Hans K¨¹ng y el Gran Inquisidor

Me ha citado para el jueves 14 de octubre de 1965 a las doce en el Palazzo del Santo Oficio, primer piso. Su aparici¨®n no habr¨ªa podido escenificarse de forma m¨¢s teatral: con la primera potente campanada de la iglesia de San Pedro, un monse?or ha abierto de un golpe las dos hojas de la puerta de la sala, y aparece en el marco de la puerta con todas sus galas de p¨²rpura ¨¦l: el mil veces temido Gran Inquisidor, el jefe del Santo Oficio, el cardenal Alfredo Ottaviani. Se santigua y reza en alta voz: "Angelus Domini nuntiavit Mariae", ("el ¨¢ngel del Se?or anunci¨® a Mar¨ªa"). Yo le contesto en lat¨ªn con voz firme: "Et concepit de Spiritu Sancto" ("y concibi¨® del Esp¨ªritu Santo"). Y as¨ª, altern¨¢ndonos, todo el ¨¢ngelus con sus tres avemar¨ªas. No puedo dejar de imaginarme cu¨¢l habr¨ªa sido el aturullamiento de otros no acostumbrados a estas costumbres piadosas de Roma.

Naturalmente, hubiera podido explicarle, paso a paso, que no es el Papa lo que yo rechazo, sino el papismo; no el centro de Roma, sino su centralismo, juridicismo y triunfalismo

Hago llegar mi carta al Papa a trav¨¦s de su secretario particular, don Pasquales Macchi, y para sorpresa m¨ªa recibo respuesta a los tres d¨ªas. Positiva

El papa Montini resulta en el cara a cara m¨¢s simp¨¢tico y humano que cuando aparece en p¨²blico, muchas veces r¨ªgido. Sus ojos se dirigen a m¨ª amables y a la vez escrutadores

M¨¢s tarde me hablar¨¢n del enfado del moralista americano John Ford SJ, porque el Papa, al que ¨¦l hab¨ªa convencido de sus planteamientos conservadores, vacilaba tras la entrevista conmigo

S¨®lo despu¨¦s me saluda el cardenal, y nos sentamos en el barroco sill¨®n rojo y oro. Con un ojo medio cerrado por achaques de la edad, me mira fijamente con el otro; pero ?cu¨¢nto ve? Para empezar, me dice que, por favor, al salir no d¨¦ una conferencia de prensa en la Piazza di San Pietro. En la Inquisici¨®n, a nada se le teme tanto como a la publicidad. Luego, con una pronunciaci¨®n del italiano claramente romana (romanaccio), el cardenal me habla sobre mi art¨ªculo cr¨ªtico despu¨¦s de la tercera sesi¨®n del concilio. Le molesta especialmente que yo haya dicho que la credibilidad del Papa hab¨ªa ca¨ªdo al nivel de cero como consecuencia de los sucesos de la settimana nera. Me ilustra sobre la importancia del papado en tiempos dif¨ªciles. Y me dice que, al fin y al cabo, yo hab¨ªa crecido en Roma, hab¨ªa vivido y estudiado aqu¨ª siete a?os y hab¨ªa recibido de ella muchas cosas; que era de esperar, por tanto, que me mantuviera fiel al Papa, con absoluta lealtad desde una solidaridad ilimitada. Escucho al cardenal sin interrumpirlo. Es como un l¨¦xico ambulante de todos los preceptos, dogmas y principios romanos, pero sin sensibilidad para lo que hoy bulle en lo m¨¢s profundo de tantos cat¨®licos.

