Ni ley del tali¨®n ni rendici¨®n
Nunca resulta f¨¢cil analizar en caliente atentados tan terribles como la carnicer¨ªa perpetrada ayer en Madrid. Los 190 muertos y el millar de heridos causados por el encadenamiento de explosiones en la l¨ªnea ferroviaria de cercan¨ªas de Atocha suscitan sentimientos de piedad hacia las v¨ªctimas y de indignaci¨®n moral contra los verdugos, pero apenas dejan espacio para una reacci¨®n que no sea visceralmente pasional. Pero aunque la conmoci¨®n producida por el horror de la cruel matanza y la subasta de adjetivos para descalificar a sus autores interfiera necesariamente la reflexi¨®n en torno a las implicaciones de este sangriento 11 de marzo, la renuncia gratuita a un an¨¢lisis en paralelo de sus repercusiones pol¨ªticas ser¨ªa una forma involuntaria de hacer el juego a la estrategia del terror, interesada en excluir cualquier lenguaje de la vida p¨²blica que no transmita ruido, furia y violencia.
Es evidente, por lo pronto, que el atentado -cualesquiera que sean sus autores- ha clausurado la campa?a electoral del 14 de marzo tal y como hab¨ªa sido planteada por las fuerzas democr¨¢ticas. Cabe esperar que ninguno de los participantes en la carrera hacia las urnas ceda a la demag¨®gica tentaci¨®n de llevar a las ruedas de su molino el caudal de sangre vertida en Madrid; aunque esa manipulaci¨®n electoralista pudiera resultar eficaz en el corto plazo de las pr¨®ximas 72 horas, la marca de Ca¨ªn perseguir¨ªa para siempre no s¨®lo a los responsables de la matanza sino tambi¨¦n a quienes tratasen de intercambiar por votos las vidas humanas sacrificadas. Si el Acuerdo por las Libertades y Contra el Terrorismo suscrito el 8 de diciembre de 2000 por el PP y por el PSOE con los auspicios del Gobierno de Aznar descansaba sobre "la voluntad de eliminar del ¨¢mbito de la leg¨ªtima confrontaci¨®n pol¨ªtica o electoral" las medidas para acabar con los cr¨ªmenes terroristas, esta es la ocasi¨®n por excelencia para demostrar la sinceridad pol¨ªtica y la honradez democr¨¢tica de tales prop¨®sitos.
Desde el primer momento, los indicios del atentado apuntaron contra ETA, sin que se hayan descartado definitivamente todav¨ªa otras hip¨®tesis. Aunque la teorizaci¨®n de la estrategia etarra se exprese siempre en t¨¦rminos confusos, con el inevitable corolario de que los esfuerzos hermen¨¦uticos para aclarar su turbio lenguaje corran el peligro de atribuir a los dirigentes sucesivos de la banda la coherencia de prop¨®sitos y preferencias de los actores racionales de la teor¨ªa de juegos, no parece aventurado concluir que los dos extremos de la sanguinaria l¨ªnea continua donde cabr¨ªa situar sus objetivos provocadores ser¨ªan, de un lado, la indiscriminada respuesta represiva del Estado, a fin de poner en marcha la vieja espiral de la acci¨®n/reacci¨®n de las postrimer¨ªas del franquismo; y, de otro lado, el inconfesado surgimiento en la sociedad espa?ola de una actitud de desistimiento propiciadora de la aceptaci¨®n de los planteamientos independentistas del nacionalismo vasco radical. El atentado del 11 de marzo ha suscitado una marea de emoci¨®n popular que podr¨ªa servir parad¨®jicamente de soporte para ambos prop¨®sitos: si los terroristas consiguieran dividir en dos a la sociedad espa?ola en lo que respecta al diagn¨®stico y los remedios de su amenaza, y si adem¨¢s las fuerzas democr¨¢ticas ahondaran el calado de esa escisi¨®n con el prop¨®sito de beneficiarse de su apoyo electoral, suya ser¨ªa la victoria.
Frente a las voces que reclaman la aplicaci¨®n al terrorismo de la venganza b¨ªblica de la ley del tali¨®n (tal y como hicieron -aunque ahora lo oculten- en la ¨¦poca de la guerra sucia contra ETA librada durante los 10 primeros a?os de la transici¨®n con la tolerancia o la connivencia de los Gobiernos de UCD y del PSOE), la apuesta a favor del di¨¢logo pol¨ªtico con las bandas criminales (como la salida negociada con ETA intentada infructuosamente en Argelia y en Suiza por los Gobiernos de Gonz¨¢lez y de Aznar en 1989 y 1999) cabalga sobre la misma irresponsable ola emocional de incitaciones al linchamiento y de temores cobardes a solidarizarse con las v¨ªctimas del terrorismo. El Estado de derecho de una democracia no puede aceptar ninguna de esas dos respuestas sin dimitir al tiempo de su condici¨®n de defensor de los valores por los que dice combatir.
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