El retorno del odio
En mis a?os tempranos como periodista, me produc¨ªan hilaridad los nombres de aquellos diarios que, en medio del fervor revolucionario o modernista de las primeras d¨¦cadas del siglo, incorporaban la impaciencia a sus cabeceras, o los conceptos de inmediatez y vecindad. Ahora, Ya, Amanecer, La Aurora, Avanti, Arriba y tantos otros t¨ªtulos, parec¨ªan querer, con sus sonidos, involucrar al lector en un entorno m¨¢s propicio a la acci¨®n que a la reflexi¨®n, empujarle a un impulso determinado antes que a una actitud de duda o de meditaci¨®n. Sin embargo, tras acontecimientos recientes que convulsionaron a la opini¨®n p¨²blica espa?ola (la invasi¨®n de Irak, el desastre del Prestige), despu¨¦s de las vicisitudes electorales de Madrid o Catalu?a y de la inveros¨ªmil peripecia del plan Ibarretxe, son muchos los ciudadanos que se preguntan en alta voz: ?y ahora qu¨¦?, subrayando ese ahora como el momento preciso en el que es necesario tomar decisiones.
Esta entronizaci¨®n del mando como objetivo supremo de la lucha pol¨ªtica ha dado paso a la crispaci¨®n, que nos acompa?a desde hace ya demasiado tiempo, y que tambi¨¦n puede denominarse como el retorno del odio
El retorno del odio no se debe a una casualidad, sino a una estrategia determinada, a una manera de hacer pol¨ªtica, o periodismo, o lo que sea, en la que ha predominado el "todo vale"
Partamos de la base de que el ahora existe, de que podemos ofrecer una fotograf¨ªa o una serie de ellas, muy de actualidad, sobre el momento de nuestra realidad social, para especular acerca del futuro a partir de las mismas. ?ste es un juego perverso y discutible. El ahora es, como su propio nombre indica, coyuntural, no s¨®lo en el tiempo, tambi¨¦n en la distancia. El ahora de aqu¨ª no es el mismo del de m¨¢s all¨¢, aunque no tiene que ser tampoco enteramente diferente. Algunos agentes de la pol¨ªtica espa?ola piensan que, un cuarto de siglo despu¨¦s de la aprobaci¨®n de la Constituci¨®n, terminado pr¨¢cticamente el desarrollo legislativo que de ella emanaba, el momento actual ser¨ªa un par¨¦ntesis, un tiempo de espera, cara al devenir inmediato, que deber¨ªa estar marcado por reformas constitucionales o estatutarias. Las propuestas del lehendakari y de los l¨ªderes catalanistas as¨ª lo sugieren. Nos encontramos en una instancia parecida a la descrita por Toynbee cuando se?ala que el crecimiento de las civilizaciones es fruto no s¨®lo del impulso exterior a su cultura, sino del que procede de su mismo seno: "El crecimiento significa que la personalidad o la civilizaci¨®n en crecimiento tienden a convertirse en su propio contorno y en su propia incitaci¨®n y en su propio campo de acci¨®n. En otras palabras, el criterio del crecimiento es el progreso hacia la autodeterminaci¨®n; y el progreso hacia la autodeterminaci¨®n es una forma prosaica de describir el milagro por el cual la Vida entra en su Reino". Se aborda, as¨ª, el concepto de autodeterminaci¨®n desde una perspectiva interesante, bien diferente a la que estamos habituados.
Hay quien supone que, si hemos completado el ciclo constitucional y estatutario -como tantas veces se ha declarado ya por tirios y troyanos, con entusiasmo, con escepticismo o con l¨¢stima-, ha llegado el momento de emprender una nueva etapa pol¨ªtica, de seguir avanzando al hilo no de las presiones o incitaciones exteriores, sino de las demandas que nacen de la propia din¨¢mica que en su d¨ªa pusimos en marcha. La Constituci¨®n espa?ola de 1978 fue el resultado concreto de un momento hist¨®rico definido por el fin de la dictadura y la restauraci¨®n de la monarqu¨ªa parlamentaria. Finiquitado ese periodo, merece la pena estudiar y promover los cambios que se deriven de una nueva situaci¨®n en la que el r¨¦gimen parece consolidado. Desde ese punto de vista, la impaciencia del "?ahora qu¨¦?" vendr¨ªa justificada por una especie de inanidad, de ausencia de respuestas cara al futuro, si no se cambian las coordenadas del presente y se transforman las leyes que nos han permitido alcanzar el actual estadio, pero nos impiden abordar cotas superiores. ?ste es, desde luego, uno de los ahoras posibles, una forma peculiar de contemplar la realidad espa?ola, prioritaria para los movimientos o los partidos nacionalistas, o para todos aquellos que entienden que la Constituci¨®n no se puede petrificar, inmovilizar, si no es con grave da?o del proyecto pol¨ªtico que ellos impulsan. Su reclamo es parecido al de los colectivos vascos que, preocupados por el enquistamiento de la violencia en su sociedad, buscan una lectura diferente del mandato constitucional a fin de escrutar posibles salidas a la situaci¨®n de Euskadi sin necesidad de abordar reformas constitucionales, improbables y dif¨ªciles de ser aceptadas, dados los requisitos formales que la propia ley prev¨¦ para ello.
