Ventanas de Manhattan
'Ventanas de Manhattan'. Seix Barral. Biblioteca Breve. Tras pasar una buena temporada en Nueva York, el escritor ha reflejado sus vivencias en este libro. Aqu¨ª se reproducen los cap¨ªtulos 31 y 32, dedicados a una audici¨®n de 'La flauta m¨¢gica' en la City Opera y al sonido de las sirenas, que ya Lorca hab¨ªa notado, circunstancia que le sirve para reflexionar sobre la normalidad y la incertidumbre, y c¨®mo a los habitantes de la ciudad le irritan tanto los contratiempos menores.
Los montajes de la City Opera no tienen la espectacularidad de los del Metropolitan, que est¨¢ justo al lado. Pero a m¨ª me gusta mucho ese aire de sencillez y de audacia
Entra luz desde la calle, la luz amarillenta y rojiza de las noches de Nueva York, y tambi¨¦n van entrando los sonidos que no ten¨ªa conciencia de estar escuchando
Los norteamericanos est¨¢n m¨¢s acostumbrados que nosotros a las seguridades de la legalidad. Cualquier azar los desconcierta y dif¨ªcilmente conciben que un error sea irreparable
No ver, no mirar, mirar velozmente y de soslayo y fingir que no se ha mirado, sortear un cuerpo ca¨ªdo en el suelo, una presencia molesta, una mano que agita un vaso de pl¨¢stico solicitando una limosna, con la misma naturalidad son¨¢mbula con que un pez elude a otro pez o a un submarinista, con la destreza de un murci¨¦lago al que su radar de ultrasonidos advierte con mucha antelaci¨®n de la cercan¨ªa de un obst¨¢culo. Estar viendo y no mirar es un arte supremo en esta ciudad que desaf¨ªa tan incesantemente a la mirada. Me acuerdo de una mujer negra, en la explanada del Lincoln Center, un mi¨¦rcoles por la noche, a la salida de la City Opera, cuando todav¨ªa me duraba la felicidad f¨ªsica, el estado de gracia en que me deja siempre La Flauta M¨¢gica. Hab¨ªa sido una Flauta M¨¢gica de una ligereza como de vodevil, con decorados de papel y de gasas livianas, con truculencias de comedia antigua de prodigios, tan limpia de solemnidad y al mismo tiempo tan rica en simbolismos ilustrados como debieron de verla sus primeros espectadores, en un teatro popular de Viena. Los montajes de la City Opera no tienen la espectacularidad de los del Metropolitan, que est¨¢ justo al lado, y en ellos no act¨²an las megacelebridades del canto o de la direcci¨®n de orquesta. Pero a m¨ª me gusta mucho ese aire de sencillez y de audacia, casi de una enga?osa precariedad que limpia a la ¨®pera de sus ropajes m¨¢s grandilocuentes, que le devuelve una parte de la liviandad de farsa y entretenimiento que tendr¨ªa en los tiempos de Mozart, en la ¨¦poca en que Stendhal acud¨ªa cada noche a la Scala para ver a mujeres escotadas y arrebatadoras y o¨ªr las m¨²sicas joviales de Cimarrosa y del joven Rossini. El p¨²blico de la City Opera no se parece nada al de Madrid. En aquella Flauta M¨¢gica, traducida al ingl¨¦s en pareados que acentuaban su comicidad, la gente se re¨ªa de los chistes y de las payasadas de Papageno como en una comedia de Broadway, y aplaud¨ªa a los cantantes con un calor y una desenvoltura que en el Teatro Real ser¨ªan inimaginables. La m¨²sica nos hab¨ªa envuelto en un dulce espejismo de aventuras prodigiosas, de valiente inocencia y fraternidad universal, nos hab¨ªa ense?ado que los monstruos m¨¢s terribles pueden ser mu?ecos de feria, y decorados de papel los bosques de las pesadillas. Y tambi¨¦n nos hab¨ªa consolado del miedo y la aflicci¨®n sombr¨ªa del 11 de septiembre, a¨²n tan cercano, con esa eficacia que s¨®lo la m¨²sica posee para aliviar el