Historias de familia
No debemos olvidar que Sherlock Holmes ten¨ªa un hermano mayor, Mycroft Holmes, alto y discreto funcionario del Foreing Office, que el detective estaba obligado a consultar para los casos dif¨ªciles, porque era m¨¢s inteligente que ¨¦l, la verdadera mente deductiva de la familia. Y en cuanto al doctor Watson, que a su vuelta de Afganist¨¢n aterriz¨® de casualidad en el departamento del 221b de Baker Street porque alguien le dijo que un tal Holmes estaba buscando un coinquilino, si bien comparti¨® durante un tiempo su vida con su admirado amigo, cuando un poco m¨¢s tarde se cas¨®, se fue a vivir con su mujer a las afueras de Londres y durante muchos a?os perdi¨® de vista al gran detective. Estos detalles confirman que ni siquiera los mitos de papel, unidimensionales y concebidos seg¨²n el m¨¢s estricto funcionalismo que los obliga a repetir indefinidamente la misma serie de acciones que el lector espera de ellos, pueden escapar al principio de realidad que supone la pertenencia a una familia. Para su hermano mayor, Holmes resulta a veces un principiante inh¨¢bil, y a Watson, aunque amaba profundamente a su esposa, en comparaci¨®n con las aventuras palpitantes que ven¨ªan a golpear a la puerta roja de Baker Street, su consultorio y su vida dom¨¦stica deb¨ªan parecerle de tanto en tanto l¨¢nguidos y grises. En cierto sentido, podr¨ªa compararse una familia al papel pegamoscas: el que se demora un poco a su contacto corre el riesgo de quedar atrapado y debatirse hasta la muerte en ella. La familia es problem¨¢tica hasta para quien no la tiene: el monstruo remendado por el Dr. Frankenstein, la Cenicienta y Jean Genet (que en algunos textos se reivindica como una especie de mezcla de los dos primeros) revelan hasta qu¨¦ punto la carencia de una verdadera familia puede alimentar una conciencia desdichada.
Las familias can¨ªbales abundan en literatura, y los arreglos de cuentas que se perpetran en ellas denotan la esencia tenebrosa de la naturaleza humana
En literatura, el lugar que ocupa la familia es siempre significativo, y hasta podr¨ªa concebirse una tipolog¨ªa para los textos, a partir del modo en que aparece en ellos el t¨®pico familiar, que en muchos autores es omnipresente y en otros, lo que no deja de intrigarnos, vago y a¨²n ausente. Los personajes de Borges, por ejemplo, no tienen por lo general familia; y el Borges poeta, aunque evoca a su padre algunas veces, s¨®lo parece tener antepasados. Hemingway es un caso semejante: los temas familiares son espor¨¢dicos en sus relatos, y si hay una figura que a veces se distingue en ellos es, como ocurre tambi¨¦n con Borges, la del padre; en Faulkner, en cambio, son omnipresentes, y representan una etapa decisiva en ese g¨¦nero fatigado que la cr¨ªtica puso de moda hace m¨¢s de medio siglo titul¨¢ndolo "decadencia de una familia". Fundada por Emile Zola, quien invent¨® tambi¨¦n la literatura experimental, la saga familiar pobl¨® sin tregua las bibliotecas mundiales durante varias d¨¦cadas: los Rougon-Macquart, los Thibault, los Malavoglia, los Forsythe, los Buddenbrook y, en el Caribe, con cierto atraso ya, los Buend¨ªa .
Freud descubri¨® que los ni?os,
a los dos o tres a?os, cuando empiezan a percibir que sus padres no son perfectos, se inventan padres ideales (un rey y una reina por ejemplo) para suplantarlos, pretendiendo que los que simulan ser sus padres no son m¨¢s que un par de malvados que los han comprado a alg¨²n gitano. Freud llam¨® a esa curiosa fantas¨ªa infantil la novela familiar. A partir de ese concepto, Marthe Robert elabor¨® m¨¢s tarde la teor¨ªa de que toda ficci¨®n vendr¨ªa a ser una especie de novela familiar, un modo de abolir el principio de realidad para construir una m¨¢s gratificante. Podr¨ªa detectarse un atisbo de ese mecanismo en La divina comedia: en la vida adversa de Dante, condenado al exilio de Florencia hasta su muerte, su libro fue una manera de reconstruir el universo seg¨²n leyes que ¨¦l mismo establec¨ªa, distribuyendo en ¨¦l, a partir de sus ideas y de sus pasiones, castigos y recompensas. Se dot¨® de un padre espiritual, Virgilio, que lo gui¨® por el infierno y el purgatorio, y una madre o amante m¨ªstica, Beatriz, que lo llev¨® de la mano a recorrer el para¨ªso.
