Escuelas Aguirre
Esos que caminan en eterna noche, habitantes del subsuelo, oyeron a sus antepasados el elogio de la metr¨®polis situada encima de sus cabezas: fundamentalmente el de un cielo de seda natural; el de la brisa del Guadarrama, que aleteaba como una mariposa en las ma?anas de primavera pellizcando las mejillas de las mocitas, y el de esa presunci¨®n de r¨ªo, m¨¢s caudaloso de dichos que de hechos, y al que se canaliz¨® por darle importancia, pues para meterle en cintura no hac¨ªan falta alardes.
Fue una ¨¦poca en que la ciudad no disfrutaba a¨²n de grandeza especulativa, cuando le bastaba al madrile?o alzar la pesta?a de su parpusa para abarcar ese firmamento ¨²nico, la sierra de Navacerrada y el regato del Manzanares; cuando autom¨®viles, autobuses de l¨ªnea y furgonetas de reparto recorr¨ªan las calzadas a velocidad de impedido y prolongaban su estridencia por garbosos puentes, y cuando motoristas y ciclistas usurpaban la acera con la complicidad de los guardias de la circulaci¨®n, esos pitufos que siempre llegaban a tiempo de redactar la esquela del atropellado, mas no de detener al infractor que, sin quitarse el casco, continuaba a bordo de su veh¨ªculo diezmando viandantes.
Dividido el territorio metropolitano en urbe y agro, la recalificaci¨®n del suelo se apoder¨® de las dehesas con la misma avidez que ciclistas y motoristas hab¨ªan invadido el espacio de los peatones. Y si ¨¦stos quedaron exterminados por aqu¨¦llos o hasta tal punto asustados que desistieron de pasear para no arriesgar la piel, igualmente los reba?os de ganado lanar, sus pastores, los lebreles de confianza y el entorno de hayedos, encinares y pintados pajarillos rindieron su ¨²ltimo suspiro a arquitectos y aparejadores. ?Ser sustituida por un rascacielos, qu¨¦ honor para quien ramoneaba por los pastos de Arganda!
Esta conciencia de inmolarse a un bien superior, que marc¨® a varias generaciones de menesterosos, enriqueci¨® sin freno a los que ya don Benito P¨¦rez Gald¨®s consider¨® como la aristocracia del adoqu¨ªn, gentes familiarizadas con el cemento y la paleta, de origen r¨²stico y campechanas maneras, que con su avidez constructora propulsaron el crecimiento econ¨®mico de la naci¨®n, porque crearon empleo entre los novios de la muerte -que as¨ª llamaron a los alba?iles que contrataban, ya que no les garantizaban su seguridad f¨ªsica- y sembraron de silencio las ¨¢reas donde instalaban la hormigonera y el andamio, porque el alto precio de la vivienda erigida por ellos s¨®lo estaba al alcance de las fortunas que la adquir¨ªan no con la intenci¨®n de usarla, sino de encarecerla.
Ocupada la superficie urbana por torres tan pr¨®ximas unas a otras que apenas permiten filtrar aquel airecillo vitaminado y melifluo, hoy en Madrid la vida discurre bajo tierra. Los coches nacen con los faros encendidos y los transe¨²ntes andan a la sombra y por t¨²neles, como mineros, con la lamparita ce?ida a la frente por una goma. Esa linterna les permite encontrar -a trav¨¦s de la oscuridad y de la niebla de los escapes automovil¨ªsticos- el conjunto residencial o de oficinas hacia el que peregrinan. Por el s¨®tano se introducen, en el ascensor se remontan a la planta del piso que les interesa y ya dentro de ese habit¨¢culo provisto de miradores cubiertos por cortinas, si por contraste con su experiencia reciente sufren la ansiedad de asomarse al exterior, no ven monta?as ni r¨ªos ni nubes -cuya exhibici¨®n corresponde a los documentales hist¨®ricos-, sino a los vecinos del bloque inmediato. Pero esta circunstancia fomenta la convivencia, ya que con s¨®lo extender sus manos los tocan e incluso pueden aparearse con ellos sin moverse del sitio.
Hay una parte de Madrid privilegiada por los responsables de esta expansi¨®n, pues proh¨ªben edificar a dos pasos de ella, a diferencia del resto. Se encuentra en la confluencia de las calles de O'Donnell y Alcal¨¢, es una composici¨®n de torreta y jard¨ªn, aislada por una verja, y a simple vista recuerda a un barco varado. A la izquierda de su periscopio mud¨¦jar queda la zona exenta del Retiro y, enfrente, la Puerta de Alcal¨¢ y la estatua de la Cibeles, dos monumentos de los que ofrecen noticia los cronicones, el folclore musical y las postales antiguas, ya que ahora los oculta el cintur¨®n de inmuebles gigantes.
A trav¨¦s de la red de alcantarillado, muchos madrile?os se acercan en periodo electoral hasta ese conjunto mud¨¦jar. Provistos de lentes ahumados para que no les da?e la estridente claridad de Madrid, vitorean a la protectora de la ciudad subterr¨¢nea y de su entramado inmobiliario, cuyo nombre coincide con el del pabell¨®n donde se congregan. Al fin, desde la ventana superior de las Escuelas Aguirre, la aludida saca la carita y agita el pa?uelo, a la manera de las damas medievales cuando saludaban a sus vasallos desde las almenas.
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