alma y restaurarnos del dolor: justo esa m¨²sica, tan celebradora de la vida, y compuesta sin embargo por Mozart cuando ya estaba cerca de la muerte, como una despedida o un r¨¦quiem m¨¢s ¨ªntimo que el otro, porque no celebra el final tenebroso del mundo sino la alegr¨ªa de haber vivido y la certeza melanc¨®lica, pero tambi¨¦n confortadora, de que habr¨¢ otros que sigan viviendo cuando uno ya se haya extinguido. Pero termin¨® la ¨®pera en una apoteosis festiva y cuando salimos a la calle aquella mujer gritaba pidiendo ayuda y retorc¨ªa y desgarraba una bolsa de pl¨¢stico negro entre las manos. Iba descalza, con la ropa en jirones, con la cara deshecha por el p¨¢nico y por la gran oscuridad de la locura, por un dolor que parec¨ªa estar ara?¨¢ndola por dentro con la misma furia con que ella rasgaba el pl¨¢stico entre las manos. Nadie la miraba, y el r¨ªo de gente bien vestida que sal¨ªa de la ¨®pera se bifurcaba para sortearla, y nadie parec¨ªa tampoco escuchar sus gritos, el ruido siniestro de la bolsa que estaba estrujando con sus dedos febriles. D¨®nde estaba la emoci¨®n de la fraternidad, el entusiasmo compasivo de la m¨²sica de Mozart. Tampoco nosotros miramos, desde luego, y ni siquiera caminamos m¨¢s despacio para enterarnos de lo que gritaba y murmuraba la mujer, por qu¨¦ ped¨ªa ayuda, a las tantas de la noche, en una acera junto a la que se deten¨ªan los taxis para ir recogiendo a la gente que se dispon¨ªa a volver a casa o a tomar una copa o una cena tard¨ªa despu¨¦s de escuchar La Flauta M¨¢gica.
32
Las sirenas me despiertan cuando acababa de entrar en el sue?o y ya no me puedo dormir hasta mucho m¨¢s tarde. Me levanto con sigilo y me asomo a la ventana, sin ver nada m¨¢s que la acera de siempre y las peque?as acacias pobremente alumbradas por una farola amarillenta, que tambi¨¦n revela en parte el interior vac¨ªo de un aula de ensayos de la Juilliard School. Las sirenas silban en largos alaridos de cat¨¢strofe que se enredan y se responden entre s¨ª como en el ascenso de una fuga. Suenan m¨¢s cerca y m¨¢s urgentes cuando parec¨ªa que empezaban a apagarse, o que se alejaban a toda velocidad y en l¨ªnea recta por las avenidas vac¨ªas, por las calles laterales tan oscuras y deshabitadas como las de una ciudad bajo el toque de queda. Si no hay tr¨¢fico, ?por qu¨¦ las hacen sonar al m¨¢ximo volumen? Las sirenas alcanzaron las profundidades m¨¢s densas del sue?o, y ahora me quedo desvelado en la penumbra imperfecta del dormitorio, notando de pronto todo el miedo que yo ignoraba que ten¨ªa guardado dentro de m¨ª. Una lecci¨®n que he aprendido en las ¨²ltimas semanas es que uno tiende a acostumbrarse al miedo, quiz¨¢s por falta de imaginaci¨®n, o por incapacidad de mantenerse en guardia demasiado tiempo: quiz¨¢s tambi¨¦n porque uno necesita una apariencia m¨ªnima de normalidad y si es preciso se enga?a a s¨ª mismo para creer que no sucede nada, que en realidad no hay tanto peligro, porque si reconoci¨¦ramos de verdad que puede sucedernos cualquier d¨ªa algo tan incre¨ªble como lo que sobrevino el 11 de septiembre no podr¨ªamos acomodarnos en lo que m¨¢s nos gusta, la rutina diaria, el orden habitual de las cosas, y tendr¨ªamos que aceptar la evidencia pavorosa de que esa normalidad de la que dependemos es tan fr¨¢gil que cualquier atentado puede desbaratarla. Uno puede salir una ma?ana del metro, a la hora de siempre, subir en ascensor a su oficina, regular el aire acondicionado, conectar el ordenador, y cada acto le parece de una firmeza