Bisiesto
Por esas calles del ¨¦nfasis castizo donde reson¨® la gacetilla de los vendedores de prensa -Puerta del Sol, calle Mayor, plaza de Oriente-, pontificaron a principios de siglo los literatos de rompe y rasga: uno orin¨® en la pared de la Academia, otro revent¨® un estreno de Echegaray, otro vest¨ªa andrajos, otro mendig¨® con el cad¨¢ver de un ni?o y otro se envenenaba con ajenjo en homenaje al poeta que le bes¨® en la mejilla. De todos hab¨ªa o¨ªdo hablar el joven que acudi¨® a la capital desde la provincia lev¨ªtica con una carta de presentaci¨®n al director del diario. Era mediod¨ªa, y acababa ¨¦ste de levantarse de la cama. Por eso no recibi¨® en su gabinete al recomendado, sino que a trav¨¦s de la criada le cit¨® en la sede del peri¨®dico a primera hora de la noche, es decir, antes de que despertara Madrid, cuando los diputados abandonaban el sal¨®n de sesiones y las ni?eras, Recoletos.
En el barrio donde se instalaba el peri¨®dico -y por donde la bohemia del arte gritaba sus endecas¨ªlabos en la madrugada, igual que un perro a la luna-, detuvieron a Chueca, se suicid¨® Larra, Gayarre perdi¨® la voz, Castelar areng¨® a los universitarios, Morral atent¨® contra el rey Alfonso XIII y Vel¨¢zquez pudo estar enterrado. Por sus callejas se aventuraron las menesterosas que empe?aban el anillo de pedida en el mostrador del Monte de Piedad y las madres solteras que confiaban al torno de la inclusa el beb¨¦ envuelto en una toquilla. El prendero y el responsable del hospicio acog¨ªan el donativo con cara de m¨¢rmol y sin importarles si era fruto de la mala vida o de la mala cabeza, ya que aplicaban la misma etiqueta a cualquier remesa an¨®nima a la que los literatos modernistas -y el clero- consideraban consecuencia de la depravaci¨®n en otomanas.
Bordeando los palitroques de ropa tendida por las lavanderas en la ribera del Manzanares -donde la delincuencia adolescente despuntaba las navajas en el atardecer hura?o, de primavera discutida por un cargamento de nubes que tapaba la ca¨ªda del sol-, el provinciano trep¨® por atormentados secarrales hasta la meseta del antiguo Alc¨¢zar y de ah¨ª se dirigi¨® a trav¨¦s de caminos m¨¢s distinguidos -y animados por el impudor del hambre-, convirtiendo lo que le sal¨ªa al paso, por deformaci¨®n profesional, en telegramas de agencia. En el caser¨®n al que le envi¨® la criada del director del diario, un letrero ubicaba el peri¨®dico en el entresuelo. Mas, por si no fuera suficiente, un tuberculoso de voz de hilo, desde el sumidero excavado casi a ras de tierra para porter¨ªa, salmodiaba la referencia como un presagio de lo que aguardaba al que accediese a la planta.
Ascendi¨® el forastero por la escalera doliente, cruz¨® una puerta y en torno a la mesa de redacci¨®n encontr¨® a los hombres de letras abstra¨ªdos en su quehacer -y a¨²n faltaba alg¨²n esforzado de la v¨ªrgula, prendido en la dial¨¦ctica del lupanar-. Todos estaban en camisa, pintando los bigotes de la Gioconda. Asom¨® la autoridad del redactor jefe con el imperativo del cierre y los cr¨¢neos efervescentes criticaron su ignorancia: las meninges exquisitas eyaculan con cadencia. Desesperado se retiraba el hombre a calmar al tip¨®grafo cuando repar¨® en el provinciano que le aguardaba con una muestra de sus cualidades: en el tama?o de una tarjeta, el joven hab¨ªa extractado el crimen de la calle de Fuencarral. El redactor jefe desplaz¨® sus ojos por la caligraf¨ªa esmerada y agit¨® el escrito ante los ganapanes de la literatura. "Esto es periodismo", reivindic¨®.
Cien a?os despu¨¦s, los diarios se han trasladado a los arrabales de la ciudad y, como se componen de noticias, excluyen de sus equipos a los f¨®siles de hemeroteca. Hoy, la cofrad¨ªa de divinos y cochambrosos no conseguir¨ªa sacar ni el primer n¨²mero de un peri¨®dico. Cuando el escritor cruza la sala de redacci¨®n con su colaboraci¨®n en el bolsillo del gab¨¢n, el ordenador ha silenciado las voces de aquellos polemistas entrenados en el duelo a primera sangre. El redactor jefe que le saluda con la impaciencia propia del oficio, no lleva visera ni manguitos, pero sus ojos se deslizan por la cuartilla del visitante a velocidad de crucero. Levantando la frente como su antecesor cuando observ¨®: "Esto es periodismo", el redactor jefe afirma hoy: "Esto es literatura". Y el concepto adquiere en el ambiente informativo la misma rareza que un a?o bisiesto.
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