Naturalmente, hubiera podido explicarle, paso a paso, que no es el Papa lo que yo rechazo, sino el papismo; no el centro de Roma, sino su centralismo, juridicismo y triunfalismo. ?Pero tendr¨ªa yo que entrar en una discusi¨®n teol¨®gica con un especialista en derecho can¨®nico y dogm¨¢tica que no sabe nada de ex¨¦gesis ni de historia de los dogmas y que, antes del concilio, hab¨ªa manifestado a censores eclesi¨¢sticos que la teolog¨ªa cat¨®lica moderna se le antojaba "como un crucigrama"? ?Que, a pesar de todo, estaba convencido de que ¨¦l, guardi¨¢n de la fe, llevaba siempre raz¨®n -incluso frente al concilio- porque representaba al mismo Papa? Ottaviani vive y piensa -es como yo lo analizar¨ªa m¨¢s tarde- dentro de un paradigma distinto, sigue viviendo en la constelaci¨®n de Iglesia y sociedad medieval-contrarreformista-antimoderna. Y por eso a m¨ª, desde mi paradigma moderno-posmoderno, discutir con ¨¦l me resulta tan dif¨ªcil como a un representante de la moderna imagen copernicana del mundo con otro de la antigua ptolomeica. El sol, la luna y las estrellas, Dios, Cristo y la Iglesia son los mismos para ambos, pero la forma en que los dos vemos esas realidades es completamente diferente; diferente, precisamente, por nuestra respectiva constelaci¨®n, por el paradigma. Vivimos en la misma Iglesia, pero en otro mundo.

Miro atentamente al cardenal con su testa ces¨¢rea mientras mantiene su mon¨®logo, y siento hacia ¨¦l algo as¨ª como compasi¨®n. ?l, que lleva en su escudo el peligroso lema Semper idem (Siempre el mismo), ha envejecido, est¨¢ casi ciego y se ha quedado irremisiblemente rezagado respecto de la marcha de la teolog¨ªa y de la Iglesia sirviendo a la curia. Pero ni siquiera el roble puede ser siempre el mismo si no cambia constantemente, pierde sus hojas, las renueva y crece.

Sentado frente a ¨¦l, recuerdo la escena casi tr¨¢gica de cuando, al final de la primera sesi¨®n del concilio, Ottaviani present¨® el ¨²ltimo de sus cuatro Esquemas con el t¨ªtulo significativo De ecclesiae militantis natura (Sobre la naturaleza de la Iglesia militante), con un duro cap¨ªtulo sobre la autoridad y la necesidad absoluta de la Iglesia romana para la salvaci¨®n. Mientras que en su primera intervenci¨®n, el 14 de octubre, hab¨ªa hablado con seguridad y due?o de s¨ª mismo, ahora se le ve¨ªa m¨¢s bien apagado y triste, sabiendo sin duda que era el blanco de la mayor¨ªa de los chistes del concilio, aun de los crueles ("?Oh Dios, que tu omnipotencia cierre sus ojos para siempre!"). A pesar de todo, quiso por lo menos caer con dignidad junto con su disparatado Esquema y dijo: "Espero escuchar de todos vosotros la consabida letan¨ªa: que no es ecum¨¦nico y es excesivamente escol¨¢stico, que no es pastoral y s¨ª demasiado negativo, y quejas parecidas. Esta vez os quiero hacer una confesi¨®n: quienes est¨¢n acostumbrados a decir 'tolle, tolle, substitue illud', 'quita, quita, sustit¨²yelo', se hallan ya dispuestos a la batalla. Y quiero revelaros otra cosa m¨¢s: antes de ser condenado este Esquema, ya hab¨ªa otro preparado. As¨ª, lo ¨²nico que me queda es callar. Porque, como dice la Escritura, 'no tiene sentido hablar cuando nadie escucha" (Acta I, 4, p. 9). El cardenal no hab¨ªa apagado el micr¨®fono y sali¨® del aula entre las risas de todos. Sab¨ªa que hab¨ªa perdido en el concilio, pero no en la curia.

Prisionero del sistema romano

Al final me dice que, como yo hab¨ªa estudiado en la Gregoriana, hablara all¨ª con dos de mis profesores, con el padre Bertrams, el canonista, y el padre Hentrich, anterior secretario privado segundo de P¨ªo XII. Y as¨ª me despide sin ser castigado y en gracia. Ocho d¨ªas m¨¢s tarde voy a la Gregoriana y hablo con los dos jesuitas, que se dirigen a mi conciencia, pero -aparte de un peque?o ataque de ira del padre Bertrams, normalmente tranquilo- sin hacerme ninguna clase de amenaza. En todo esto intu¨ª una cosa: en mi dura cr¨ªtica al Papa yo no hab¨ªa dicho que ¨¦l hab¨ªa actuado con buena intenci¨®n desde su punto de vista. Se me reprochaba que lo que yo siempre reconoc¨ªa expresamente a los protestantes no se lo reconociera tambi¨¦n al Papa. Esto lo acepto. Pero si no lo hice no fue porque dudara de la buena intenci¨®n del Papa, sino porque la daba por supuesta con toda l¨®gica. ?Giovanni Battista Montini es, para m¨ª, prisionero del sistema romano!

