V¨¦rtigos de la raz¨®n
Jacob B?hme (1575-1624), procedente de Sajonia, un lugar situado entre Alemania y Polonia, en la Baja Silesia, vivi¨® en una ¨¦poca decisiva para el desarrollo del esp¨ªritu germano y la constituci¨®n, como tal, del pueblo alem¨¢n. El luteranismo, entonces ya al servicio del poder, hab¨ªa perdido su fuerza revolucionaria y lo que quedaba vivo del esp¨ªritu reformista tuvo que refugiarse en el ¨¢mbito te¨®rico m¨¢s rec¨®ndito. Desde el siglo XIV, el lenguaje alqu¨ªmico, que, al igual que la ciencia mec¨¢nica, buscaba formular el universo, hab¨ªa sido una alternativa a la decadente escol¨¢stica. B?hme quiso transformar los conceptos de la dial¨¦ctica universal (material) de Paracelso en una dial¨¦ctica del esp¨ªritu, la misma que conducir¨ªa a la del idealismo alem¨¢n, especialmente con Hegel. La espiritualidad que culmina en B?hme es, pues, heredera de los heterodoxos reformistas, de la teosof¨ªa y de la c¨¢bala, por un lado, y de la gran tradici¨®n metaf¨ªsica de Eckhart y Nicol¨¢s de Cusa, por otro. B?hme fue, de esta manera, el catalizador de la tradici¨®n cristiana y de la neoplat¨®nica, y un eslab¨®n indiscutible en el camino hacia la configuraci¨®n del pensamiento de la modernidad.
JACOB B?HME
Isidoro Reguera
Siruela. Madrid, 2003
237 p¨¢ginas. 18 euros
La atracci¨®n del abismo, una
de las principales claves est¨¦ticas del idealismo alem¨¢n, no se entender¨ªa, por ejemplo, sin la teosof¨ªa b?hmiana y la compleja cosmogon¨ªa que en ella se despliega dial¨¦cticamente a partir de la Nada. Una Nada que es voluntad hambrienta que se constri?e en las formas para poderse aprehender, sin resultado, pues las formas no son otra cosa que s¨ªmbolos, representaciones, fantasmas de los que se alimenta en un imposible, infinito y pavoroso intento de captarse a s¨ª misma, de verse, de decirse.
El libro de Isidoro Reguera no es simplemente una exposici¨®n de la metaf¨ªsica b?hmiana, ni tampoco se limita a situar al personaje en la historia. Es tambi¨¦n una teor¨ªa del logos. Del logos l¨®gico. Del lenguaje, en definitiva, en los m¨¢rgenes de la escritura m¨ªstica. De ah¨ª su importancia, pues mostrar c¨®mo todos los sistemas metaf¨ªsicos se reducen a un juego ling¨¹¨ªstico es una empresa necesaria, actualmente imprescindible a la vista de las consecuencias que acarrean los dogmatismos que de ellos se derivan. Nada m¨¢s importante, cuando hablamos de teor¨ªas religiosas, que detenerse en la forma de sus discursos. Unos discursos que no nacen de la nada sino que se inscriben siempre dentro de una tradici¨®n, que revelan o encubren influencias, que se instauran en determinados momentos debido a determinadas circunstancias y que nunca est¨¢n al margen de los acontecimientos pol¨ªticos. Pero, sobre todo, unos discursos que, como cualquier discurso, est¨¢n supeditados a la estructura l¨®gica del lenguaje que los sustenta.
Que las reglas del juego metaf¨ªsico son las de la l¨®gica, ¨¦sta es la tesis que defiende Reguera en este hermoso libro, y la teogon¨ªa del logos edificada por B?hme es un ejemplo inmejorable para mostrar c¨®mo los sillares de cualquier construcci¨®n metaf¨ªsica no son otros que los de la l¨®gica misma dado que el juego tiene lugar entre t¨¦rminos que pertenecen al l¨¦xico ¨²ltimo (en terminolog¨ªa rortiana), es decir, t¨¦rminos que, en ¨²ltima instancia, no pueden definirse m¨¢s que por s¨ª mismos.
A menudo nos hemos extra?ado de ciertos paralelismos hallados en las concepciones de pueblos muy alejados entre s¨ª. Nos hemos afanado entonces en hallar alg¨²n tipo de convergencia, un contacto cualquiera entre ellos, unas posibles v¨ªas de influencia. Hubiese sido bastante m¨¢s f¨¢cil detenernos en el trabajo de la raz¨®n en sus confines. Si en algo nos parecemos los seres humanos, cualquiera que sea la cultura a la que pertenecemos, es en la estructura y en la funcionalidad de nuestros ¨®rganos. La de la mente no es una excepci¨®n. Fuera de los l¨ªmites de lo abarcable, como fuera del mundo conocido cuando ¨¦ste se supon¨ªa plano, lo ¨²nico posible de imaginar es la oscuridad absoluta, el abismo aterrador. "Dios" es, para la teolog¨ªa nadista, el nombre que se le da a ese abismo.
Pero lo inquietante, para Re-
guera, es esa tendencia de la raz¨®n a extralimitarse, esa man¨ªa de pensar m¨¢s all¨¢ de lo pensable. Y lo extra?o, lo realmente misterioso, no son las grandes palabras Dios, cielo, infierno, etc¨¦tera ("objetos de melancol¨ªa", llama el autor a esos t¨¦rminos, pues conducen a quien se siente acorralado en los l¨ªmites hacia esa nada, supremo concepto racional cuyo correlato psicol¨®gico es la llamada del abismo), sino la capacidad de la raz¨®n para darse cuenta de que se est¨¢ extralimitando, de que esas palabras que emplea no son sino su propio reflejo, el reflejo de la raz¨®n en los l¨ªmites del pensar. Y ah¨ª es donde el m¨ªstico, que es, literalmente, un enmudecido, pierde el h¨¢lito, y donde el fil¨®sofo, presa de lo que los griegos llamaban "entusiasmo" (estar pose¨ªdo por el dios), cree topar con las ra¨ªces ¨²ltimas del misterio.
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