Cosas tra¨ªdas de Roma que descubr¨ª al vaciar la maleta
La sonrisa del escritor siciliano Vincenzo Consolo, que me hizo acordar de un dicho brasile?o (a una mujer de verdad le gustan los hombres ardientes), autor de una novela con un t¨ªtulo hermos¨ªsimo (De noche, casa por casa) y tan parecido a Picasso en los ojos, en su grandeza, en la malicia, en la gorrita que se pon¨ªa para protegerse de la lluvia; la plaza donde me pas¨¦ horas viendo a los pintores callejeros y a las personas que posaban, sentadas en banquitos, para ellos: comenzaban por el pelo y segu¨ªan hacia abajo, favoreci¨¦ndolas, hasta que todas las se?oras se hac¨ªan a la idea de ser actrices del cine mudo y todos los caballeros armadores griegos, mientras yo me sent¨ªa complacido por la piedad de los artistas y la sinceridad de sus mentiras: gracias, dibujantes de la Piazza Navona, espero que un d¨ªa vayan al cielo de los pajaritos y de las
Se entend¨ªa que las l¨¢grimas eran aut¨¦nticas porque esto de los libros duele tanto
(como dec¨ªa Bandeira)
v¨ªrgenes que envejecieron sin resquemor; los diferentes restaurantes adonde me llevaban y donde com¨ª siempre, fiel, abnegada, desconsoladamente, el mismo plato, creo que por pereza y cansancio: pasar los d¨ªas siendo amable, qu¨¦ agobio; el escritor portugu¨¦s M¨¢rio Cl¨¢udio, cuya niebla infantil en los p¨¢rpados, imitando l¨¢grimas, siempre me conmovi¨®: la boca le temblaba de vez en cuando y se entend¨ªa que las l¨¢grimas eran aut¨¦nticas porque esto de los libros francamente duele tanto, o puede ser que la niebla no estuviese en ¨¦l, estuviese en m¨ª, desde regiones oprimidas de la infancia en las que me miraba, con un rencor de acusado, a la luz de la madrugada; iglesias, piedras, estatuas, un exceso de pasado que volv¨ªa a las piernas de las muchachas m¨¢s ef¨ªmeras y bellas, y¨¦ndose lejos de donde yo estaba, siempre lejos de donde yo estaba, erguidas sobre sus tacones: la emoci¨®n de la feminidad que me perturbar¨¢ hasta el final, cuando yo sea unos huesos, unas palabras entrecortadas, unos m¨²sculos, pobres de ellos, sin fuerza; polic¨ªas disfrazados de militares de Carnaval presenciando, en grupo, el espect¨¢culo de esos individuos encima de una peana, con la caja de las limosnas al pie, que se ganan la vida qued¨¢ndose quietos en medio de un gesto; terrazas en calles estrechas, con velas encendidas en las mesas, retorciendo sombras; la alemana sola que fumaba un cigarrillo tras otro con una desesperaci¨®n lenta, toda velada por sus gafas oscuras; la alegr¨ªa de una edici¨®n de 1812 de la obra de T¨¢cito, en cinco vol¨²menes atados con una cintita roja; el sabor de los helados en el que recuper¨¦ mi primera visita a Roma, con mi abuelo, y luego esa congoja en el pecho que precede a los abrazos: Benfica de pronto, entera, completa, en la Via de Petra: ni siquiera faltaban los altos troncos de las tipas; Luciana Steganno Pichio, profesora jubilada, a la que no encontraba desde 1983, en Brasil, pidiendo que le autografiase una foto m¨ªa, y la sensaci¨®n de estar en contacto con alguien que habitaba la otra margen de la vida, aunque se me ocurre que en la vida s¨®lo existe esta margen y despu¨¦s un mar sin fondo de muebles antiguos, frascos vac¨ªos, ¨¢lbumes con antepasados de cofia, parientes m¨ªos a quienes cubre las caras una mano de tierra; Joana que vino en tren, desde Padua, para reunirse conmigo unas horas: se fue a las seis, cuando yo dorm¨ªa, y el empleado de la recepci¨®n a ella
-?Paga usted o el se?or que se ha quedado arriba?
de lo que me enter¨¦ m¨¢s tarde por tel¨¦fono, ya en Lisboa, pero no se salvar¨¢ del pu?etazo que le tengo prometido: aunque tenga que volver all¨ª a prop¨®sito
(mi abuelo lo har¨ªa)
a partirle la cara por haber ofendido a mi hija; nombres: Daniela, Ana, Cristina, mujeres a las que el tiempo hiri¨®, luchando sin resultado contra los a?os; un piano con ganas de contarme un secreto en la ventana de un primer piso: ?cu¨¢l ser¨ªa? Cuanto m¨¢s intentaba comprenderlo m¨¢s falto de cari?o me sent¨ªa y, al marcharme, la certidumbre de que una nota me rozaba el hombro, llam¨¢ndome; sue?os confusos que prefiero no recordar; simientes de alegr¨ªa aqu¨ª y all¨¢, min¨²sculas, el remordimiento de no haber concluido mi vida y algo, con no s¨¦ qu¨¦ de esperanza, entreabri¨¦ndome la puerta, despu¨¦s de la puerta un soldado
(?yo?)
observ¨¢ndome desde una silla con tablas de barrica, mangos de Marinha, la cantina del se?or Ant¨®nio, un monopat¨ªn que ning¨²n ni?o impulsa, el escritor siciliano Vincenzo Consolo que comienza a sonre¨ªr de noche, casa por casa, yo frente a claveles de balc¨®n, la majestad de la esposa del farmac¨¦utico, con un perrito en brazos, mi t¨ªo Fernando haciendo gimnasia, con el pecho desnudo, en invierno; al acabar de vaciar la maleta de Roma una cosita que apenas distingo, en el fondo, y es el anillo de rosc¨®n de Reyes que me toc¨® en suerte cuando yo ten¨ªa seis a?os, me entraba en el dedo, era de esta?o o algo as¨ª, no val¨ªa un pimiento y yo me sent¨ªa un pr¨ªncipe, es decir, yo con un anillo de pr¨ªncipe, yo riqu¨ªsimo, vea qu¨¦ rico que soy, madre, mire, soy un pr¨ªncipe, el escritor siciliano Vincenzo Consolo se pone la gorrita para protegerse de la lluvia, mientras la alemana apaga el ¨²ltimo cigarrillo, estruja el paquete vac¨ªo, alza el ment¨®n y su boca pronuncia despacio las letras, repentinamente enormes, de mi nombre.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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