Textos sagrados
Nada mejor que empezar el mes de septiembre gast¨¢ndote una pasta en los libros de texto de tus hijos. El impacto que produce la experiencia te ahorra cualquier tentaci¨®n de s¨ªndrome posvacacional y te devuelve a la entra?able normalidad de los zombies. En la segunda planta de unos c¨¦ntricos grandes almacenes menos c¨¦ntricos de lo que parecen, una legi¨®n de disciplinados progenitores acude a recoger la lista de vol¨²menes previamente encargados. Ponen cara de resignaci¨®n y, sin que se les note, rezan para que la cosa no resulte demasiado ruinosa. Es un ritual de humillaci¨®n que tiene su lado bueno: saber que, de todos modos, acabar¨ªan gast¨¢ndose el dinero en cosas menos provechosas (remedios contra la alopecia, tr¨¢mites de divorcio, vibradores u otros instrumentos para mejorar la autoestima anunciados en la teletienda). Cojo el tique del turno de espera y observo la pantalla en la que aparecer¨¢ mi n¨²mero. Intento recordar los libros de texto que tuve de ni?o y que fraguaron mi formaci¨®n acad¨¦mica. Me doy cuenta de que me he olvidado de todos, lo cual puede ser a) culpa de los libros o b) culpa m¨ªa.
La megafon¨ªa anuncia el nuevo disco compacto de Alejandro Sanz (que lleva el toro del Guernica tatuado en el b¨ªceps, un ejemplo de pirater¨ªa gr¨¢fica poco coherente con sus canciones). Junto al mostrador, controlado por una bater¨ªa de cajas registradoras tan modernas como voraces, reina una reconfortante sensaci¨®n de deber paternal cumplido. Los dependientes demuestran su eficacia respondiendo preguntas e insistiendo en las bondades del descuento y las facilidades de pago. No hay disturbios, ni rebeliones, ni la incompetencia que detect¨¦ en otros establecimientos, y de la que ya les habl¨¦ la temporada pasada. "Este a?o los editores se est¨¢n portando muy bien", comenta una de las cajeras. La frase me da esperanzas, y me hace suponer que, en alg¨²n momento, los editores de libros de texto se portaron mal. Se manejan listas fotocopiadas, se repiten preguntas, se embolsan monta?as de libros. El paisaje que rodea a este festival de facturaci¨®n es claramente escolar. A un lado, multitud de mochilas, que han sustituido para siempre a las cl¨¢sicas carteras. Cada mochila lleva una ilustraci¨®n: Winnie the Poo, Shin Shan, Les tres bessones, Mafalda, Snoopy y otros mutantes medi¨¢ticos. Puestos a quedarme con una, me gustar¨ªa llevarme la de Las Supernenas (en mis sue?os m¨¢s h¨²medos e inconfesables, comparto vuelos intr¨¦pidos con las Supernenas, enfundado en un ajustado disfraz de l¨¢tex que resalta mi prodigiosa musculatura). "Bienvenidos", reza el visor de las cajas registradoras. Otra cosa no, pero el capitalismo siempre fue muy hospitalario.
Me siento como Fran?ois Truffaut en Encuentros en la tercera fase, cuando escuchaba la machacona melod¨ªa que le transmit¨ªan los extraterrestres: en paz conmigo mismo y con el universo. El sonido de los precios imprimi¨¦ndose sobre el tique de compra es la met¨¢fora sonora del poder de una industria que, cada a?o, permite repetir t¨®picos como que los libros de texto ya no se heredan de un hermano a otro, que si son muy caros, que si patat¨ªn, que si patat¨¢n. En esta cola de adultos concienciados, en cambio, nadie se rebaja a caer en semejantes lugares comunes. Sabemos perfectamente que si los libros se heredaran, la industria se resentir¨ªa, se vender¨ªan menos ejemplares y los ni?os no podr¨ªan desarrollar un sentido de la propiedad que, cuando tengan que enfrentarse a una hipoteca, les resultar¨¢ la mar de ¨²til. Algunos montones de libros dan miedo: deben costar una fortuna. Un adolescente incluso se lleva un ejemplar de Cr¨®niques de la veritat oculta, de Pere Calders. Que Calders sea lectura obligatoria es una victoria de un sistema educativo con m¨¢s verdades ocultas que visibles.
Cuando llega mi turno, el dependiente me lanza, a bocajarro, una pregunta: "?De qu¨¦ curso son los libros?". Es un momento dram¨¢tico. Balbuceo, dudo y, finalmente, admito no saberlo. "Con todos esos cambios del sistema educativo, no hay quien se aclare", digo para justificarme. Pero s¨¦ que he fallado. Mientras pago (236,62 euros por dos lotes), veo mentalmente a mis hijos dentro de unos a?os, armados con un kalachnikov, con la cabeza tatuada, encerrados en su colegio, rodeados de rehenes, negociando con las fuerzas de asalto, gritando por un meg¨¢fono que su acci¨®n es una respuesta al maltrato psicol¨®gico que recibieron de su padre, un in¨²til que ni siquiera sab¨ªa a qu¨¦ curso iban. Es un momento de p¨¢nico, pero me rehago pensando que en estos libros encontrar¨¢n la informaci¨®n necesaria para ser comprensivos, civilizados y terminar en la cola de unos grandes almacenes comprando los libros de texto de mis nietos.
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