨¦ l¨ªmites sin precedentes va a haber que empujar el umbral de tolerancia humana, para que hutus y tutsis puedan convivir en paz.
Para empezar, est¨¢ lo que ocurri¨® en la iglesia. Immaculata, una mujer con aire de autoridad, es la primera en hablar. "Mi madre, mi padre, mi hermana y mis hermanos murieron asesinados dentro de esta iglesia", dice. "Cometieron el error de creer que, como era la casa de Dios, la gente tendr¨ªa miedo de hacer esas cosas aqu¨ª. Sobre todo, porque los que les persegu¨ªan eran los mismos que hab¨ªan estado sentados con ellos en misa todos los domingos, hab¨ªan sido bautizados aqu¨ª, aqu¨ª hab¨ªan recibido la primera comuni¨®n". Immaculata es un ejemplo cl¨¢sico de tutsi: alta, de nariz fina, con una elegancia majestuosa. Muchos tutsis, tras generaciones de cruce con los hutus, han perdido esa imagen peculiar, la ¨²nica cosa que separa a dos pueblos que, por lo dem¨¢s, comparten el mismo idioma y las mismas costumbres. Curiosamente, aunque vio c¨®mo despedazaban a su marido en casa, ella sobrevivi¨®. Como tanta otra gente: escondi¨¦ndose en una letrina. Los asesinos sol¨ªan arrojar los cuerpos de las v¨ªctimas a los pozos profundos que sirven de retretes comunes para la mayor¨ªa de los ruandeses. Immaculata sangraba de tal forma, por un enorme clavo que le hab¨ªan hundido en la espalda, que creyeron que estaba muerta.
Pero en la iglesia no se produjeron esos despistes. All¨ª fue asesinado todo el mundo. "Primero, mientras cerraban las puertas, dispararon balas desde arriba", dice Immaculata, mientras se?ala los agujeros que convirtieron el tejado de zinc de la iglesia en un colador. "Luego hicieron saltar la puerta con granadas, entraron y asesinaron a los hombres, las mujeres y los ni?os con sus machetes, hasta que no qued¨® nadie vivo. 3.000 personas".
Y ah¨ª est¨¢n las pruebas que lo demuestran. Unas tumbas abiertas detr¨¢s de la iglesia son el recordatorio m¨¢s brutal de lo que ocurri¨® aqu¨ª. Hay que bajar un par de escalones de piedra y entonces, a lo largo de un foso abierto a la derecha y otro a la izquierda, cada uno de aproximadamente 30 metros de largo, se ven filas de cr¨¢neos y huesos cuidadosamente colocados. La misma imagen que nos recibe en una cripta dentro de otra iglesia, donde el lugar de honor lo ocupan los restos postrados de una madre embarazada a la que empalaron, junto con el feto, con una gran estaca, como si fuera un kebab.
Dorothy, una de las mujeres m¨¢s j¨®venes de este grupo tan colorido, estaba embarazada de ocho meses cuando se produjo el genocidio. La violaron minutos despu¨¦s de matar a su marido. Una violaci¨®n en grupo. Como la mayor¨ªa de las mujeres que sobrevivieron. Estaba embarazada de gemelos. Y nacieron en julio, despu¨¦s de que llegaran las fuerzas de liberaci¨®n. Pero tuvo que pasar cuatro meses en el hospital, no para recobrarse del parto, que fue muy doloroso -le hab¨ªan dado patadas repetidamente en el est¨®mago-, sino por la paliza que recibi¨® con un mortero y un garrote, y que le dej¨® hematomas en todo el cuerpo y la cabeza. "Estaba completamente hinchada", dice. "Me dejaron ciega del ojo izquierdo".
Y todav¨ªa hay m¨¢s (¨¦stas son las historias m¨¢s terribles del mundo). Hace dos a?os, uno de los gemelos de Dorothy -los dos, chicos- muri¨®. Era seropositivo. Hab¨ªa adquirido el virus de su madre, que, hasta ese momento, no se hab¨ªa dado cuenta de que se infect¨® cuando la violaron. Ahora entiende mejor por qu¨¦ se ha encontrado mal a menudo desde el genocidio. "Mi mayor miedo es caer gravemente enferma, un d¨ªa, y morir, porque entonces dejar¨¦ a mi otro ni?o solo en el mundo".