Las que podr¨ªamos llamar familias can¨ªbales abundan en literatura. Los arreglos de cuentas que se perpetran en ellas denotan, por su sa?a desmedida, m¨¢s que cualquier otra situaci¨®n dram¨¢tica, la esencia tenebrosa de la especie humana. Esas querellas truculentas entre padres e hijos, entre hermanos, entre ramas colaterales de un mismo tronco familiar, proyectan a escala monumental las pulsiones que palpitan en cada uno de nosotros, por debajo de nuestros instintos m¨¢s o menos domesticados. Los Lear, Hamlet y sus parientes, los Karamazof, los Sutpen en Absal¨®n, Absal¨®n, de Faulkner, o el padre que carga, como una cruz, a su hijo moribundo, al que va reproch¨¢ndole todos sus cr¨ªmenes en el cuento No oyes ladrar los perros de Juan Rulfo, son buenos ejemplos del grand guignol desaforado que puede representar una familia. Pero a veces los conflictos, aunque no menos tortuosos, suelen ser m¨¢s sutiles: Ulrich y su hermana ?gata, en El hombre sin atributos, de Robert Musil, inician un incesto carnal y m¨ªstico el d¨ªa mismo en que asisten al velorio de su padre; en el delicad¨ªsimo Primer amor, de Turgu¨¦nev, el padre y el hijo adolescente se enamoran de la misma muchacha, y en La metamorfosis, de Kafka, es casi menos embarazoso para el h¨¦roe haberse convertido en un insecto que lidiar con las iniciativas de su familia, lo que le da al texto una comicidad sorda y oprimente.
M¨¢s de un lector habr¨¢ notado la ausencia de los griegos en lo que antecede: es que, como para casi todo el resto, para el tema de la familia los griegos merecen un p¨¢rrafo aparte. Desde la reina Medea, la Extranjera, que por despecho amoroso mata a sus hijos para vengarse de su marido, hasta los Atridas, rencorosos y sangrientos, de cuyas mujeres Pavese dec¨ªa que tratan a sus hombres como a caballos, y para quienes todo litigio familiar se dirime con un brutal homicidio, pasando por el parricidio de Edipo, los hijos que tuvo con su propia madre, Etiocles y Polinices, que se mataron entre ellos, y su hija Ant¨ªgona, enterrada viva por querer darles sepultura, los caracteres primitivos y turbios de la tragedia muestran en claroscuro las aguas pantanosas en las que chapalea el pretendido "valor refugio" del conformismo actual. Porque el mito y la tragedia no son diagramas abstractos o letra muerta, sino palabras vivas que hablan eternamente de cada uno de nosotros: el crimen abominable de Medea reaparece con bastante frecuencia en las p¨¢ginas luctuosas de los diarios.
De Ulises en cambio, un comentarista medieval declar¨® que, aunque se qued¨® m¨¢s de lo debido en la isla de Circe, "quer¨ªa a su patria, a su esposa, a su hijo, a su padre y a sus amigos". Como es sabido, su esposa Pen¨¦lope, asediada por 129 pretendientes que, por considerarla ya viuda, se instalaron en su casa exigi¨¦ndole que eligiera a uno de ellos para volverse a casar, gracias a una astucia posterg¨® indefinidamente su decisi¨®n hasta la vuelta de su marido quien, disfrazado de mendigo, pudo estudiar secretamente la situaci¨®n comprobando la fidelidad de su mujer. Con la ayuda de su hijo Tel¨¦maco masacr¨® a los pretendientes y recuper¨® su familia y sus bienes. Pero la saludable ambig¨¹edad griega rara vez se contenta con lo edificante. Varias tradiciones sostienen la infidelidad de Pen¨¦lope, antes y despu¨¦s del regreso de Ulises. Sin duda la m¨¢s sugestiva es la que afirma que, durante la ausencia de su marido, Pen¨¦lope se acost¨® con los 129 pretendientes, y que de esa uni¨®n populosa naci¨® el dios Pan, Todo. Esta versi¨®n parece identificar a Pen¨¦lope con la Diosa Blanca, la Gran Madre, figura central en los cultos de la prehistoria, de cuyo vientre fecundo sali¨® a la luz del d¨ªa, inacabada y sangrante, la familia humana.
A PIE DE P?GINA
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.