Espa?oles algo dolidos
Los espa?oles, muchos o pocos, cuya posici¨®n trato de reflejar en estas l¨ªneas somos gentes del com¨²n, del sur y del norte, del centro, el este y el oeste, de la pen¨ªnsula y los archipi¨¦lagos, de diversa formaci¨®n, edad, sexo, actividad y circunstancias econ¨®micas o familiares. Somos ciudadanos cumplidores que no s¨®lo aceptamos el sistema de convivencia pol¨ªtica que tenemos, sino que lo apoyamos activamente con nuestros votos, con nuestro esfuerzo laboral y, desde luego, con nuestros impuestos, incluso aunque a veces pensemos que nos toca destinar a ese sostenimiento muchos m¨¢s dineros que en cualquier otro sistema, por ser muy numerosos los electos del pueblo soberano y muy nutridas las burocracias en todos los niveles del territorio. Aunque conocemos esos y otros defectos de nuestra organizaci¨®n pol¨ªtica, compartimos la c¨¦lebre frase churchilliana sobre la mayor maldad de todas las dem¨¢s. Hemos votado gustosos la democracia, seguimos cumpliendo sus reglas y creemos que la decisi¨®n adoptada de gobernar nuestro pa¨ªs por el m¨¦todo de un hombre (o una mujer) un voto en el conjunto de la naci¨®n es preferible a que un solo ciudadano imponga a los dem¨¢s su voluntad final.
Algo, sin embargo, nos tiene muy dolidos: sabemos que algunos espa?olitos quieran dejar de serlo, no por el camino individual que les permitir¨ªa nacionalizarse en otro pa¨ªs ya existente, sino por el colectivo de inventar una nueva naci¨®n, a cuyo fin desean segregar, separar o desgajar de Espa?a una parte de su territorio, con los compatriotas que all¨ª viven. Es una intentona que no nos parece aceptable, dicho sea con la mayor serenidad; y no s¨®lo porque lo proh¨ªba muy claramente la Constituci¨®n que nos rige, que ya ser¨ªa bastante, sino porque tambi¨¦n nosotros tenemos el derecho a ejercer nuestra voluntad en materia tan importante para todos, puesto que a todos afecta. Desde esa voluntad, queremos muy cort¨¦smente invitar al se?or Ibarretxe a que retire de sus varias propuestas esa palabra -secesi¨®n- que en ellas viene figurando y todas las sutilezas con que la han vestido sus h¨¢biles jurisconsultos. Queremos tambi¨¦n sugerir amablemente al joven sucesor del se?or Arzalluz que olvide esos ejemplos eslovenos o letones que a su predecesor pon¨ªan los ojos en blanco. Por supuesto, cualquier imitador de esas ideas queda asimismo invitado a dejarlas caer en el cesto de los papeles in¨²tiles.
Y pedimos cort¨¦smente todo esto no por la raz¨®n que nos atribu¨ªa a veces un amigo vasco con el que compart¨ª algunos foros y algunas pol¨¦micas: la raz¨®n de que "existen los tanques". Pues lo que sobre las Fuerzas Armadas y la unidad nacional dice la Constituci¨®n las deja claramente subordinadas a las autoridades civiles, elegidas por el pueblo soberano como de nuevo lo ser¨¢n el 14 de marzo pr¨®ximo. Algunos tuvimos la honra de contribuir, sin temor, a que as¨ª quedara probado en cierta noche de un 23 de febrero que tuvo final feliz, pero pudo haberlo tenido infeliz.
Nuestra raz¨®n es otra: es la de que Espa?a es una vieja Naci¨®n, forjada a lo largo de siglos de convivencia, con m¨¢s etapas de colaboraci¨®n entre todos los espa?oles que de airado enfrentamiento, gracias a la suma gradual de tierras y gentes que estaban aisladas en los tiempos de las tribus, de los reinos de taifas o de las Cortes medievales. Un libro espl¨¦ndido del fallecido acad¨¦mico Dom¨ªnguez Ortiz describe, por ejemplo, tres mil a?os de vida en com¨²n en la vieja pen¨ªnsula, que ofrece a la mayor¨ªa de los espa?oles un marco natural de gran unidad. En ese marco se han ido construyendo no s¨®lo un Estado, sino sobre todo una Naci¨®n que tuvo su abuela en el Pa¨ªs Vasco, como bien explicaba don Claudio S¨¢nchez Albornoz, y en la que los Borbones abrieron luego a los catalanes las puertas de Am¨¦rica, precisamente porque ya formaban parte de esa Naci¨®n.