indestructible, una secuencia de gestos menores que no se interrumpen, de causas que provocan con toda previsibilidad efectos indudables: introducida en su ranura precisa, en el vest¨ªbulo de la estaci¨®n del metro, la tarjeta magn¨¦tica del abono de transporte har¨¢ que el torniquete ceda ante el empuje del cuerpo; el tren llegar¨¢ al cabo de no m¨¢s de uno o dos minutos de espera, de la misma forma en que la luz del sol aparece a una cierta hora sobre los edificios del este; bastar¨¢ con pulsar un bot¨®n para que se encienda la flecha intermitente que anuncia la llegada de un ascensor; la corriente el¨¦ctrica que lo mueve todo y los flujos magn¨¦ticos que regulan el funcionamiento de los climatizadores o las im¨¢genes, las palabras, las columnas de cifras que se deslizan por la pantalla del ordenador, son tan d¨®ciles, tan infalibles, que uno no piensa en ellos, los da tan por supuestos como los latidos del coraz¨®n o el ritmo respiratorio que hincha regularmente sus pulmones. Por eso irritan tanto los contratiempos menores, la tarjeta rayada que no franquea el paso, el tren que se retrasa unos minutos, y por eso nadie o casi nadie sabe imaginar de verdad lo que deber¨ªa ser una lecci¨®n com¨²n de la experiencia, que la enfermedad, el desastre, el simple error, la aver¨ªa de una m¨¢quina, pueden trastocarlo todo de golpe y para siempre. El grado de tolerancia hacia la incertidumbre, la conciencia de la fragilidad de la propia vida y de la provisionalidad de todas las cosas son m¨¢s bajos en Norteam¨¦rica que en ninguna otra parte: los europeos de una cierta edad recuerdan que la civilizaci¨®n fue destrozada en poco tiempo por el totalitarismo y la guerra y que las ciudades m¨¢s hermosas pueden convertirse de la noche a la ma?ana en paisajes de ruinas; los espa?oles tenemos todav¨ªa muy cerca la memoria de la guerra civil y de la tiran¨ªa, y sabemos muy bien que una bomba terrorista puede sembrar la destrucci¨®n y el infierno en la calle m¨¢s tranquila de una ciudad tur¨ªstica, en un centro comercial donde la gente llena los carritos de comida para el fin de semana. Los norteamericanos han visto el horror en las pel¨ªculas y en los noticiarios, y quienes lo han vivido lo vinculan a territorios lejanos, Vietnam o los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial. Tambi¨¦n est¨¢n mucho m¨¢s acostumbrados que nosotros a las seguridades de la legalidad, a los privilegios cotidianos de la tecnolog¨ªa, a la solvencia del comercio. Cualquier azar los desconcierta, y dif¨ªcilmente conciben que un error sea irreparable, o que no haya compensaci¨®n para un abuso, o explicaci¨®n para una irregularidad. Por eso hay tantos abogados y son tan gigantescas las sedes de las compa?¨ªas de seguros, y es tan prolijo y tortuoso cualquier tr¨¢mite administrativo. Por eso les cuesta m¨¢s todav¨ªa aceptar el hecho monstruoso, la quiebra inaudita de la normalidad que fue el apocalipsis de las Torres Gemelas, el descubrimiento de la sustancia fr¨¢gil y precaria de lo que parece m¨¢s firme, de que todo lo s¨®lido se desvanece en el aire, como escriben con extra?a poes¨ªa Marx y Engels en el Manifiesto Comunista. Ahora mismo, de golpe, en el dormitorio en penumbra, por culpa de las sirenas que me han despertado, yo me sorprendo al encontrar dentro de m¨ª m¨¢s miedo del que imaginaba que sent¨ªa, y tambi¨¦n puedo entender algo que me ha extra?ado siempre cuando le¨ªa los libros de historia, o las memorias de supervivientes del Holocausto o del Gulag: por qu¨¦ no escapaban, se pregunta uno siempre, cuando todav¨ªa estaban a tiempo, cuando no hab¨ªan empezado a perseguirlos, c¨®mo es posible que siguieran viviendo en una ignorancia ciega de lo que se avecinaba, que no prestaran demasiada atenci¨®n a las amenazas expl¨ªcitas, al enrarecimiento gradual de sus vidas. La respuesta la encuentro ahora, dentro de m¨ª mismo, en mi incapacidad de aceptar plenamente, racionalmente, no ya el horror que he visto con mis propios ojos, sino la probabilidad de que algo semejante vuelva a ocurrir, m¨¢s todav¨ªa ahora, cuando el gobierno norteamericano se dispone a bombardear Afganist¨¢n. Uno quiere, ante todo, creer que la normalidad no va a romperse, y se aferra a sus h¨¢bitos con m¨¢s fuerza que nunca en medio de una crisis que en cualquier momento podr¨ªa destruirlos, como si al repetir lo que ha estado haciendo cada d¨ªa asegurara su propia perduraci¨®n, segregara una sustancia que lo ir¨¢ protegiendo, como el calcio de su concha al molusco o el hilo de saliva convertido en seda al gusano que teje su capullo al mismo tiempo que se cobija en ¨¦l. Y uno, insensatamente, para sentirse m¨¢s seguro, prefiere no escuchar demasiadas noticias, y se irrita contra quien le conf¨ªa vaticinios o contra quien le anima a darse cuenta de su vulnerabilidad y a tomar medidas para ponerse a salvo. A Casandra, empe?ada en anunciar los desastres inminentes que nadie deseaba o¨ªr, se le tendr¨ªa m¨¢s rencor en Troya que a los mismos enemigos que sitiaban la ciudad y se preparaban para destruirla. Acomodarse casi de cualquier manera a un principio m¨ªnimo de normalidad es seguramente un m¨¦todo instintivo de supervivencia: pero tambi¨¦n puede ser una forma pasiva de autodestrucci¨®n, un resignarse anticipadamente a la inevitabilidad del fin, dej¨¢ndose hechizar como un animal por los faros del coche que va a atropellarlo. As¨ª me hechizan ahora las sirenas que me han despertado, y al principio me digo que no pasa nada, que se trata s¨®lo de una de tantas alarmas, de la afici¨®n truculenta de los polic¨ªas y los bomberos por cruzar las calles a toda velocidad y desplegando el poder¨ªo de las sirenas, los cl¨¢xones y las luces giratorias, sobre todo ahora, cuando la ciudad entera los aclama como h¨¦roes, cuando el p¨²blico de las terrazas se pone en pie y aplaude y lanza gritos de entusiasmo si pasa un cami¨®n de bomberos. No sucede nada, seguro, pero entonces por qu¨¦ dura y dura tanto el sonido de las sirenas, por qu¨¦ parece que hay tantas esta noche, sonando al mismo tiempo, multiplic¨¢ndose como si se congregaran viniendo desde muchos lugares lejanos, mezcladas con el bajo profundo de los cl¨¢xones y el chirrido de los neum¨¢ticos en las curvas. As¨ª duran las sacudidas que nos han despertado en un avi¨®n donde vol¨¢bamos de noche, y aunque al principio uno se dice, con desgana de experto, que se trata s¨®lo de turbulencias pasajeras, poco a poco empieza a perder la sangre fr¨ªa, porque las sacudidas son cada vez m¨¢s pronunciadas y el suelo tiembla, igual que los brazos del asiento que uno ha empezado a apretar muy fuerte, y de golpe se oye que una bandeja se ha volcado o se abre uno de los compartimentos superiores. Entonces viene el miedo, el vac¨ªo en el est¨®mago cuando el avi¨®n parece desplomarse durante unos segundos, el v¨¦rtigo y la conciencia f¨ªsica de estar suspendido a diez mil metros de altura, en la negrura helada de la estratosfera, sobre la oscuridad de un oc¨¦ano que debe de estar rugiendo azotado por los