La persecuci¨®n
Hace muchos a?os, en mi barrio viv¨ªa un alem¨¢n cincuent¨®n con un perro, aunque puede que eso no tenga nada de particular. Recuerdo que le conoc¨ª en el parque de Do?a Casilda, cuando paseaba a su perrito, un west-higland blanco cuyo nombre no recuerdo. Yo, que contaba por aquel entonces diecis¨¦is a?os de edad, paseaba igualmente a mi perro, un setter ingl¨¦s que respond¨ªa al nombre de Brecht, por el famoso escritor y poeta alem¨¢n. No s¨¦ exactamente si entablamos conversaci¨®n gracias al nombre de mi perro, o si, sencillamente, se debi¨® a que los due?os de los perros suelen, por costumbre, intercambiar opiniones mientras sus animalitos se huelen el culo paralelamente. Lo cierto es que, en plena etapa de transici¨®n pol¨ªtica -finales de los setenta- y tal vez haciendo gala de un esp¨ªritu renovador en lo que a las charlas de paseadores de perros se refiere, le pregunt¨¦ al alem¨¢n del perrito blanco qu¨¦ era lo que opinaba del Pa¨ªs Vasco. Si, claro, ustedes comprender¨¢n la reacci¨®n del se?or alem¨¢n, y entender¨¢n que, tras aspirar aire profundamente, me dijese, con su genuino acento teut¨®n, que el Pa¨ªs Vasco era un bonito lugar, en el que, por a?adidura, se com¨ªa muy bien.
Lejos de desanimarme -era un joven ¨¢vido de respuestas- intent¨¦ concretar la pregunta y le dije que me interesaba conocer la opini¨®n de alguien de fuera sobre la problem¨¢tica vasca. ?C¨®mo lo ve¨ªa ¨¦l? ?Qu¨¦ era lo que pensaba? El alem¨¢n me contest¨® simplemente que, bueno, s¨®lo pod¨ªa decir que el Pa¨ªs Vasco era muy bonito y que le recordaba a Alemania, por la verdura de sus montes verdes, para a?adir poco despu¨¦s que su perrito hab¨ªa cagado fuera, y que era su deber recoger los excrementos y depositarlos en la papelera. Desde aqu¨¦l instante me empe?¨¦, aunque s¨®lo fuera por pasar el rato, en sonsacarle al alem¨¢n su verdadera visi¨®n de las cosas, y no esa sarta de subterfugios y de maniobras perifr¨¢sticas -como por ejemplo: "Cuidado con tu perro, que se va a electrocutar si mea en esa farola"- con las que intentaba despistarme cada vez que le planteaba la crucial pregunta. S¨ª, oiga, a usted le digo, insist¨ªa yo, y el alem¨¢n, erre que erre, esquivaba las respuestas como si bajase el gran slalom en los Juegos de invierno.
Al final, como es l¨®gico, el alem¨¢n acab¨® cogiendo las de Villadiego: agarr¨® a su perro por la correa, y se march¨®. Pero la cosa no iba a acabar as¨ª. Procur¨¦ verle en el parque, a la misma hora, al d¨ªa siguiente. Pronto le localic¨¦ junto a la P¨¦rgola, y entonces comenz¨® la persecuci¨®n, porque, claro, el alem¨¢n ya se lo ol¨ªa. El caso es que despu¨¦s de dos o tres vueltas al parque a paso r¨¢pido con su perro, y una m¨¢s simulando hacer footing, el alem¨¢n tuvo que desistir, agotado, y se rindi¨® a mi superioridad f¨ªsica.
Le alcanc¨¦, y le salud¨¦ como a un buen amigo, ignorando que hab¨ªa intentado escapar de m¨ª. Cuando aqu¨¦l hombre hubo recobrado el aliento, me decid¨ª a zanjar el asunto de una vez por todas. Respir¨¦ hondo, porque yo tambi¨¦n estaba jadeando, y le dije: "?Sabe? Yo pienso del Pa¨ªs Vasco lo mismo que usted".
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