La novela nunca fue lo que era
En uno de los primeros cap¨ªtulos de Yo, Claudio, un rapsoda que act¨²a ante Augusto se asombra de la magn¨ªfica voz del criado que le anuncia. El rapsoda comenta al interesado que deber¨ªa ser ¨¦l quien recitase en su lugar. "Es que yo, se?or, soy actor, pero prefiero este puesto", contesta el criado. "Ten¨¦is raz¨®n, el teatro ya no es lo que era", afirma el rapsoda con la enga?osa prepotencia del nost¨¢lgico. Pero el criado, en un mutis formidable, sentencia: "El teatro, se?or, nunca fue lo que era".
En eso, en que algo nunca fue lo que era, y respecto a la novela, concluye el ensayo de Jonathan Franzen, ?Para qu¨¦ molestarse?, que ha llegado a ser conocido como "el art¨ªculo de Harper's" y caus¨® un moderado revuelo en los c¨ªrculos literarios de Nueva York. Aqu¨ª se ha editado en el libro C¨®mo estar solo y no ha causado revuelo alguno. Pero no importa, porque de eso hablamos: de la indiferencia. En el texto, un Franzen decepcionado por la nula repercusi¨®n de su obra en el mundo contempor¨¢neo, que publicar se trate s¨®lo de una especie de farsa, "s¨®lo sesenta rese?as en el vac¨ªo", transita por una crisis que le lleva a la idea de abandonar la escritura hasta que, al fin, con la ayuda de una soci¨®loga (a la que supongo vivaracha) llega a dos conclusiones. La primera es la ya mencionada de que la novela nunca fue lo que era: en Estados Unidos, las grandes novelas han supuesto muy poco en el magma cultural, y su influencia se ha ejercido sobre una ¨ªnfima minor¨ªa. La segunda de las conclusiones de Franzen es que ante la superproducci¨®n audiovisual, cibern¨¦tica, informativa, ante el ruido y la ch¨¢chara, el deber del novelista es escribir una buena historia, contar con que haya un buen lector y punto. El ep¨ªlogo no escrito de ese ensayo, de esta historia de crecimiento, en definitiva, es que Franzen escribe Las correcciones, ¨¦sta se convierte en best seller, y nuestro h¨¦roe triunfa sobre los malos que salen por la tele. Fingiremos que ese ep¨ªlogo, aunque parezca la misma historia, y una mala historia, ensamblada de un modo casi org¨¢nico a los episodios anteriores, sea otra historia.
El que esto firma nunca sinti¨® el ¨ªmpetu de influir sobre la sociedad que alguna vez moviera a Franzen. Sin embargo, y en conversaciones con otros escritores, ha llegado tambi¨¦n a dos conclusiones respecto a la novela en Espa?a: nunca como hoy ha existido una posibilidad tan di¨¢fana de llegar a vivir de la novela (y aleda?os) y nunca se ha tenido la impresi¨®n de que a nadie le importa tanto un pepino el esfuerzo del novelista por ofrecer algo parecido a una buena novela. Indiferencia y vac¨ªo. Esto, en s¨ª mismo, quiz¨¢ no sea ni bueno ni malo, pero es un hecho que, cuando corresponde, los titulares de los peri¨®dicos amplifican esa indiferencia y ese vac¨ªo con titulares sentenciosos. Las imposiciones est¨¦ticas de los mandarines de anta?o (urgencias antifranquistas y posestructuralistas) han sido sustituidas en tres d¨¦cadas por la autoridad inapelable del mercado editorial. Pero, como todo el mundo sabe, la dictadura del mercado es lo que hoy pasa como normalidad. As¨ª, uno escribe, publica, hace unas entrevistas de contenidos casi siempre nimios, se vuelve idiota dos d¨ªas, se confunde un tercero, no se queja, por si acaso, y ya piensa en escribir otra cosa, porque un nombre, una personalidad, es un valor m¨¢s importante que el contenido de un libro. Es necesario publicar todos los a?os, estar ah¨ª, resonando como un timbre, para ganar, si no el ¨¦xito y la fama, al menos un grado de antig¨¹edad en cada intentona. Este hecho da como resultado una serie de productos de similar corte que forman un conjunto vagamente culto, vagamente amable, vagamente sentimental, vagamente de tesis y vagamente anest¨¦sico.