Tras publicar mi an¨¢lisis cr¨ªtico de la settimana nera del tercer periodo conciliar, el 17 de febrero de 1965 le hab¨ªa escrito yo ya al te¨®logo personal del Papa, ahora como obispo, Sua Eccelenza Carlo Colombo: "Lo que he escrito sobre el Papa y su postura, lo he hecho precisamente para apoyarlo en sus intenciones primeras. Nadie duda de sus buenas intenciones y su voluntad sincera de buscar la salvaci¨®n de la Iglesia, la cristiandad y la humanidad. Pero muchos temen, y cada vez m¨¢s, que algunos de su entorno se oponen a actuaciones que en todo el mundo se esperan de acuerdo con esas intenciones. Hay que hacer frente por todos los medios a la desconfianza con que el Papa se encuentra hoy en muy amplios y muy importantes c¨ªrculos de la Iglesia y del mundo. Espero, pues, que mi art¨ªculo se vea como una ayuda, cr¨ªtica sin duda, pero constructiva, en todo su planteamiento. Nada me alegrar¨ªa tanto como poder hacer por el Papa a¨²n m¨¢s en el servicio a la Iglesia. Dejo en sus manos pasar el art¨ªculo, si le parece bien, a Su Santidad. Para m¨ª ser¨ªa extraordinario que no s¨®lo se me reconozca una bona fides, sino tambi¨¦n que los deseos de tantos hombres expresados en el art¨ªculo se interpretaran en su sentido positivo. No ser¨ªa yo capaz de decir cu¨¢nto esperan la Iglesia, la cristiandad, el mundo precisamente de Pablo VI".

Pero no puedo negar que en el art¨ªculo publicado -ya, de todos modos, demasiado largo- omit¨ª resaltar las buenas intenciones de Pablo VI. Y por eso me propongo mencionarlas siempre en el futuro. Y ¨¦sa es una de las razones por las que a finales de noviembre de 1965 le escribo una carta aclaratoria al Papa mismo. Si es posible, me gustar¨ªa tomar contacto personal con ¨¦l y hablar sobre la cuesti¨®n a¨²n no decidida del control de natalidad, antes de que el concilio termine el 8 de diciembre y yo me vuelva a Tubinga. Conseguir una audiencia deber¨¢ ser extraordinariamente dif¨ªcil. En estos ¨²ltimos d¨ªas del concilio, al tener, entre otras cosas, que despedir una por una a todas las conferencias episcopales, est¨¢ muy ocupado. Hago llegar mi carta al Papa a trav¨¦s de su secretario particular, don Pasquale Macchi, y para sorpresa m¨ªa recibo respuesta a los tres d¨ªas. Positiva. El papa Pablo VI -en un estilo muy distinto de su sucesor polaco- se muestra dispuesto enseguida a recibirme, y no, como es tan frecuente, en un grupo peque?o (audiencia especial), sino los dos solos (audiencia privada).

La audiencia con Pablo VI

Tambi¨¦n Yves Congar habla en sus memorias de una audiencia privada con Pablo VI. Parece que el Papa le dijo que la curia romana necesitaba con urgencia fuerzas j¨®venes capaces, y que ¨¦l pensaba especialmente en K¨¹ng y Ratzinger; pero que K¨¹ng parec¨ªa no tener suficiente "amor a la Iglesia". Desconozco la forma en que Joseph Ratzinger haya demostrado al Papa su "amor a la Iglesia". Pero lo que yo le dije al Papa s¨ª se me ha quedado exactamente en la memoria.

