Galer¨ªa de marcianos
Sir David Beckam, el hombre que juega v¨ªa sat¨¦lite de puro largo, llega a Barcelona. Luego, como algunos contempor¨¢neos de su paisano Lord Byron, abre el neceser, guarda la medalla y hace una muda de gentleman a boxeador. O, mejor dicho, se convierte en una cabeza de samurai sobre un cuerpo de futbolista.
Con su malet¨ªn de practicante, el expedicionario Ra¨²l est¨¢ en el otro extremo de la excelencia. Atrapado en una figura larga y escurrida, compensa sus limitaciones con su osad¨ªa. Quiz¨¢ no sea tan bueno, pero eso importa poco: ¨¦l no lo sabe. Por eso insiste hasta la extenuaci¨®n.
Desde la esquina derecha le acompa?a Luis Figo con su bicicleta de competici¨®n y su permanente rictus de deprimido. Nunca sabremos si hace bien la digesti¨®n de la merienda, pero, inamovible en su tozudez, sigue pidiendo la pelota como quien reclama el pago de una deuda. Parece que su amargura portuguesa no tiene remedio: todo indica que est¨¢ gan¨¢ndose a pulso el sueldo, la tarjeta y la ¨²lcera de est¨®mago.
Mientras tanto, cargado con su macuto de pionero, Roberto Carlos ha puesto un tren de alta velocidad en la banda izquierda. Sus aspiraciones tampoco tienen l¨ªmites: en ocasiones sigue escrupulosamente el trazado ferroviario y en ocasiones se aburre. Entonces da una cabriola, mete un taconazo, descarrila por el pico del ¨¢rea y, en vez de disparar, bombardea.
Despu¨¦s de deshacer la maleta, rezagado en la fila, como siempre, Ronaldo rompe la b¨¢scula y la l¨ªnea defensiva. Dicen que sigue con sobrepeso, pero conviene que no nos enga?emos m¨¢s: hay que conservarlo as¨ª, mitad b¨²falo y mitad pantera, y darle los pases al claro como se entrega una presa a un depredador.
En el lado tenebroso de la fuerza, Zidane lleva, por supuesto, el viejo ba¨²l de doble fondo con su chistera inagotable: las burbujas voladoras, los cubiletes de trilero y, por supuesto, las zapatillas de baile. Con el paso del tiempo han crecido su leyenda y su misterio. ?C¨®mo un tipo tan taciturno en la calle puede ser tan expresivo en el campo? ?Tiene l¨ªmites su repertorio? ?De qui¨¦n ha aprendido lo que sabe? ?Le veremos levitar en pleno partido cuando le crezca la tonsura? Seg¨²n ¨¦l mismo ha confesado, su Rosebud no es un juguete ni un territorio, sino un hombre. Se trata de Enzo Francescoli, un fino jugador uruguayo a quien llamaban El Pr¨ªncipe por su prestancia. La ultima paradoja de Zizou no deja de ser chocante: sigue venerando a su ¨ªdolo sin darse cuenta de que naci¨® siendo mejor que ¨¦l.
En el fondo, sus cuatro colegas comparten el mismo destino: en su af¨¢n de emulaci¨®n han sobrepasado su propio ideal.
Y, sin embargo, no son invencibles.
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