Vanguardia y narraci¨®n
En los a?os cincuenta y sesenta, los te¨®ricos del nouveau roman afirmaban con vehemencia que la novela era el ¨²nico arte que, en el siglo XX, no hab¨ªa llevado a cabo la revoluci¨®n vanguardista, a diferencia de la pl¨¢stica, la m¨²sica y la poes¨ªa, que desde hac¨ªa casi tres cuartos de siglo ven¨ªan cumpliendo la suya. El cubismo y otras escuelas de los a?os diez, veinte y treinta, el dodecafonismo y el surrealismo, si al irrumpir en la escena art¨ªstica hab¨ªan generado anatemas, esc¨¢ndalo y pol¨¦mica, ya hab¨ªan sido transferidos al limbo sereno en el que los vaivenes del gusto art¨ªstico suelen arrumbar a los cl¨¢sicos. Contrariamente, todav¨ªa en 1973 Jean Ricardou, en su libro sobre el nouveau roman, escrib¨ªa: "Ya se trate de edici¨®n, de premios literarios, de los diarios, de la universidad, el nouveau roman ha por cierto logrado inscribir algunos caracteres de su actividad... Sin embargo, la acogida global que le han reservado las instancias culturales se parece singularmente a una recepci¨®n a rega?adientes". Hoy, treinta a?os m¨¢s tarde, es posible comprobar que esa resistencia sigue todav¨ªa viva y que, a pesar de una recepci¨®n parcialmente positiva en las instancias culturales oficiales (Nathalie Sarraute en La Pl¨¦iade, por ejemplo, o el premio Nobel a Claude Simon que, en cierta manera, reconoce al conjunto de la escuela), el rechazo sigue siendo en muchos c¨ªrculos obstinado y violento.
A partir de mediados del siglo XIX, la historia de la narraci¨®n occidental es la historia del desfase cronol¨®gico entre el trabajo de los autores y su aceptaci¨®n por parte de los lectores
?Por qu¨¦ tanto furor? Varias pueden ser las causas, y de orden diverso. La m¨¢s evidente es que la complejidad de una obra art¨ªstica, que la aparta de la costumbre, no ¨²nicamente desconcierta sino que a veces incluso, cuando no se est¨¢ preparado para recibirla, decepciona y ofende. La recepci¨®n tumultuosa de las novedades, a veces radicales, que es una constante en la historia de las vanguardias, suele componerse de racionalizaciones arbitrarias, pero tambi¨¦n de indignaci¨®n y de despecho. En el caso del nouveau roman, ese repudio persistente intriga bastante si se tiene en cuenta que su advenimiento ya ha dejado de constituir una novedad, y est¨¢ inscrito en la historia de la literatura francesa.
Un rechazo tan obcecado, sin
embargo, puede tener alguna otra causa que habr¨ªa que indagar, quiz¨¢, no en el car¨¢cter propio del nouveau roman, sino m¨¢s bien en la funci¨®n que la sociedad le atribuye al g¨¦nero narrativo. Es evidente que la poes¨ªa l¨ªrica goz¨® siempre de un estatuto m¨¢s libre que el de la poes¨ªa ¨¦pica, porque la l¨ªrica, apta a expresar lo ¨ªntimo y personal del poeta pod¨ªa permitirse (seg¨²n la ¨®ptica de sus receptores, y de ninguna manera de la de los poetas mismos) una mayor irresponsabilidad que la ¨¦pica, requisicionada a menudo para encarnar el punto de vista de la sociedad entera. Cuando en la primera mitad del siglo XIX la poes¨ªa comienza a escribirse tambi¨¦n en prosa, el uso que los poetas hacen de ese nuevo instrumento ir¨¢ volvi¨¦ndose poco a poco una contribuci¨®n decisiva para las vanguardias, en tanto que cuando el g¨¦nero ¨¦pico adopta la prosa, con el nuevo g¨¦nero que nace de esa elecci¨®n -la novela- se producen al mismo tiempo, en las m¨²ltiples tentativas de ese arte singular, muchos fen¨®menos contradictorios e incluso conflictivos.
La representatividad social heredada de la ¨¦pica parece obligar a la novela a privilegiar la linealidad, la acci¨®n, la transparencia (en el sentido que le da Sartre a esta palabra, el de un lenguaje utilizado no en su materialidad opaca como lo hace la poes¨ªa, sino como un intermediario invisible entre el lector y el significado). Si bien la ¨¦pica, a partir de Don Quijote de la Mancha por lo menos, en la evoluci¨®n de las formas narrativas, ha dejado de tener un papel predominante (e incluso podr¨ªamos decir que el relato occidental se desv¨ªa progresivamente hacia una ret¨®rica anti¨¦pica), los procedimientos que vehiculaban sus valores sociales y literarios siguen siendo omnipresentes, y es evidente que el ejercicio de toda narrativa v¨¢lida ha consistido en oponerse a ellos. Es esa oposici¨®n lo que explica la recepci¨®n conflictiva de cada nueva narraci¨®n a partir de la segunda mitad del siglo XIX.