El ahora del que yo parto no se halla matizado por la implementaci¨®n, m¨¢s o menos correcta, del texto constitucional, ni por la suposici¨®n de que hemos coronado una etapa hist¨®rica en su aplicaci¨®n. Es, m¨¢s bien, el reflejo de una situaci¨®n pol¨ªtica en la que la pr¨¢ctica del poder se impone sobre sus definiciones jur¨ªdicas e impregna el ambiente de tal manera que nadie puede sustraerse a su influencia. Esta entronizaci¨®n del mando como objetivo supremo de la lucha pol¨ªtica ha dado paso a la crispaci¨®n, que nos acompa?a desde hace ya demasiado tiempo, y que tambi¨¦n puede denominarse como el retorno del odio, que se ha ense?oreado de las relaciones entre espa?oles. Un odio agitado desde las tribunas pol¨ªticas, coreado por los medios de comunicaci¨®n e inoculado, de forma persistente e irresponsable, en un cuerpo social cada d¨ªa m¨¢s fragmentado y dividido, m¨¢s decepcionado y desorientado por los que presumen de ser sus dirigentes.
La Constituci¨®n espa?ola es corolario de la reconciliaci¨®n entre vencedores y vencidos de nuestra Guerra Civil, entre las dos Espa?as tr¨¢gicas y tradicionales sobre las que se lamentara el poeta. Desde antes de la muerte del dictador, durante la d¨¦cada de los setenta, los espa?oles se esforzaron en ahuyentar el fantasma de la divisi¨®n, rechazaron cualquier tipo de revancha o aventurerismo pol¨ªticos y se prepararon para la construcci¨®n pac¨ªfica de la democracia. Ya he dicho que esa actitud no era s¨®lo fruto de un novedoso optimismo hist¨®rico de nuestros conciudadanos, sino del sentimiento de miedo extendido entre la poblaci¨®n. Miedo y esperanza eran m¨¢s que distinguibles en los comportamientos espa?oles de la temprana democracia. Miedo de la izquierda a una intervenci¨®n violenta del Ej¨¦rcito que sofocara cualquier intento democratizador; miedo de la derecha a que se iniciara una etapa de petici¨®n de responsabilidades por los cr¨ªmenes y corrupciones cometidos durante el franquismo; miedo, en fin, de la mayor¨ªa a que se emprendieran, de nuevo, las viejas querellas que durante siglos nos hab¨ªan arrastrado a toda clase de guerras civiles y que hab¨ªan culminado con el abominable pronunciamiento militar del Llano Amarillo. Pero tambi¨¦n esperanza: la de conseguir un sistema de convivencia homologable al de los pa¨ªses de nuestro entorno; la de disfrutar de las mismas libertades e id¨¦nticos derechos que los de cualquier ciudadano de Europa; la que germinaba en los llamados pueblos perif¨¦ricos, vascos y catalanes de forma connotada, de recuperar su autogobierno, el uso de sus lenguas aut¨®ctonas, y obtener el reconocimiento de sus peculiaridades y el respeto a sus propias instituciones. Sobre tales premisas se edific¨® el consenso constitucional, que fue muy atacado por los residuos de la Espa?a profunda, y que a punto estuvo de naufragar abruptamente en la noche del 23 de febrero de 1981.