Es cierto. La novela nunca
fue lo que era y vivimos en el mejor de los mundos. Sin embargo, y con el ¨¢nimo de resaltar algunas cualidades de esa artesan¨ªa que, como la de los alfareros, parece que se pierde, me animo a se?alar, no dir¨¦ defectos, sino vicios de actitud, que, m¨¢s o menos enmascarados, malogran muchas novelas actuales. Todos se dirigen a la b¨²squeda insensata del "lector" ideal, que como el "telespectador" ideal que prefiere la basura a cualquier otra cosa, existe, porque ah¨ª est¨¢n las estad¨ªsticas para demostrarlo. Todos son obvios, pero uno los encuentra una vez y otra. No dir¨¦ nada que Henry James no dijera ya en El arte de la ficci¨®n (1884). Y, s¨ª, ¨¦ste es un art¨ªculo conservador, su intenci¨®n es preservar.
a) Utilidad. La magia oculta del best seller. O dar al mal lector de novelas lo que el mal lector de novelas quiere: enamorarse del propio saber. Si un determinado lector lee Los pilares de la tierra, quiz¨¢ crea que lo sabe todo sobre las catedrales o el simbolismo medieval. Si otro tipo de lector, pero en esencia el mismo, lee una de esas novelas que "combinan ficci¨®n y ensayo" donde se citan a quinientos autores, quiz¨¢ crea que ha le¨ªdo esos quinientos libros y tenga una filistea sensaci¨®n de bienestar abrazado a su monta?a de datos.
b) Prosa. O "que se te entienda". Pero ?qui¨¦n quiere entender? ?Un ni?o de cinco a?os? ?O un ni?o de cincuenta? Ese "lector" exige claridad. Pero no una claridad literaria, sino comercial. Anthony Burgess distingu¨ªa a dos tipos de prosistas: aquellos que son inclinados a los efectos po¨¦ticos, al juego con las palabras y a la ambig¨¹edad ling¨¹¨ªstica, y aquellos que no. Pues eso, mejor no.
c) Basado en hechos reales. O ?esto ha pasado de verdad, pap¨¢? No, me lo he inventado, pero he fingido que pasaba de verdad, porque eso son las novelas. El novelista debe inventar, competir con la vida para expresar su misterio. Es su talento y es su obligaci¨®n. Truman Capote manifest¨® que hab¨ªa escrito dos "novelas reales": A sangre fr¨ªa y Ata¨²des tallados a mano. Alguien demostr¨® que la segunda se la hab¨ªa inventado. ?Y qu¨¦? La elegancia suprema de la ficci¨®n es enga?ar. La elegancia suprema del lector es fingir que cree si la historia lo merece. En alg¨²n lugar queda la bagatela de la ficci¨®n autobiogr¨¢fica. Y las memorias.
d) Tensi¨®n dram¨¢tica.
Elia Kazan cuenta en sus memorias (precisamente) que una vez dirigi¨® una obra en la que un negro es acusado de violar y asesinar a una blanca hasta que los hechos demuestran que es inocente. Kazan nos dice entonces que la obra que al ¨¦l le hubiera gustado dirigir es la de un negro acusado de violar y asesinar a una blanca y al final resulta culpable. La tensi¨®n dram¨¢tica es la sal de la ficci¨®n: muchas preguntas, ninguna respuesta. Y eso molesta porque nos hace sentir inc¨®modos. Afortunadamente, nadie se siente inc¨®modo en los ¨²ltimos tiempos.
e) Iron¨ªa. Dig¨¢moslo de una vez: la "iron¨ªa" posmoderna es autocompasi¨®n o autocomplacencia. Esa autocompasi¨®n puede ser c¨®smica o s¨®lo un batir de pesta?as. La autocomplacencia es siempre apoyar la punta de la lengua en el carrillo con peligro de futilidad, de hipocres¨ªa y, por supuesto, de morderse la lengua. No es en ning¨²n caso destilado vital, experiencia de la duda. En Lolita, el narrador Humbert Humbert no es ir¨®nico, pero su autor s¨ª. Eso es iron¨ªa de la buena. Lo otro, chapotear en el remanso ¨¦ste nuestro de todos los d¨ªas.
El cinismo camuflado de iron¨ªa me hace pensar de nuevo en algo: ?a qui¨¦n le importa? Un maestro de kendo del siglo XVIII hizo una lista de seis tentaciones de las que son presa los esgrimistas: 1. El deseo consciente de obtener la victoria. 2. El deseo de recurrir a la astucia t¨¦cnica. 3. El deseo por evidenciar sus aptitudes. 4. El deseo de intimidar al enemigo. 5. El deseo de jugar un papel pasivo. 6. El deseo de librarse de cualquiera de las anteriores tentaciones. Es una po¨¦tica pr¨¢ctica.
La ¨²nica obligaci¨®n del novelista es manejar un estilo hermoso, duro y el¨¢stico que preserve su ficci¨®n de la ficci¨®n general y a su lenguaje del lenguaje general. Ojal¨¢ queden lectores para contarlo y puedan decir alguna vez que la novela, una sola novela, fue algo un d¨ªa.
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