Yudo y literatura
Algunas veces me pregunto si los escritores no nos quejamos mucho. Es cierto que existen motivos para el lamento: desde nuestras miserables tarifas hasta la eliminaci¨®n de la literatura en la escuela de los futuros lectores (nota al pie: en la entrevista que el lunes pasado Lourdes Lucio le hizo a Felipe Romera, ponente de educaci¨®n en el asunto de la Segunda Modernizaci¨®n, me asust¨® que no se mencionara ni una sola vez la palabra literatura o humanidades al hablar sobre la formaci¨®n de los andaluces para el siglo XXI. Me asust¨® que cuando la entrevistadora le record¨® que todav¨ªa exist¨ªan analfabetos, Romera menospreciara la observaci¨®n porque estaba basada en par¨¢metros de la revoluci¨®n industrial. Santo Dios). A lo que vamos: una de nuestras quejas, con la que me he vuelto a encontrar leyendo las cr¨®nicas del VIII Congreso de Escritores que se acaba de celebrar en Sevilla, puede resumirse as¨ª: la violenta penetraci¨®n del mercado y de sus sucias exigencias en la virginal literatura la ha degenerado y convertido en un simple objeto de venta y entretenimiento.
Ojal¨¢ fuera cierto y todas las novelas que me compro fueran entretenidas por exigencia del mercado o convencimiento de sus autores. Lo cierto es que cada vez dejo m¨¢s libros a la mitad. De todos modos, la exigencia de entretenimiento no es cosa del mercado. Viene de mucho antes, probablemente de cuando las narraciones no se entregaban por escrito al editor, sino de viva voz a un auditorio variopinto en la plaza del pueblo. Ah¨ª s¨ª que lo ten¨ªas crudo como no entretuvieras desde los primeros gestos. O gustabas o te tiraban al pil¨®n.
La presi¨®n del mercado sobre la creaci¨®n literaria tampoco es un fen¨®meno reciente. Como dice Juan Carlos Rodr¨ªguez en su reciente estudio El escritor que compr¨® su propio libro, es posible que Cervantes fuera el primer escritor consciente de esta nueva situaci¨®n, y que el mismo Quijote se escribiera con la repugnante intenci¨®n de romper las listas de libros m¨¢s vendidos, en caso de que hubieran existido.
Los llamados hoy intelectuales nacieron precisamente como una exigencia de ese mercado que tanto detestan (esto lo he le¨ªdo en el ensayo de Jorge Villar, Las edades del libro). Los editores del siglo XIX azuzaban a los escritores para que no se quedaran en casa y para que opinaran sobre esto y sobre aquello, con el fin de que fueran m¨¢s conocidos y vendieran as¨ª m¨¢s ejemplares.
Muchas de las mejores novelas del siglo XIX se publicaron por entregas en los peri¨®dicos; sus cap¨ªtulos fueron saliendo a la luz por exigencia del mercado. El mercado quer¨ªa entonces folletines, y los mejores novelistas de aquel tiempo los escribieron. Fortunata y Jacinta o La Regenta son folletines, folletines que demandaba el sucio mercado. Pero son tambi¨¦n portentosas obras maestras de la literatura universal. Claro: Gald¨®s y Clar¨ªn eran grandes novelistas, profesionales que se quejaron poco y que utilizaron la fuerza del contrario, como dictan los principios del yudo, para derribar al adversario y beneficiar a su propia literatura. ?No ser¨¢ que hoy nos faltan maestros con cintur¨®n negro?
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