La historia
Nos llegan constantes signos indicando que somos incapaces de asumir nuestra propia historia, o cuanto menos de contarla con alg¨²n verismo y objetividad.
Es paradigm¨¢tico el ejemplo que brindan las televisiones p¨²blicas en este aspecto: la manipulaci¨®n, la verdad a medias -mentira completa- y otras lindezas semejantes se exponen ante nuestra mirada y la dejan at¨®nita ante los desafueros que con lo acaecido en otro tiempo se pueden perpetrar.
En ocasiones sirve como disculpa a tales desmanes la voluntariedad de los art¨ªfices, que muestran signos de inteligencia con este comportamiento, y logran de forma artera y desvergonzada que nos penetre en el cerebro su versi¨®n de los hechos, obteniendo de ese modo beneficios monetarios o ideol¨®gicos.
Pero en otras, ni esa lamentable justificaci¨®n existe; la historia nos la cuentan retorcida o edulcorada por la absoluta ignorancia, tanto ¨¦tica como est¨¦tica, del mu?idor de los programas al uso. De esta realidad hemos tenido muestra bien reciente en Canal 9, con la emisi¨®n del espanto sobre Ausias March, y contin¨²a en La Primera con el tormento de la Historia General de Espa?a -o comoquiera que se llame-, a¨²n m¨¢s criticable que la anterior si se tienen en cuenta los ingentes medios utilizados para su realizaci¨®n y difusi¨®n. Asombra la pobreza visual, aburre la agobiante repetici¨®n de los manidos criterios narrativos; a saber: panor¨¢mica o travelling recorriendo, en su infinita inanidad, cualquier piedra o paisaje, mientras el narrador nos refiere con clara y lenta voz -al ritmo de lo exhibido- generalidades sin cuento, un punto po¨¦ticas, para que el fondo no despunte ni un ¨¢pice sobre la forma.
Mas pese a lo indicado, el cromo y la prosa destilada no son lo peor. Lo peor viene cuando se pretende dar vida a la historia, humanizarla, hacerla sentir, lograr que las buenas gentes se reconozcan en los monigotes que sucumben a la danza ritual o en las hilanderas que, hacendosas, tejen en su cueva -perfectamente iluminada por los vatios de los t¨¦cnicos y aseada por los ¨²ltimos detergentes- a la vez que sus compa?eros se ejercitan en las bellas artes del bricolaje. Parecen nuestros ancestros sacados de un bel¨¦n municipal o parroquial, y dirigidos en sus artes por alguien cuya experiencia rectora se hubiese limitado a ordenar los coros y danzas de la posguerra.
Aunque el premio mayor debe recaer, sin duda, en aquel que con diligencia -y loable esp¨ªritu de ahorro- recogi¨® las barbas que dejaba Pap¨¢ Noel a la puerta de El Corte Ingl¨¦s despu¨¦s de las duras jornadas navide?as, para aplicarlas, tal como las encontr¨®, a las caras de nuestros antepasados.
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