Ocurre, adem¨¢s, algo que los antes citados o aludidos seguramente saben: que a las viejas naciones, al rev¨¦s que a los ancianitos, no les gusta morir pac¨ªficamente en la cama sino que se resisten, con los medios disponibles, a esa muerte eventual, tanto si pretende llegar por caminos pac¨ªficos como -sobre todo- si se apoya en actos de barbarie y terrorismo. No faltan ejemplos en nuestra propia historia. Sabemos adem¨¢s que nuestra Pen¨ªnsula es ib¨¦rica, no balc¨¢nica; y que Espa?a no es aquella Yugoslavia de los siete pa¨ªses vecinos, las seis rep¨²blicas, las cinco naciones, las cuatro lenguas, las tres religiones y los dos alfabetos, como dec¨ªan los propios yugoslavos, aunque olvidaran en esa frase los s¨®lo setenta y un a?os de una unidad sustentada durante m¨¢s de cuarenta por un partido ¨²nico y totalitario.
Hace algo m¨¢s de un cuarto de siglo dedicamos mucho tiempo, no pocas energ¨ªas y largu¨ªsimos debates a buscar un acomodo que a todos complaciera suficientemente. Se lleg¨® a transacciones honorables que parecieron dar a cada cual satisfacci¨®n bastante. Quedan, por ejemplo, numerosos testimonios de la comprensi¨®n con la que los negociadores cat¨®licos aceptaron las otras creencias o la ausencia de ellas, los partidarios del mercado libre acogieron los preceptos constitucionales que protegen a los menos favorecidos por la fortuna, y los centralistas dieron paso al sistema de poder pol¨ªtico, social y econ¨®mico m¨¢s descentralizado y m¨¢s disperso que el mundo moderno conoce en cualquier continente. Las dos primeras ¨¢reas de concordia han funcionado razonablemente bien, con libertad para creyentes y agn¨®sticos y con una prosperidad bastante repartida y atrayente para muchos inmigrantes. En cambio, muchos de quienes entonces recibieron, con aparente reconocimiento, grand¨ªsimas cuotas de poder territorial manifiestan todos los d¨ªas su disgusto y piden una nueva negociaci¨®n, o se atreven a proponer decisiones unilaterales aunque los acuerdos entonces logrados y que la Constituci¨®n consagr¨® no les reconozcan para ello ninguna competencia. Piden, por tanto, una nueva negociaci¨®n.
Nosotros, los espa?oles as¨ª dolidos, creemos que tal vez cabr¨ªa reconocer a esos compatriotas protestones, vengan de donde vengan, un derecho natural a negociar. Pero algo deber¨ªa estar claro, muy claro, desde el primer momento: en ese caso, aqu¨ª se negocia otra vez todo, con paciencia infinita y sin tocar lo que existe mientras no se acuerde como sustituirlo, si se acuerda. La f¨®rmula es muy clara y nadie podr¨ªa objetarla: renegociarlo todo.
Todo quiere decir todo. Si el mel¨®n negociador se abre, hay que partir de cero, de aquel viejo Estado centralista que uni¨® a los habitantes de los varios Reinos a los que dio unas instituciones y una lengua comunes, compartida ¨¦sta a veces con otras igualmente respetables aunque hubieran gozado de menos fortuna a la hora de la difusi¨®n universal. Aquella formula funcion¨® bien durante varios siglos y sirvi¨®, adem¨¢s, para descubrir continentes y oc¨¦anos, fundar futuras naciones y difundir el cristianismo, con ayuda de hombres como Sebasti¨¢n Elcano, fray Jun¨ªpero Serra o Gaspar de Portol¨¢. Fue un Estado imperial que lleg¨® a su declive, como todos los Imperios, y desemboc¨® en aquel cantonalismo enloquecido de Jumilla contra Murcia y etc¨¦tera que arruin¨® la Primera Rep¨²blica y que tuvo luego una ef¨ªmera excepci¨®n en dos Estatutos de autonom¨ªa y un tercero, nonato, durante la Segunda, rematada por una tremenda Guerra Civil. De ninguna manera podr¨ªa ning¨²n negociador nacional, en los dos partidos pol¨ªticos que lo son y pueden gobernar despu¨¦s de marzo venidero, aceptar la tesis que los nacionalistas regionales utilizan con la m¨¢s descarada naturalidad y, que puede resumirse en estas pocas palabras: "Lo m¨ªo es ya m¨ªo y, ahora, voy a ver lo que saco".