Los procedimientos utilizados
por la ¨¦pica, linealidad, acci¨®n, transparencia, pero tambi¨¦n intriga excesiva, caracteres contrastados, conflictos tem¨¢ticos, y muchos otros, siguen alimentando masivamente la producci¨®n industrial de una nueva mercanc¨ªa: el relato de consumo. Esto no es un juicio de valor sino una descripci¨®n, que podr¨ªamos calificar de superflua, hasta tal punto el fen¨®meno al que se aplica se ha hecho evidente. Hoy d¨ªa, el lector-cliente se ve enfrentado a una avalancha sin precedentes de subproductos ¨¦picos, o derivados de otros g¨¦neros cuya vigencia ha desaparecido desde hace mucho tiempo de la reflexi¨®n narrativa. La tentativa de utilizar esos g¨¦neros desvi¨¢ndolos de su destino industrial, que podr¨ªa ser una opci¨®n respetable, termina a menudo ahog¨¢ndose en las mismas aguas pantanosas de las que se pretend¨ªa rescatar al g¨¦nero, como pas¨® en las ¨²ltimas d¨¦cadas con la moda desle¨ªda del llamado policial metaf¨ªsico.
En el estruendo de esa avalancha, la voz narrativa que realmente inventa mundos y procedimientos -t¨¦rminos que casi podr¨ªamos considerar como sin¨®nimos para el texto de ficci¨®n- demora siempre en dejarse o¨ªr. A partir de mediados del siglo XIX, la historia de la narraci¨®n occidental es la historia del desfase cron¨®logico entre el trabajo de los grandes artistas que la construyeron -Flaubert, Dostoievski, Henry James, Proust, Kafka, Joyce, Musil, Borges, Svevo, Gadda y tantos otros- y su aceptaci¨®n por una nueva generaci¨®n de lectores. Si a veces les toc¨® en suerte alguna celebridad relativamente temprana, como en el caso de Flaubert o Joyce, no fue a causa de su originalidad narrativa, sino por las acusaciones de inmoralidad o de demencia que recibieron y que siempre solicitan la curiosidad del "hombre culto", a tal punto que hoy d¨ªa -desde hace bastante tiempo a decir verdad- esas acusaciones se han transformado en argumentos de venta.
Es posible deducir entonces
que cuando los te¨®ricos del nouveau roman afirmaban que la novela no hab¨ªa asumido las exigencias de la vanguardia como otras artes, no estaban pensando en esos nombres ilustres, en cuya tradici¨®n se inscrib¨ªan, sino en el contexto industrial que les opon¨ªa la misma resistencia que a sus antepasados. Aunque casi nunca se proclamaron de vanguardia -algunos incluso hubiesen rechazado con energ¨ªa la idea-, las grandes figuras de esa tradici¨®n lo fueron en su reflexi¨®n y en su pr¨¢ctica narrativa. Es verdad que desde ese punto de vista hay dos clases de narradores: los que reflexionan expl¨ªcitamente sobre su oficio, por escrito, en forma directa o indirecta, conceptualizando los problemas que les plantea su arte, o los que lo hacen en silencio elaborando esos problemas en el interior mismo de sus relatos. Los primeros, extrapolando de su praxis esas reflexiones, las dan a conocer en su correspondencia (Flaubert), en sus pr¨®logos (Henry James), en sus diarios (Kafka), en sus ensayos (Borges, Broch, Arno Schmidt, Gadda) o incluso en sus textos de ficci¨®n, como Robert Musil, que se explaya magistralmente en una p¨¢gina de su novela sobre el relato tradicional, o Borges, que ha escrito cuentos sobre algunos vanguardistas imaginarios. Los otros, como Joyce, Proust o Faulkner, o, entre nosotros, Onetti o Rulfo, si no se ocupan expl¨ªcitamente de esos problemas, los transforman en la materia misma de sus relatos, con lo que rechazan sin la menor duda posible cualquier tipo de conformismo.
Sin estridencias pero tambi¨¦n sin concesiones, la tradici¨®n de la narrativa moderna es el ejemplo mismo de una exigencia art¨ªstica y filos¨®fica obstinada en hacer surgir, contra "las fuerzas que tiran hacia lo oscuro", seg¨²n la expresi¨®n de Henry James, una galaxia luminosa de mundos imaginarios, que ya es imposible distinguir del otro, al que por un abuso de lenguaje llamamos real.
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