Una herida antigua
A mi abuelo no le gustaba el cine. Nunca entendi¨® por qu¨¦ se met¨ªa la gente en un cuarto oscuro para ver llegar un tren, cuando pod¨ªa uno ver un tren y todos los que quisiera en la estaci¨®n de Atocha, sin ir m¨¢s lejos.
De este asunto del cine no entend¨ªa nada. Para empezar, le molestaba la pantalla, porque le obligaba a mirar en una sola direcci¨®n. Cuando miro hacia delante, dec¨ªa, veo todos esos indios, pero si me giro hacia la derecha, por ejemplo, no veo nada. Tampoco soportaba que hubiese que sentarse en filas y todos juntos, como en el colegio, y no unos aqu¨ª y otros all¨¢, en fin, donde a uno le d¨¦ la gana.
Yo estaba con mi abuelo la ¨²ltima vez que fue al cine. Acab¨¢bamos de sentarnos cuando una mujer que llegaba tarde se puso a caminar entre las estrechas filas, por encima de nuestros pies, mientras trataba de encontrar a oscuras su butaca. Mi abuelo se levant¨® y le dijo con mucha educaci¨®n: "Perd¨®n, se?ora; ?no andar¨ªa usted m¨¢s c¨®moda por el suelo?".
La anciana es juzgada por el asesinato de un hombre que no s¨®lo la hab¨ªa perdonado, sino que hab¨ªa decidido seguir a su lado casi medio siglo m¨¢s
El resultado del juicio no se lo cuento, ni tampoco por qu¨¦ o en qu¨¦ circunstancias ocurri¨® el crimen. Al fin y al cabo, todav¨ªa tengo esperanzas de vender esta historia
Bresson pensaba tal vez en mi abuelo cuando escribi¨®: "Mejor el sonido de un tren que un tren". Tal vez pensaba en nosotros, para quienes todas las sonrisas eran la sonrisa de Burt Lancaster
Despu¨¦s de aquello decidi¨® no volver jam¨¢s.
Mi abuelo pertenec¨ªa a esa generaci¨®n que hab¨ªa asistido al nacimiento del cinemat¨®grafo, y tal vez por eso, por haber visto las cosas antes que el cine, se somet¨ªa mal a la mera representaci¨®n de las cosas. Los que crecimos con el cine, por la misma raz¨®n, soportamos mal la realidad.
Bresson pensaba tal vez en mi abuelo cuando escribi¨® aquel c¨¦lebre: "Mejor el sonido de un tren que un tren". Tal vez pensaba en nosotros, para quienes todas las sonrisas eran la sonrisa de Burt Lancaster, y todos los trenes se parec¨ªan a aquellos que Celia Johnson y Trevor Howard deb¨ªan decidir si tomar o no en Breve encuentro.
Los que nos hemos impuesto la absurda obligaci¨®n de escribir pel¨ªculas nos enfrentamos a menudo a esta duda fundamental: ?qu¨¦ asuntos merecen subir a la gran pantalla y cu¨¢les est¨¢n mejor donde est¨¢n? En la literatura, por ejemplo, o en la vida.
A menudo nos sentamos enfrente de un productor y tratamos de contarle una historia, con la esperanza de que esa historia merezca la pena, el esfuerzo y el dinero necesarios para convertirse en una pel¨ªcula. Hace muy poco, uno de los productores m¨¢s listos que he conocido en este negocio dudaba acerca del inter¨¦s de un proyecto que ten¨ªamos entre manos. Le dije que hab¨ªa contado la historia, por aqu¨ª y por all¨¢, a distintos amigos y que a todos parec¨ªa gustarles, a lo que ¨¦l respondi¨®: "Seguramente tus amigos no tienen que invertir seiscientos millones en ella".
Ya lo dijo Kieslowski, el problema no es d¨®nde pones la c¨¢mara, sino por qu¨¦.
Cuando Ray Bradbury viaj¨® a Irlanda para trabajar con John Huston en el gui¨®n de Moby Dick, sab¨ªa, en el fondo de su alma, que era un hombre condenado a muerte. De la mejor de las novelas, de la mejor de las historias, s¨®lo pod¨ªa salir una pel¨ªcula menor. Al fin y al cabo, en una botella de cristal, por grande que sea, s¨®lo se puede meter un barco muy peque?o. Y ninguna ballena de cart¨®n puede alcanzar el tama?o imposible de una leyenda. Esto lo entendi¨® Bergam a la primera, al darse cuenta de que el territorio natural del cine era el rostro. Y John Ford, que supo siempre que los m¨¢s espectaculares paisajes s¨®lo tendr¨ªan sentido enfrentados al tama?o de un hombre, encerrados en el marco de una puerta o divisados desde una peque?a ventana. Tambi¨¦n lo entendi¨® el propio John Huston, que se despidi¨® de este mundo y del otro con una de las mejores adaptaciones literarias que se hayan hecho nunca en cine. Al tomar un perfecto relato de Joyce y convertirlo, mediante un delicado proceso de expansi¨®n, que no de reducci¨®n, en una pel¨ªcula perfecta. En Dublineses est¨¢ todo lo que el cine es capaz de hacer por la gente y sus peque?as historias. Y es tambi¨¦n la prueba de que el cine es mejor cuando habla de cosas que no se ven, pero que existen.