Bucear en las hemerotecas
Fue entonces cuando comenzaron a menudear los reclamos de pureza que los fundamentalistas tanto gustan de hacer. No es cosa de bucear en las hemerotecas, pero nos quedar¨ªamos asombrados de la cantidad de art¨ªculos y libros que se han publicado en los ¨²ltimos a?os con el ¨²nico objetivo de demostrar que nuestra democracia parlamentaria hab¨ªa desertado de s¨ª misma, con la complicidad traidora de todo lo imaginable. La utilizaci¨®n electoralista de la existencia del GAL -neutralizado ya en 1986, y del que se pod¨ªan encontrar abundantes precedentes durante la gobernaci¨®n de UCD- y la atribuci¨®n en exclusiva de la corrupci¨®n al Partido Socialista contribuyeron a caldear el ambiente hasta extremos insospechados. La democracia ven¨ªa predicada en bocas de antiguos fascistas a los que, en palabras de Jorge Sempr¨²n, se les notaba todav¨ªa la huella de los correajes, y que vociferaban clamando por una pureza de la vida pol¨ªtica que s¨®lo ellos -dec¨ªan- eran capaces de aportar. La campa?a se mont¨® sobre errores palpables del partido entonces en el Gobierno, y aprovechando la comisi¨®n de delitos que deb¨ªan ser perseguidos y castigados con la m¨¢xima dureza. Pero, cuando los delitos no exist¨ªan, se inventaban si era necesario, con tal de desprestigiar todo aquello que, de una u otra manera, coincidiera con los s¨ªmbolos y los protagonistas de la Transici¨®n pol¨ªtica.
No quiero avivar una pol¨¦mica cuyo rescoldo sigue vivo -ha bastado ver la dial¨¦ctica empleada con ocasi¨®n de la crisis de la Asamblea de Madrid, en verano de 2003- sino para poner de relieve que el retorno del odio no se debe a una casualidad ni a una cr¨®nica desviaci¨®n del comportamiento de los espa?oles, sino a una estrategia determinada, a una manera de hacer pol¨ªtica, o periodismo, o lo que sea, en la que ha predominado el "todo vale": porque el fin, es decir la ocupaci¨®n y mantenimiento del poder, justificaba los medios. Los intentos por someter a un proceso hist¨®rico a la izquierda espa?ola, atribuy¨¦ndole casi en exclusiva el crimen de Estado y la corrupci¨®n pol¨ªtica, habr¨ªan resultado casi c¨®micos si no hubieran tenido efectos tan funestos. No se trata, en ning¨²n caso, de negar los hechos ni de mirar hacia otro lado. Pero no hace falta haber le¨ªdo muchos libros de historia para comprender que un empe?o as¨ª, viniendo de donde ven¨ªa, s¨®lo podr¨ªa volverse contra aquellos que lo impulsaban. El esp¨ªritu de rencor, de "vuelta de la tortilla", ha logrado avivar las dudas de algunos sectores progresistas, que estiman que el revanchismo de hoga?o es la respuesta a la reconciliaci¨®n de ayer, pues si la democracia hubiera pedido cuentas a los asesinos y ladrones, todav¨ªa impunes, de la dictadura, las cosas hubieran transcurrido de manera muy distinta. Yo tambi¨¦n lo creo, aunque estimo que hubieran ido peor.
Esp¨ªritu de consenso
La instauraci¨®n del odio como arma pol¨ªtica es la principal responsabilidad de determinados portavoces del partido gobernante (tal vez conmovidos por el odio mayor que destilan las pistolas de los terroristas), o el de algunos nacionalistas intransigentes y ultramontanos, pero no podemos dejarnos arrastrar por la dial¨¦ctica que implica. Hay que recuperar el esp¨ªritu de consenso que hizo posible la reconciliaci¨®n. Si no lo logramos, antes o despu¨¦s, acabaremos todos pagando las consecuencias, independientemente de qui¨¦nes sean sus causantes. La aritm¨¦tica pol¨ªtica evit¨® que el ambiente de enfrentamiento que aliment¨®, en una primera instancia, la subida al poder de la derecha se hiciera evidente, tambi¨¦n, en sus relaciones con los movimientos nacionalistas moderados. La necesidad de contar con su apoyo para la investidura presidencial propici¨®, m¨¢s bien, que el poder central se rindiera, con facilidad y premura, a las demandas de algunos gobiernos perif¨¦ricos que no dudaron en aprovechar el viaje. Al margen cualquier otra consideraci¨®n, la participaci¨®n, por activa o por pasiva, de Convergencia i Uni¨® en el Gobierno del PP sirvi¨®, cuando menos, para