vientos, con hondos abismos entre las olas y crines blancas de espuma. Pero la tensi¨®n se apacigua, y hay un momento en el que bajan los agudos de las sirenas y ya no vuelven a subir hasta el l¨ªmite, y se va haciendo m¨¢s ancho el espacio de la ciudad que las separa de este edificio y de la habitaci¨®n en la que yo no duermo. El o¨ªdo percibe el espacio con la misma agudeza que la mirada: ahora las sirenas que se alejan trazan en la noche las l¨ªneas rectas de las avenidas, modelan con su resonancia gradualmente apagada la verticalidad y la anchura de los edificios, y cuando por fin se extinguen del todo me doy cuenta de que no voy a dormirme y de que tampoco ahora se ha hecho el silencio. Entra luz desde la calle, la luz amarillenta y rojiza de las noches de Nueva York, y tambi¨¦n van entrando los sonidos que no ten¨ªa conciencia de estar escuchando, el rumor de m¨¢quinas que nunca cesa en la ciudad, los acelerones y frenazos de los camiones de basura y el estr¨¦pito de los ¨¦mbolos y los compresores hidr¨¢ulicos, las chimeneas de ventilaci¨®n en el tejado, la trepidaci¨®n de un convoy nocturno del metro, los mecanismos escondidos e ingentes que mantienen perpetuamente en marcha la gran maquinaria de Manhattan, y que no me dejaban dormir en la habitaci¨®n de mi primer viaje: como los motores del avi¨®n cuando se han apagado las luces en un vuelo transatl¨¢ntico o el fragor del tr¨¢fico en una autopista cercana, como el ritmo de las ruedas y el entrechocar de los topes de los vagones en un expreso nocturno en el que uno no llega del todo a dormirse. Yo oigo las sirenas y murmullos de Nueva York, escribe Lorca en una carta a su familia. De nuevo se oyen sirenas, pero ahora mucho m¨¢s lejos, tra¨ªdas desde otro extremo de la ciudad por un cambio del viento. Con los ojos abiertos, con la clarividencia neur¨®tica del insomnio, veo como en un sue?o los morros anchos y las hileras de luces rojas y azules de las ambulancias, la pintura roja y los cromados relucientes de los camiones de bomberos y sus luces destellando en los escaparates de las tiendas cerradas y en el asfalto con brillos de grasa de las oscuras calles laterales, en el negro charolado de las bolsas de basura. La ventana de otro apartamento igual que ¨¦ste se ilumina sobre el patio, sobre las m¨¢quinas y las tuber¨ªas del aire acondicionado, y un poco despu¨¦s se escuchan pasos y el ruido del ascensor. Quiz¨¢s es m¨¢s tarde de lo que yo imaginaba y la gente madrugadora ya empieza a levantarse para ir al trabajo. La ciudad entera parece que duerme un sue?o agitado de alarmas, que permanece inm¨®vil en un duermevela de pesadillas posibles, ahora que se ha descubierto vulnerable. Puede que en alguna parte haya escondidas sucias bombas qu¨ªmicas, incluso se especula con la posibilidad de armas nucleares, no de tecnolog¨ªa puntera ni de gran capacidad destructiva, pero s¨ª suficientes para sembrar de verdad el caos en esta isla superpoblada. Y bastar¨ªa la explosi¨®n en el metro de una bomba con carga biol¨®gica, con esas esporas de ¨¢ntrax de las que ahora hablan cautelosamente los peri¨®dicos, para propagar en los vagones y en los t¨²neles una hecatombe de peste medieval.
![La isla de Manhattan, uno de los cinco distritos de Nueva York, vista desde la terraza del Empire State.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/3HHHSA7X5F6SIU4HNTXAF4OJB4.jpg?auth=9e4db3149fab50a4df053d0a7d665585c3c04cd8658ed9985e3c5d2d919adaec&width=414)
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