As¨ª pues, inmediatamente antes de finalizar el concilio, el jueves 2 de diciembre de 1965, en torno a las 12.15 me dirijo a la audiencia privada con Pablo VI. Con mi credencial de perito, en el coche hasta el patio de San D¨¢maso, y de all¨ª, en un peque?o ascensor, hasta el piso cuarto. Saludo amable de los guardias suizos al reconocer a un paisano suyo. Recibimiento de los monse?ores de protocolo (anticamera); traves¨ªa de una docena de grandes salas modernizadas con gusto en el pontificado de Pablo VI en beis y gris, en lugar de rojo y oro, y adornadas con preciosas obras de arte, utilizadas para las audiencias especiales. Hay un tintineo misterioso. Son, me doy cuenta al fin, las condecoraciones del Cameriere della Spada, que me acompa?a con su cortesana vestimenta de gala espa?ola. El monse?or que est¨¢ de servicio en la antec¨¢mara, tras una breve espera en la ¨²ltima sala, me abre la puerta de la biblioteca privada del Papa, tambi¨¦n renovada, grandiosa. Pero, en lugar de en el otro extremo de la espaciosa sala, como P¨ªo XII, Pablo VI me est¨¢ esperando directamente junto a la puerta, a la derecha, sentado tras su mesa de despacho. ?Para evitar as¨ª problemas al visitante y ahorrarle las genuflexiones antes habituales? En cualquier caso, intencionado o no, un peque?o golpe de efecto bien conseguido.

El papa Montini -ya lo s¨¦ por encuentros anteriores- resulta en el cara a cara m¨¢s simp¨¢tico y humano que cuando aparece en p¨²blico, muchas veces r¨ªgido. Frente despejada, nariz afilada; sus ojos, bajo unas tupidas cejas, se dirigen a m¨ª amables y a la vez escrutadores. Su voz es m¨¢s ronca de lo que har¨ªa esperar su delicada figura. Es evidente que ha pensado perfectamente la deriva de la conversaci¨®n. Empieza por alabar m¨¢s de lo debido, con una sonrisa correcta pero al final indescifrable, mis doni extraordinarios. Ello le recuerda a mi antecesor en Tubinga Karl Adam, cuya Esencia del catolicismo tradujo al italiano un amigo suyo en los a?os veinte, y que ¨¦l sigui¨® pasando a otros bajo cuerda aun despu¨¦s de la intervenci¨®n del Santo Oficio (esto no me lo dijo). Al igual que Adam, yo querr¨ªa traspasar le mura della chiesa y llevar la verdad cristiana a la opini¨®n p¨²blica; y esto es m¨¢s importante hoy que nunca.

Naturalmente, me gusta esta muestra de reconocimiento; al fin y al cabo, quien est¨¢ sentado ante m¨ª es el Summus Pontifex. De pronto, Pablo VI da un cambio sorprendentemente poco suave y deja de sonre¨ªr: cuando mira todo lo que yo he escrito, ¨¦l preferir¨ªa que yo no hubiera "escrito nada". "Niente", salido de la boca del jefe supremo en persona, no es precisamente un piropo de ¨¢nimo para un joven te¨®logo cat¨®lico. Seguro que ¨¦l, que ha aprendido en su carrera a calcular exactamente el efecto de sus palabras, espera que el latigazo sea eficaz despu¨¦s del terr¨®n de az¨²car.

Yo he escrito mucho sobre la libert¨¤, la libertad en la Iglesia, contin¨²a el papa Pablo ahora con una sonrisa ligeramente ir¨®nica (as¨ª debieron sonre¨ªr los c¨¦sares a los pobres poetas), para luego volver a su verdadero prop¨®sito. "Cu¨¢nto bien podr¨ªa hacer usted", a?ade Pablo subrayando las palabras, "si pusiera sus grandes dotes al servicio de la Iglesia". ?Al servicio de la Iglesia? Ahora contesto yo con voz suave, sonriendo tambi¨¦n: "Santit¨¤, io sono gi¨¤ nel servizio della chiesa" ("Santidad, yo ya estoy al servicio de la Iglesia").

Pero el papa Pablo VI, naturalmente en buen estilo romano, al decir "Iglesia" se ha referido a la Iglesia espec¨ªficamente romana, y contin¨²a: "Debe avere fiducia in me" ("debe confiar en m¨ª"). Respuesta m¨ªa: "Yo tengo confianza en Su Santidad, pero no en cuantos est¨¢n en su entorno". Los diplom¨¢ticos eclesi¨¢sticos, siempre tan comedidos, esa forma directa inusual en la curia suelen apoyarla levantando los brazos de forma expresiva mientras pronuncian "Ma..." ("pero..."). Pero... si ¨¦l fuera a Tubinga y paseara por las calles, se encontrar¨ªa muchas caras al principio desconocidas, cerradas, sombr¨ªas, que se iluminar¨ªan en cuanto lo reconocieran al acercarse. Lo mismo pasa con la curia romana...