desfigurar las ¨ªnfulas autoritarias residenciadas en la Moncloa, para moderar la pasi¨®n por el mando y controlar el rencor de quienes, mientras no disfrutaron de la mayor¨ªa absoluta, no pudieron usarla como un cheque en blanco para hacer lo que les petara. Por lo dem¨¢s, el PSOE estaba pidiendo a gritos ser relevado en el poder: ba?ado de esc¨¢ndalos, sin proyecto, sin cohesi¨®n y sin ganas, sus carencias exig¨ªan una alternativa que muchos estimaban pod¨ªa encarnar con dignidad el Partido Popular. Desgraciadamente, los ¨¦xitos que ¨¦ste ha cosechado en la pol¨ªtica econ¨®mica son tan evidentes como sus tendencias autoritarias en otras cuestiones. El ahora del que hablamos ser¨ªa distinto, y no para bien, si los nacionalistas catalanes no hubieran contribuido durante los ¨²ltimos a?os a moderar los proyectos y las leyes que flu¨ªan de Madrid. No obstante, nada de eso ha servido para dilucidar el futuro de la pol¨ªtica auton¨®mica o el car¨¢cter de nuestro Estado. Semejantes cuestiones pretendieron zanjarse, primero, con la chequera encima de la mesa, y luego con la dial¨¦ctica de los pu?os y la confrontaci¨®n, antes que con la ideaci¨®n pol¨ªtica. Quiz¨¢s tuviera que ser as¨ª, pero la conclusi¨®n es que la fragmentaci¨®n espa?ola no es s¨®lo apreciable en las relaciones entre los dos grandes partidos nacionales, sino tambi¨¦n en la creciente confusi¨®n y falta de di¨¢logo sincero entre periferia y centro.
Nada de lo que ha sucedido es comprensible si no se atiende al an¨¢lisis de las postrimer¨ªas del Gobierno socialista y a las caracter¨ªsticas feroces de la oposici¨®n que el PP practic¨® contra aqu¨¦l. El fragor del combate contra Felipe Gonz¨¢lez llev¨® a Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar a cometer errores parejos a aquellos en los que incurri¨® su partido, cuando se llamaba Alianza Popular, con motivo del refer¨¦ndum de la OTAN. Si entonces Manuel Fraga, ante el asombro generalizado de la internacional conservadora, neg¨® su apoyo al Gobierno, poniendo en peligro -contra lo que ¨¦l mismo hab¨ªa predicado- la integraci¨®n de nuestro pa¨ªs en la Alianza Atl¨¢ntica s¨®lo por servir a querellas internas espa?olas, m¨¢s tarde Aznar no dud¨® en expresar sus reticencias frente a la Uni¨®n Monetaria, al tiempo que criticaba acremente la pol¨ªtica europea de los socialistas. Su ardor patri¨®tico le hab¨ªa llevado a declarar, en septiembre de 1992, que resultaba imprescindible "salvaguardar la identidad de las naciones que componen Europa"; y propon¨ªa para ello que los estados nacionales rescataran competencias de manos de la Comisi¨®n. Esta actitud, que supon¨ªa una especie de europe¨ªsmo a la inversa, m¨¢s preocupado por conservar "la esencia, la tradici¨®n, la cultura, y la singularidad de las naciones que integran el continente" que por contribuir a su futuro unitario, se hac¨ªa a los ojos del luego presidente del Gobierno todav¨ªa m¨¢s necesaria en el caso de Espa?a, "que es una naci¨®n hist¨®rica". "Dicho todo esto creo que hay que dejar de vender burras ciegas", terminaba espetando a prop¨®sito de las propuestas europe¨ªstas de Gonz¨¢lez. M¨¢s tarde, Aznar fue un converso al respecto, y ya se sabe que la fe, en estos casos, rebasa todo l¨ªmite. Pero su ca¨ªda del caballo se produjo como pronto en 1993 y, ya que no es probable que el rayo divino le iluminara igual que a San Pablo, resulta f¨¢cil apreciar las dificultades que sus dos equipos de Gobierno han tenido en sus relaciones con Europa. Ya se trate de la aceituna, los fondos estructurales, el descodificador digital, o el reparto de poderes, nuestros ministros conservadores nunca se aclaran del todo ante Bruselas. No es una casualidad, sino la consecuencia de una manera de pensar. Las secuelas de la invasi¨®n de Irak, el debilitamiento del proyecto europeo, la pol¨ªtica err¨¢tica de Italia y la sumisi¨®n brit¨¢nica y espa?ola a Estados Unidos har¨¢n todav¨ªa m¨¢s complejo el problema, precisamente cuando se va a proceder a ampliar la Uni¨®n, que se va a ver sometida a fuertes tensiones internas, desconocidas hasta ahora.