En este punto es cuando el productor empezar¨ªa a darle vueltas al puro y nos pedir¨ªa que fu¨¦ramos al grano. De acuerdo, es una introducci¨®n muy larga para un cuento muy corto.
La historia empez¨® hace mucho tiempo, pero llegamos a ella al final; de hecho, cuando empezamos a escuchar la historia, el protagonista principal ya est¨¢ muerto. Y, sin embargo, la historia acaba de empezar.
Un hombre est¨¢ sentado frente al mar en alg¨²n lugar de Francia, o en cualquier otro sitio, ¨¦ste es uno de esos asuntos que viajan bien. El hombre tiene ochenta a?os y poco m¨¢s que hacer que sentarse frente al mar a pasar las tardes con un libro entre las manos. Su mujer es una adorable anciana que tal vez, seguramente, ha sido una mujer muy guapa. A¨²n conserva su larga melena recogida en un mo?o. Las mujeres, en algunas zonas de Europa, no se sienten obligadas a cortarse el pelo al cumplir los cincuenta. En Espa?a, por alguna raz¨®n que se me escapa, las mujeres se someten a esta mutilaci¨®n de manera sistem¨¢tica. El caso es que vemos al hombre que lee y a su mujer que le mira desde una ventana. De pronto, el hombre deja caer el libro, y al principio pensamos que se ha quedado dormido, pero luego nos damos cuenta de que ha muerto.
Hasta ah¨ª, nada fuera de lo normal. Y ahora es cuando empieza la historia. El forense se dispone a extender un certificado por muerte natural, sin duda el m¨¢s extra?o de los papeles firmados, cuando se encuentra con una bala alojada a tan s¨®lo mil¨ªmetros del coraz¨®n del anciano. Para su sorpresa y la de todos los que conocen a la pareja, familiares y amigos, el forense sale de la autopsia con una conclusi¨®n bien distinta: asesinato.
La polic¨ªa del peque?o pueblo costero se rasca la cabeza. No es de extra?ar, nadie oy¨® un disparo, y es m¨¢s, no hab¨ªa sangre en la ropa del hombre, ni agujero de bala, ni herida sobre su pecho. S¨ª que la hay, dice el forense, se?alando una peque?a cicatriz, pero se trata de una herida antigua. El comisario no entiende nada. Los vecinos se alarman, no hay nada que agite m¨¢s a un peque?o pueblo que un crimen. La viuda guarda silencio. Al sacar el proyectil, los expertos en bal¨ªstica determinan el momento exacto del crimen. El anciano ha muerto, concluye el comisario, por herida de bala, de arma corta, disparada hace 48 a?os.
Se inicia una investigaci¨®n, sin ¨¦xito. Es un crimen tan viejo que se han borrado ya todas las huellas.
Finalmente, traen a la ¨²nica hija de la pareja desde Par¨ªs. La hija sabe algo, pero no dice nada. El comisario presiona. La hija llora. Su madre, que no soporta verla sufrir, se decide a confesar. El misterio se aclara. La anciana, la mujer que fue seguramente muy guapa, dispar¨® contra su marido 48 a?os atr¨¢s. La bala se qued¨® alojada en el coraz¨®n y el hombre sigui¨® viviendo hasta que esa misma bala, un buen d¨ªa, acab¨® mat¨¢ndole.
La anciana es juzgada por el asesinato de un hombre que no s¨®lo la hab¨ªa perdonado, sino que hab¨ªa decidido seguir a su lado casi medio siglo m¨¢s.
El abogado defensor empieza su alegato con estas palabras: "El coraz¨®n tiene razones que la raz¨®n no entiende".
El resultado del juicio no se lo cuento, ni tampoco por qu¨¦ o en qu¨¦ circunstancias ocurri¨® el crimen. Al fin y al cabo, todav¨ªa tengo esperanzas de vender esta historia.
Como dec¨ªa Godard: "Una pel¨ªcula es una mujer y una pistola".
Puede que hasta a mi abuelo le gustase.
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