Porque lo suyo no es suyo sino de todos. Es de la Naci¨®n espa?ola, titular ¨²nica de la soberan¨ªa sobre todo cuanto existe, vive, trabaja y muere en el territorio nacional. La Naci¨®n espa?ola cedi¨® el uso y usufructo de parte de esos bienes a poderes locales que antes no exist¨ªan y que fue preciso inventar. En muchos casos, y al margen de ciertas corruptelas que no faltan en otras latitudes, ha funcionado suficientemente bien este nuevo y atrevido organismo al que llamamos Estado de las autonom¨ªas por m¨¢s que muchos de sus aspectos merecieran una serena revisi¨®n desde la perspectiva que un cuarto de siglo ya permite. Por ejemplo, quiz¨¢ no es l¨®gico que los ni?os conozcan los riachuelos de su Comunidad pero no sepan que existen el Ebro o el Guadalquivir, o que algo tan homog¨¦neo y universal como un parque e¨®lico est¨¦ sometido a normas auton¨®micas diferentes. Quiz¨¢ no lo sea, tampoco, que en dos comunidades se crearan cuerpos propios de polic¨ªa gubernativa, mucho menos aut¨®noma respecto a las presiones locales. No parece haber grandes motivos ¨¦ticos ni hist¨®ricos -pues tan hist¨®rica es Burgos como Bilbao, al menos- para obtener privilegios que naturalmente podr¨ªan ser reclamados por los dem¨¢s ciudadanos del Reino bajo el principio del caf¨¦ para todos.
Estos espa?oles dolidos no pretendemos inventar conflictos donde no los hay. Las autonom¨ªas son parte del Estado nacional, funcionan dignamente en muchos lugares, han estimulado a veces la creatividad y el progreso regionales y permiten un prudente reparto del poder pol¨ªtico. Sus posibles o reales abusos, como tambi¨¦n los de aquella Administraci¨®n central que a¨²n subsiste, pueden (si se la respeta, naturalmente) ser corregidos por la Justicia que no es desde luego perfecta pero que, por lo menos, funciona como un sistema nacional.
Abierta as¨ª la negociaci¨®n, podr¨ªa presentar alg¨²n riesgo quiz¨¢ no imaginado por los espa?oles que protestan. Demos varios ejemplos: cabr¨ªa suprimir en la Constituci¨®n la nueva acepci¨®n dada a una palabra que transform¨® la condici¨®n de miembro de una Naci¨®n en unas "nacionalidades" que excitan en algunos de sus habitantes el deseo de erigirlas en naciones como la espa?ola. O cabr¨ªa revisar a fondo una pedagog¨ªa que, descentralizada en los l?nder de la RFA, forma siempre buenos alemanes mientras que aqu¨ª parece sembrar los g¨¦rmenes del odio contra el vecino o el inmigrado aunque venga de la provincia vecina. O habr¨ªa que estudiar la conveniencia de revisar la imprudente decisi¨®n que otorg¨® a la Comunidad Aut¨®noma del Pa¨ªs Vasco, inexistente antes de la Constituci¨®n, el control sobre los tres Conciertos Econ¨®micos que don Antonio C¨¢novas del Castillo concedi¨® a las tres "provincias vascongadas" de su tiempo cuando, adem¨¢s, elimin¨® unos fueros cargados de nostalgia pero que dificultaban a los din¨¢micos empresarios vascos el acceso al resto del mercado espa?ol. Que cada uno de los tres "territorios hist¨®ricos" podr¨ªa aprovechar mejor ese privilegio lo prueba el buen fruto que de ¨¦l extrae la Comunidad Foral de Navarra, nada dispuesta a dejarse atrapar por el imperialismo sabiniano.
Por tanto: debe quedar claro que el sistema auton¨®mico no se discute, al margen del grado de entusiasmo que suscite. Pero su abuso, all¨¢ donde se abusa de ¨¦l, lo puede poner en grave peligro; y quienes se permiten decir fr¨ªvolamente eso de que "Yo no soy espa?ol" podr¨ªan resultar unos desdichados aprendices de brujo. Tal cosa, a los espa?oles algo dolidos nos doler¨ªa todav¨ªa m¨¢s puesto que los tenemos por queridos, aunque errados, compatriotas.
Carlos Robles Piquer fue ministro de Educaci¨®n y Ciencia en el primer Gobierno de la Monarqu¨ªa.
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