La palabra que arde
Los s¨²bditos del antiguo reino de Siam ten¨ªan un nombre para designar cada uno de los actos de su rey-dios. Debido a su naturaleza divina, el todopoderoso monarca no com¨ªa, caminaba o dorm¨ªa, o, al menos a los ojos de sus s¨²bditos, no lo hac¨ªa como el resto de los mortales, y hab¨ªa un verbo que indicaba esa acci¨®n real, un verbo "personalizado", diferente al utilizado cuando el sujeto era cualquier otro. El cabello o las plantas de los pies del rey recib¨ªan tambi¨¦n un nombre especial, no compartido por ning¨²n otro ser. Y as¨ª, en torno a esta figura, se levantaba una verdadera monta?a de palabras que parec¨ªa protegerla del vac¨ªo, o del contagio de la igualdad.
Ese vocabulario real y divino que los siameses desarrollaron como se?al de reconocimiento y de sumisi¨®n invitan a una reflexi¨®n sobre los l¨ªmites y las convenciones del lenguaje.
De fuego eran las palabras con que se escribi¨® la Tor¨¢ celeste, y no otra era la materia del poema de san Juan de la Cruz
?Acaso no ser¨ªa justo bautizar cada una de nuestras manos y aun de nuestros dedos? ?Acaso nuestras manos no se mueven, acarician e infligen da?o, de una forma distinta al modo en que lo hacen las de los dem¨¢s? ?No es cierto que ¨ªndice o anular s¨®lo sirven para orientar levemente sobre la ubicaci¨®n de una forma o de una funci¨®n que esencialmente tienen nombre propio, que laten con coraz¨®n propio? ?No lo es menos que no hay adjetivo capaz de describir nuestras manos por entero, de encarnarlas?
Naturalmente, no habr¨ªa vida suficiente para almacenar todos esos nombres en la memoria, y muchos de los s¨²bditos del mismo reino de Siam desconoc¨ªan o encontraban muy dif¨ªcil recordar las infinitas formas de diseccionar en palabras a su rey.
Que t¨² sepas algo de m¨ª, sin embargo, no es una cuesti¨®n de n¨²mero.
Embarcados en la tarea de decir, pronto aprendemos que la proliferaci¨®n de palabras no es sin¨®nimo de realismo o de comunicaci¨®n. No podemos bautizar cada ¨¢tomo de nuestra vida, e incluso si pudi¨¦ramos multiplicar la secuencia de nuestros nombres, ¨¦stos no se traducir¨ªan en experiencia de sentido. Desintegrar una tormenta en mil palabras nunca nos comunicar¨ªa esa violencia de agua y viento. No es un problema de fragmentaci¨®n bajo el microscopio, es una cuesti¨®n de vida o muerte.
Todas las palabras est¨¢n muertas y la tarea de escribir es la de despertar palabras a la vida. En realidad, las hemos matado antes.
Matamos a las palabras para salvarles la vida, y lejos de una paradoja, ¨¦ste es el ¨²nico modo de comunicar experiencia; si no hay sacrificio, si la palabra es pura convenci¨®n, ¨ªndice que se?ala, lo se?alado nacer¨¢ muerto.
Cu¨¢ntas veces nuestro propio nombre parece de pronto incapaz de nombrarnos, o nos hemos visto desaparecer en ¨¦l. Hacer renacer nuestro propio nombre es una tarea siempre inacabada.
Los indios navajos, atentos a la verdad de nombrar, decid¨ªan el nombre del reci¨¦n nacido cuando ¨¦ste, con su presencia, era capaz de decir algo de s¨ª mismo, de mostrar un rasgo determinante de su personalidad.
Entonces, los adultos interpretaban esa mirada o ese gesto y lo hac¨ªan cristalizar en un nombre: el que habla con el viento, la que duerme sin p¨¢rpados. As¨ª, el nombre estaba vivo; cada vez que se nombraba a alguien, no se nombraba una imagen, sino la esencia de una imagen.
Al morir el individuo, se produc¨ªa un hecho prodigioso: los indios navajos bautizaban al muerto con un nuevo nombre, su nombre de muerto.
As¨ª, los miembros de una comunidad ten¨ªan siempre dos nombres, y el segundo quiz¨¢ sea el testamento m¨¢s verdadero que pueda dejar alguien tras su paso por la Tierra, el legado de la estela.
Vemos el cad¨¢ver del navajo arder en la pira funeraria; el humo que asciende porta ya su nuevo nombre.
En otra hoguera arden las palabras de los m¨ªsticos. La uni¨®n, el amor m¨ªstico es puro fuego, y en las llamas del sacrificio asciende el ¨¢ngel.
De fuego eran las palabras con las que se escribi¨® la Tor¨¢ celeste, y no otra es la materia del poema de san Juan de la Cruz Llama de amor viva. Sus libros son libros quemados, donde lo que se dice es memoria del fuego, de la experiencia de arder; quemadas estaban las p¨¢ginas de Edmond Jab¨¦s, quien se preguntaba c¨®mo pod¨ªa leerse un libro en llamas si no era recurriendo a la memoria del fuego.
Tambi¨¦n los brujos arrojan palabras al fuego y esperan que las llamas eleven sus invocaciones a una realidad superior. Muchas cosas deben arder en el fuego para ser, para volver a nacer. Igual que el fuego en el templo, que nunca debe apagarse, la palabra debe arder para comunicar.
Sin embargo, frente a la hoguera en la que arden las palabras, reconocemos la ci¨¦naga, en cuya superficie las palabras flotan como peces muertos.
Cuesti¨®n de vida o muerte.
Imaginemos, pensemos la palabra yo. Lleva un reloj alojado en su interior, el cual est¨¢ sincronizado a nuestro reloj interior. Las manecillas del reloj de yo avanzan, barriendo minutos y horas de significado; el ritmo del reloj parece m¨¢s pausado, da la impresi¨®n de ralentizarse. Las manecillas comienzan a arrastrarse por la esfera con gran dificultad, hasta que, de pronto, se detienen. El reloj parece entonces coger aire o tiempo, y vemos c¨®mo, un instante despu¨¦s, inicia de nuevo su movimiento, aunque esta vez cambia el sentido de giro de sus manecillas. El reloj da marcha atr¨¢s en el tiempo; primero lentamente; luego, cada vez m¨¢s deprisa; hasta que la palabra yo, o el sentido de la palabra yo, desaparece.
Ahora podemos empezar a escribir.
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