Dar vueltas
En la ¨²ltima tarde del a?o, el chico sale de casa de sus padres -en los alrededores de la glorieta de Cuatro Caminos- con la peonza en el bolsillo del chaquet¨®n. Su madre le ha prohibido usarla en las habitaciones, pues tropieza con los muebles y las patas de las sillas, y el chico busca un trozo liso de acera -lo que no es frecuente en el pavimento madrile?o, salpicado de zanjas, adoquines y losetas desequilibradas-, y adem¨¢s despejado de peatones, algo dif¨ªcil de encontrar en un sitio c¨¦ntrico y bien comunicado, con supermercados y grandes almacenes.
Esta exigencia de espacio es necesaria al principio del juego, cuando la peonza salta de la mano del chico reclamando, igual que el proyectil expulsado de la honda, un horizonte sin obst¨¢culos. Pero una vez que aterriza, y ya lo haga en un punto distante o cercano al de partida, la peonza apenas se desplaza porque se dedica a rotar sobre su eje. Inicialmente muy deprisa, con la velocidad que le concede el primer impulso y, a medida que gasta esos br¨ªos, m¨¢s despacio, retrasando el momento de perder la verticalidad. Del mismo modo, las bailarinas de la televisi¨®n que revolotean en torno a su pareja reprimen el mareo que puedan experimentar y esforzadamente mantienen la inercia de su estela para no quedarse quietas, aunque alguna, m¨¢s d¨¦bil, se rinde antes de tiempo y reclina la cabeza, como una flor tronchada, en el hombro de su acompa?ante.
Cansado de rodar termina el a?o. Se apaga la tarde, las viviendas se encienden y hasta o¨ªdos del chico llega el v¨¦rtigo propio de la fecha que el redondo vals de Viena difunde por las televisiones. A la manera de la bola de la ruleta cuando se posa en varios n¨²meros antes de detenerse en uno, registran los analistas los hechos m¨¢s significativos de nuestra rotaci¨®n anual, y los comentan sobre el fondo de guirnalda musical mientras del autob¨²s circular baja un pasajero con dificultades para caminar en l¨ªnea recta despu¨¦s de haber circunvalado la ciudad -pues subi¨® en la misma parada de la que ahora desciende-. El ni?o que monta en el tiovivo de la glorieta lo mira, pero s¨®lo un instante, porque al ni?o lo traslada un mecanismo rotatorio que le proporciona incesantemente nuevas visiones. As¨ª se entrena en un ejercicio que practicar¨¢ de mayor con la mansedumbre con que este mediod¨ªa, a la misma hora que todas las jornadas laborables del a?o, el padre del chico de la peonza ha asediado la manzana de edificios en la que vive tras un hueco donde aparcar. "?Ya de vuelta?", le recibi¨® la madre con inocente inconsciencia. "No sabes las vueltas que di", confes¨® el padre al sentarse a la mesa agotado.
"No le des m¨¢s vueltas", interrumpi¨® la madre el relato obsesivo del padre, en el tono que otras veces emplea para recomendarle un paseo -"date una vuelta", le aconseja cuando le nota preocupado-. Hoy ha repetido la orden despu¨¦s del almuerzo, pero no en el comedor, sino en el dormitorio de la hija, donde arrodillada sobre el suelo de corcho se mov¨ªa a su alrededor para ajustarle el bajo del largo vestido de fiesta. "Vu¨¦lvete", dijo, con los alfileres en la boca. Y lo mismo que su padre pon¨ªa cerco a su casa al perseguir aparcamiento, la muchacha obedeci¨® a su madre y ante el espejo de su cuarto gir¨®. Pero no resignadamente, como su padre, sino con la ilusi¨®n de quien de ese modo cobra fuerzas -al igual que el avi¨®n acumula energ¨ªa para elevarse- y en la noche final de a?o consigue despegar de su circunstancia y trasladarse al deslumbrante sal¨®n del Casino o de alg¨²n palacete de la calle de Arenal o del paseo de la Castellana y participar de una diversi¨®n prohibida sin que nadie denuncie su presencia y la expulse del para¨ªso.
El chico mira de frente y a su espalda y, porque quiz¨¢ no disfrute de otra ocasi¨®n m¨¢s ventajosa, lanza la peonza en la calle de Maudes y corre inmediatamente tras ella y al examinarla de cerca en este atardecer de luz precaria, y por el mismo sistema que proporciona movimiento a las im¨¢genes fijas cuando se despliegan con rapidez, descubre en la trayectoria de esa peonza su vivo retrato y su destino futuro, en una secuencia acelerada que no le permite reflexionar sobre c¨®mo ocurre esa evoluci¨®n ni si tiene enmienda. Pero, intuitivamente, al ver que la peonza pierde vigor y decae, le tiende la mano como si en ello se jugara la vida y entre sus dedos la alberga para salvarla de morir sobre el asfalto.
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