Con pleno dominio de s¨ª mismo de nuevo, el papa Montini contin¨²a: por supuesto, no es necesario que yo est¨¦ de antemano de acuerdo con todo lo que aqu¨ª pasa; s¨®lo tendr¨ªa que adaptarme un poco, y las delgadas manos del Papa hacen el gesto de seguir la l¨ªnea. ?sta es, pues, la condici¨®n: que me adapte, me conforme; de esto se trata. Lo que eso significa est¨¢ claro para m¨ª, educado en Roma. M¨¢s claro, probablemente, que para el no romano Ratzinger, a quien es evidente que tambi¨¦n el Papa le plante¨® de alguna forma en alg¨²n momento posterior, directa o indirectamente, ese mismo camino, y en su caso no con poco ¨¦xito.

?Ten¨ªa que haber optado yo por la direcci¨®n propuesta por el Papa? ?Desperdici¨¦ la gran oportunidad de mi vida? Mi respuesta: que pod¨ªa hacer algo bueno dentro del sistema romano, no voy a discutirlo. Eso lo primero. Y que en cualquier momento pod¨ªa emprender la v¨ªa romana, lo segundo. Pronto se producir¨¢ otro cambio. Lo tercero, que eso yo no puedo hacerlo por mis buenas razones, porque yo no quiero, no puedo ser un conformista.

A continuaci¨®n traigo la conversaci¨®n al discutido tema del control de natalidad: le paso un breve informe con una docena de puntos que ¨¦l pasar¨¢ luego a la Comisi¨®n, y luego, con ocasi¨®n de los recelos papales respecto de la p¨ªldora, de forma inesperada, a la cuesti¨®n de la infalibilidad, de lo que hablar¨¦ pormenorizadamente en el segundo volumen de mis memorias. En cualquier caso, m¨¢s tarde me hablar¨¢n del enfado del moralista americano conservador John Ford SJ, porque el Papa, al que ¨¦l ya hab¨ªa convencido de sus planteamientos conservadores, vacilaba tras la entrevista conmigo.

Un rosario de cuentas blancas

Hab¨ªan previsto para la entrevista entre 10 y 15 minutos. El monse?or de turno hab¨ªa abierto ya delicadamente la puerta un par de veces para se?alar la hora. Pero con un suave movimiento de su mano izquierda, el Papa le hab¨ªa indicado que no se preocupara (aqu¨ª la hora la marca el Papa). Al final, la conversaci¨®n se alarg¨® hasta los tres cuartos de hora. Pablo VI me despide con gran amabilidad. Me regala para mi madre un rosario de cuentas blancas, y para m¨ª, un Nuevo Testamento en griego y lat¨ªn (la edici¨®n de Merk-Lyonnet, ?del Pontificio Instituto B¨ªblico!). Estampa en ¨¦l su firma despacio: "Paulus P. P. 2.XII.1965". Y me da la bendici¨®n.

Naturalmente, tengo curiosidad por saber qui¨¦n lleva tanto tiempo esperando en la antesala. Cuando salgo de la biblioteca privada con mi traje negro, normal, me encuentro all¨ª sentado, con todo su boato de jerarca, cubierto por el manteo violeta, al secretario general del concilio, un hombre de mucho peso en todos los sentidos, el arzobispo Pericle Felici, que seguro se ha enfadado doblemente por el retraso cuando le hayan informado de que la persona a la que el Papa est¨¢ regalando tanto tiempo es el peligros¨ªsimo te¨®logo. Pero, naturalmente, yo s¨¦ c¨®mo comportarme: "Eccellenza!", e inclino la cabeza al pasar delante de ¨¦l "con gran gentilezza", sonriendo, mientras Su Excelencia, en el mejor estilo romano, me devuelve el saludo con una sonrisa (algo as¨ª como si un lim¨®n intentara sonre¨ªr).