Muchas otras que no estaban embarazadas antes del genocidio se quedaron en esos d¨ªas. Muchas tuvieron hijos que despu¨¦s han muerto de sida. Algunas eludieron el virus pero, en algunos casos, sufrieron otro destino peor. Como la hija de la mujer de m¨¢s edad en el grupo de la iglesia, Dorothea. "Mi hija tiene la mente trastornada", dice. "No sirve para nada. Tiene 23 a?os pero no puede hacer nada por s¨ª sola. La experiencia la destruy¨®". Primero, mataron a su padre (el marido de Dorothea), luego a sus cuatro hermanos y sus dos hermanas, y luego la violaron, un d¨ªa tras otro, hasta que termin¨® todo, tres meses despu¨¦s. Result¨® embarazada.
Antes del genocidio, ?qu¨¦ tal ni?a era?, le pregunto a su madre. "Era una chica de 14 a?os, que estaba en la escuela como los dem¨¢s", contesta Dorothea. "No ten¨ªa problemas". El ni?o que tuvo, medio tutsi y medio hutu, tiene ya casi nueve a?os. "Pero no siente nada por ¨¦l", explica Dorothea. "?C¨®mo va a poder? No siente nada por s¨ª misma". ?Y c¨®mo est¨¢ ese ni?o concebido en el odio? ?Tambi¨¦n ¨¦l est¨¢ trastornado? "No. Es normal. Tan normal como era mi hija a su edad". Porque, contin¨²a Dorothea, ella cuida de ¨¦l, hace de madre. ?Y quiere al ni?o? "S¨ª, claro que s¨ª", responde. "Le quiero".
Las dem¨¢s viudas, las que han visto a amigas y vecinas morir como moscas, del sida que adquirieron de los violadores que hab¨ªan matado a sus maridos, asienten, murmuran, en algunos casos gimen. Se han reunido ante la iglesia especialmente para hablar con el visitante extranjero, y todas est¨¢n impacientes por tener la palabra. Paso de una a otra y les pido que me cuenten a cu¨¢ntos familiares perdieron en el genocidio. Todas sufrieron de forma inimaginable. Consensa perdi¨® a cuatro de sus seis hijos. Emeretia perdi¨® a los tres que ten¨ªa. Valerie, a seis de ocho, el m¨¢s peque?o con un a?o. Y resulta que Immaculata perdi¨® a cinco de siete. En cada caso, pr¨¢cticamente sin excepci¨®n, vieron c¨®mo despedazaban a sus hijos -brazos, piernas, cuellos-, conscientes de que, al acabar, esos mismos hombres las iban a violar, todav¨ªa empapados en la sangre de los ni?os.
Le pregunto a Dorothea si el hecho de querer al ni?o de su hija significa que puede vivir en paz con los hombres que destruyeron sus vidas, los presos que acaban de salir en libertad. Responde sin vacilar. "A no ser que vuelvan a matar, s¨ª", afirma, decidida a avanzar, a seguir viviendo la vida, o lo poco que queda de ella.
De pronto, surge una ligera conmoci¨®n en el grupo cuando una de las mujeres gru?e, se levanta y corre -literalmente-, corre alej¨¢ndose por la carretera. "Mataron a toda su familia", explica Immaculata. "Su marido, sus hijos, su madre, su padre, sus hermanos... todos. El otro d¨ªa la encontramos junto a un puente, dispuesta a saltar. A punto de suicidarse". ?Por qu¨¦ ahora, despu¨¦s de tantos a?os? "Fue el d¨ªa en el que se enter¨® de que los presos volv¨ªan al pueblo".
En cierto modo, su reacci¨®n fue la m¨¢s natural del grupo. Lo asombroso es que no se hayan suicidado todas ellas. Lo asombroso es que el cuerpo y el alma se mantengan en pie, que el coraz¨®n no se rompa ante tanta amargura y tanto dolor. Y, sin embargo, es posible. Immaculata habla por todas cuando ofrece una especie de disculpa en nombre de los asesinos y dice que estaban pose¨ªdos por el demonio. "Han hablado con nosotras y nos han dicho que no saben qu¨¦ pudo impulsarles", dice. "Hemos tenido reuniones en el pueblo en las que han confesado lo que hicieron y se han disculpado, nos han pedido perd¨®n". ?Y les han perdonado? "S¨ª", afirma. "Ahora nos reunimos, nos hablamos e incluso vamos juntos a la iglesia. La vida sigue. No tenemos opci¨®n".
