Mitos
La ¨²nica vez que vi a Sean Penn fue en San Francisco hace un par de a?os, en una panader¨ªa del barrio residencial que hay al otro lado del Golden Gate. Ten¨ªa el aspecto descuidado que suelen mostrar todos los actores los fines de semana: el pelo revuelto, la cara sombreada por una barba de dos d¨ªas y seguramente todav¨ªa llevaba el pijama debajo de la zamarra de cuadros. Su desali?o, sin embargo, emanaba un aire muy vivido. Me produjo la misma impresi¨®n de proximidad que cuando paseando por una ciudad descubres de golpe, a trav¨¦s de una ventana abierta, el calor sensual de una cama deshecha y esa visi¨®n te da la medida humana de las calles. Por lo dem¨¢s no llam¨® especialmente mi atenci¨®n, era un tipo como tantos, algo distra¨ªdo o cansado, con una capacidad adquirida de mirar sin encontrarse con los ojos de nadie. Lo vi salir por la puerta con una barra de pan reci¨¦n horneada y el peri¨®dico bajo el brazo. Despu¨¦s cruz¨® al otro lado para perderse entre los arces de aquella colonia y ya no volv¨ª a pensar en ¨¦l hasta la semana pasada durante la proyecci¨®n de la pel¨ªcula Mystic River.
Su rostro surgi¨® de la pantalla con la luz de un metal reci¨¦n cortado. A lo largo de la hora y media que dura la pel¨ªcula, el personaje se va tallando contra el azar desde el d¨ªa en que, con dos amigos escribe su nombre sobre el cemento fresco de una acera en un barrio obrero de Boston hasta el momento en que la semilla de la fatalidad germina y le alcanza ya de adulto. Un viento fr¨ªo lo va envolviendo mientras espera intranquilo, como cualquier padre, la llegada de su hija sentado en las escaleras del porche. No ha ocurrido nada todav¨ªa en su conocimiento, sin embargo casi pueden o¨ªrse los cuervos cosiendo el cielo con sus puntadas negras igual que en las tragedias de Esquilo. Cuando el dolor estalla, es de una dimensi¨®n inabarcable, pero precisamente por eso se mide en las cosas peque?as que siguen suspendidas de un instante anterior, el zumbido de la nevera en la cocina, una conversaci¨®n... Dec¨ªa Pessoa que el poeta es un fingidor: "Finge tan completamente/ que llega a fingir que es dolor/ el dolor que de verdad siente".
Cuando en el cine y en la literatura se trabaja con sentimientos extremos, se corre el riesgo de la reverberaci¨®n, que es una especie de desbarrancamiento sentimental. Sean Penn no s¨®lo no reverbera, sino que consigue proyectar la mezcla m¨¢s aut¨¦ntica de arrogancia y desvalimiento ante el destino que yo recuerde desde que tengo memoria cinematogr¨¢fica. Hace falta ser un poeta para convertir en verdad esa impostura.
Puede que la Academia no le conceda el Oscar que merece -hay que considerar su fama de actor rebelde de fatales encuentros con la prensa y sobre todo su militancia radical contra la guerra; fue el ¨²nico actor norteamericano que viajo a Irak y expres¨® su rechazo a la pol¨ªtica de Bush en una serie de art¨ªculos publicados en el San Francisco Cronicle- Pero la energ¨ªa de su interpretaci¨®n est¨¢ por encima de los reproches de Hollywood, transpirando a trav¨¦s de cada fotograma con un aliento de genialidad.
La ma?ana en que vi a Sean Penn en una panader¨ªa, le dediqu¨¦ una t¨ªmida mirada de reconocimiento. Se me olvidaba que los grandes actores son hombres esquivos que s¨®lo consiguen encontrarse con los ojos de otro cuando son observados a trav¨¦s de una pantalla. Desde el cristal de la puerta parec¨ªa un hombre como tantos.
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