Insisto en que debemos desconfiar de que el proceso europeo d¨¦ soluci¨®n por s¨ª mismo a los problemas dom¨¦sticos de la vida espa?ola, y es preciso llamar de nuevo la atenci¨®n sobre la crisis profunda por la que atraviesa el proyecto de uni¨®n del continente. Pero, desde el punto de vista de nuestra implicaci¨®n en la pol¨ªtica global, Europa sigue siendo la ¨²nica respuesta posible, el ¨²nico programa posible, el ¨²nico proyecto posible. No s¨®lo por un elemental c¨¢lculo de probabilidades, por un arqueo adecuado de nuestras potencialidades econ¨®micas o por el simple ego¨ªsmo de vernos incorporados al c¨ªrculo de pa¨ªses en el que se disfruta, de forma m¨¢s igualitaria, la mejor calidad de vida imaginable. Tambi¨¦n, y sobre todo, porque ante la crisis progresiva del Estado-naci¨®n, ante los fen¨®menos de globalizaci¨®n de todo g¨¦nero que nuestras sociedades experimentan, tenemos que decidirnos por nuevas formas jur¨ªdicas y pol¨ªticas que regulen la convivencia de forma estable, en un marco adecuado a las necesidades del presente.
Las lagunas de nuestro ordenamiento constitucional, cuyo principal defecto es su impracticable anhelo de perfecci¨®n, m¨¢s vale colmarlas poniendo nuestras miras en el desarrollo de Europa, antes que pretender subsanarlas a base de retoques, transformaciones o enmiendas que pueden provocar hondas discrepancias entre espa?oles. Las reivindicaciones y dudas surgidas que de manera muy destacada enlazan con la manera de articular un Estado plurinacional, encontrar¨¢n mejor y m¨¢s certera respuesta si somos capaces de superar la noci¨®n misma del Estado moderno -que se ha quedado muy antiguo- y descubrir sus inevitables y profundas mutaciones en el umbral del tercer milenio.
Continua expansi¨®n
Dicho Estado moderno, tal y como lo conocemos y como ha llegado hasta nosotros, es fruto de los esfuerzos tempranos de las monarqu¨ªas absolutas, a partir de mediados del siglo XVI, por "negar -dice John Dunn- que cualquier poblaci¨®n dada, cualquier pueblo, tuviera capacidad de actuar por s¨ª mismo o el derecho de hacerlo, con independencia de su soberano o contra ¨¦ste". No nace, pues, dicho Estado de la democracia y, en cierta medida, lo hizo contra ella, seg¨²n Robespierre y Napole¨®n se encargar¨ªan de demostrar. Pero la democracia y Europa tienen algo en com¨²n, que es su cuna. El primer ejercicio de poder soberano por el pueblo, el demos, se dio en la ciudad-Estado de Atenas y a partir de ah¨ª la experiencia se extendi¨®, a veces azarosamente, a veces como un rel¨¢mpago, hacia el Occidente. Europa, en la mitolog¨ªa hel¨¦nica, era la hija del rey Agenor, raptada por Zeus, metamorfoseado en un toro blanco, y transportada a Creta. Desde Creta a Grecia, a Roma, a Germania, a la Galia, a Hispania, su historia ha sido la de una continua expansi¨®n. Hasta el punto de que Am¨¦rica, a los ojos de muchos, no es otra cosa que una Europa echada a navegar. En la carga estibada de su barco, se camuflaban una buena cantidad de ideolog¨ªa y de cultura, ¨ªntimamente ligadas al cristianismo. De Oriente a Occidente, la democracia y Europa han viajado, a trav¨¦s de los siglos, en una simbiosis no siempre perfecta, pero siempre voluntariosa. Y lo han hecho en forma de creencias, de formas de vida, de mitos, de costumbres. La democracia es, en definitiva, un invento primordialmente europeo, aunque Estados Unidos se complazca en presentarse como la primera democracia del mundo. Y en la vocaci¨®n espa?ola de ser Europa, de construir Europa, reside en gran medida el triunfo de nuestra reconciliaci¨®n hist¨®rica.
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