Las viudas reflejan de forma instintiva el razonamiento que ha movido al Gobierno a decidir la liberaci¨®n de los presos. Paul Kagame y el resto del FPR son hijos de los que huyeron del genocidio en 1959 y se exiliaron en la vecina Uganda. Perdieron a familiares entonces, y volvieron a perderlos en 1994. Desde entonces, han emprendido una pol¨ªtica que clama contra el deseo instintivo de venganza que deben de sentir. Todo lo que hacen -incluida la guerra en Congo contra los hutus que hab¨ªan atravesado la frontera para volver, como advirtieron, a acabar de una vez y por todas con los tutsi- est¨¢ definido por el mismo principio que manten¨ªan los jud¨ªos despu¨¦s del holocausto: Nunca M¨¢s. Persiguen la reconciliaci¨®n con el mismo fervor con el que el anterior Gobierno sembr¨® la divisi¨®n y el odio. No porque sea la mejor ruta desde el punto de vista moral, sino porque es la ¨²nica que hay. Han pensado que, para que el pa¨ªs no contin¨²e en un ciclo interminable de autodestrucci¨®n, el pragmatismo debe tener prioridad sobre las ideas puras de justicia.
Coexistir con el enemigo
Aparte de la mujer que sali¨® corriendo, la ¨²nica viuda que parece algo esc¨¦ptica sobre las esperanzas de una paz duradera -sobre la idea de que una sociedad tan gravemente da?ada pueda recuperar alg¨²n tipo de normalidad- es Dorothy, la que contrajo el virus del sida. As¨ª que le pregunto si ella tambi¨¦n cree que puede coexistir con sus torturadores, pese a saber que ellos seguramente vivir¨¢n hasta una edad avanzada, mientras que ella podr¨ªa morir antes que ellos. "Al principio, no pod¨ªa soportar su vista", responde. "Pero acud¨ª a algunas sesiones en las que hablaron y pidieron perd¨®n por lo que hab¨ªan hecho. Y estoy super¨¢ndolo. Ahora les miro cuando me cruzo con ellos en la calle, y suelen retraerse porque saben que soy una v¨ªctima". ?Cree que la c¨¢rcel les ha cambiado, que no volver¨¢ a ocurrir? Duda antes de responder. "La c¨¢rcel ha cambiado a muchos, eso es lo que quiero creer. Pero, al mirarles a algunos a los ojos, se puede ver que no han perdido la maldad".
Es una desviaci¨®n de la l¨ªnea oficial, pero se oye un murmullo de asentimiento entre las mujeres del grupo. Immaculata cierra los ojos y mueve suavemente la cabeza, como reconociendo que la tarea que han emprendido ella y su pa¨ªs es imposiblemente ambiciosa. Les doy la mano a todas, les pido disculpas por la terrible experiencia que les he hecho revivir, les deseo suerte y entro en la iglesia vac¨ªa en la que, hace nueve a?os y medio, cientos de cristianos, armados con machetes, emprendieron una carnicer¨ªa tan enfebrecida que no hubo en el cielo ni en la tierra fuerza capaz de deternerla. Los bancos han desaparecido, las ventanas no tienen cristales. No se ha vuelto a decir misa aqu¨ª desde la matanza. S¨®lo quedan los huesos. Los huesos y una cosa m¨¢s: una estatua de la Virgen Mar¨ªa, alta, blanca y esbelta, sobre un peque?o podio situado a la derecha y por encima de donde antes estaba el altar. Con la cabeza inclinada hacia un lado, mira hacia abajo, hacia donde antes se arrodillaban los fieles -los fieles a cuyas ¨²ltimas plegarias no pudo responder-, con las manos unidas en oraci¨®n y el rostro hermoso y beat¨ªficamente ensimismado.
Ma?ana: Leopold, el asesino / 2.
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