"?Sesenta muertos en un vag¨®n y yo estoy viva!"
En las inmediaciones de la estaci¨®n de ferrocarril de Santa Eugenia, el aire tiene un olor extra?o. Un olor que no es el de la incineradora cercana, diga lo que diga alg¨²n vecino, sino el de la tragedia. La estaci¨®n de Santa Eugenia, un barrio-dormitorio ordenado y tranquilo en la periferia de Madrid, parece haber sufrido un bombardeo. Hay vagones destrozados, objetos rotos, restos de vida esparcidos por todas partes. Hay que verlo en la distancia porque un cerco policial impide acercarse. El barrio parece anestesiado por el choque violento con la destrucci¨®n. Los autobuses circulan casi vac¨ªos, el trafico rueda extra?amente silencioso. Periodistas espa?oles y extranjeros buscan desesperadamente testimonios. Alguien que viajara en el vag¨®n destrozado, o en el de al lado. Alguien que esperara en el and¨¦n. Alguien sorprendido por la explosi¨®n. Testigos. "Ni siquiera o¨ªmos el ruido", me dice una mujer madura sin dejar de contemplar consternada el espect¨¢culo. En Santa Eugenia, los testigos han desaparecido, barridos por el espanto.
En Santa Eugenia los testigos han desaparecido, barridos por el espanto. El barrio parece anestesiado por el choque violento con la destrucci¨®n
El viento ha amontonado papeles y pl¨¢sticos en el patio del colegio que se alza no muy lejos de la entrada principal de la estaci¨®n
Teresa Pozeros, con su mano vendada aferrada al tel¨¦fono, parece relatarse a s¨ª misma la incre¨ªble historia de su propia supervivencia
Vic¨¢lvaro, la siguiente estaci¨®n de cercan¨ªas camino de Madrid viniendo de Guadalajara, parece abandonada. Aqu¨ª se detuvieron tambi¨¦n unos segundos los trenes cargados de explosivos, y recogieron a decenas de viajeros rumbo a la muerte. La cafeter¨ªa est¨¢ cerrada a cal y canto. El cierre echado habla de desastre y de dolor. Los andenes, precintados con cintas de pl¨¢stico, de soledad. Un hombre habla por su tel¨¦fono m¨®vil. S¨®lo el acceso al metro registra algo de movimiento. Un hilo fino de gente emerge de la escalera m¨®vil. La mayor¨ªa tiene el rostro descompuesto, la expresi¨®n interrogante. Desde el vest¨ªbulo escucho los altavoces que anuncian el cierre temporal del servicio de cercan¨ªas. "Perdonen las molestias", dice la voz an¨®nima.
Mar¨ªa del Carmen Moreno no sabe c¨®mo volver a casa. Busca alg¨²n autob¨²s o un taxi para regresar a su domicilio en Daganzo, cerca de Parque Corredor. Vuelve del colegio donde da clases de educaci¨®n f¨ªsica. Parece perdida, desorientada en medio de esta calle desconocida. Pero se siente afortunada. En el viaje de ida, la tragedia le pas¨® al lado, de refil¨®n. "Cog¨ª el tren en Alcal¨¢ de Henares, creo que era el siguiente a uno que estall¨® por los aires. Estuvimos parados un rato, luego nos desviaron a San Fernando, y all¨ª nos hicieron bajar del vag¨®n y nos registraron a todos. La gente estaba tranquila, todos pensamos que ser¨ªa una amenaza de bomba. Luego nos dejaron subir de nuevo y el tren se desvi¨® a la estaci¨®n de Chamart¨ªn. En el trayecto nos enteramos de lo que hab¨ªa ocurrido". Mar¨ªa del Carmen se mueve como son¨¢mbula. Duda casi al dar su edad -"30, no 33, acabo de cumplirlos"-. Tiene mala cara. Acepta encantada que la periodista la lleve en el taxi hasta el centro de Vic¨¢lvaro. "Yo lo siento por toda esa pobre gente inocente, que no hab¨ªa hecho nada. No s¨¦ lo que buscan", dice al despedirse, casi sin expresi¨®n.
De Vic¨¢lvaro a la estaci¨®n de El Pozo del T¨ªo Raimundo no hay mucha distancia. El coche atraviesa barriadas modestas y manzanas de edificios de ladrillo rojo, ordenados y limpios. Rodea calles y carreteras secundarias, en un itinerario ca¨®tico y dram¨¢ticamente solitario. Los negocios est¨¢n cerrados a esta hora, y hay una luz sombr¨ªa que no invita a pasear. El coche enfila una avenida ancha y se detiene a unos pocos centenares de metros de la estaci¨®n. No se puede pasar. Dos mujeres j¨®venes, de la Polic¨ªa Municipal, indican que la ¨²nica manera de seguir adelante es caminando. La avenida est¨¢ desierta, s¨®lo circulan coches y camiones del Selur (Servicios Especiales de Limpieza Urgente). El viento ha amontonado papeles y pl¨¢sticos en el patio del colegio que se alza no muy lejos de la entrada principal de la estaci¨®n. Hace horas que los alumnos fueron evacuados. Hay grupos de curiosos que se acercan hasta el borde mismo del per¨ªmetro acordonado. Los bomberos y los equipos sanitarios trabajan todav¨ªa extrayendo cad¨¢veres de los vagones desventrados. Una pareja madura regresa del lugar de la tragedia con la mirada baja. "?Qu¨¦ horror!, ?qu¨¦ horror!", dice ella. Su hijo, estudiante de bachillerato, no encuentra a varios compa?eros que ten¨ªan que coger el tren en El Pozo. "Van a un instituto de Sainz de Baranda", dice.
En mitad de la calle hay una mujer hablando sola. En realidad habla por el m¨®vil, pero Teresa Pozeros, con su mano vendada aferrada al tel¨¦fono, parece relatarse a s¨ª misma la incre¨ªble historia de su propia supervivencia. Cogi¨® el tren en la estaci¨®n de El Pozo poco antes de que estallara el infierno. Pero tambi¨¦n su tren era objetivo terrorista. "Sesenta muertos en un vag¨®n, y yo estoy viva", repite una y otra vez. "Estoy atontonada. Debe de ser el impacto. El que explot¨® fue el vag¨®n de delante, que iba muy lleno. Nosotros abrimos las puertas y salimos corriendo. A mi lado hab¨ªa una se?ora herida. La ayudamos a saltar una valla". Ella no sabe si hay muertos en el barrio. Quiz¨¢ tengan datos en la Junta Municipal. Antes de llegar a la sede se atraviesa por la estaci¨®n Asamblea-Entrev¨ªas. M¨¢s que otra cosa, es un apeadero hundido entre bloques de edificios modestos. Las escaleras de acceso est¨¢n precintadas. En los alrededores no hay un alma. Pero en esta estaci¨®n desolada subi¨® al tren de la muerte Benito Rojas, un ecuatoriano de 35 a?os. Su mujer y sus primos montan guardia por ¨¦l en el vest¨ªbulo del hospital Gregorio Mara?¨®n de Madrid. "Somos de Santo Domingo de los Colorados, que no tiene que ver con el otro Santo Domingo", me explica un pariente. Benito viajaba en el convoy destrozado por la explosi¨®n m¨¢s fuerte cuando ya se avistaba la estaci¨®n de Atocha.
Jos¨¦ Manuel y Elena, vecinos de la calle T¨¦llez, oyeron el impacto -"casi como si la bomba hubiera estallado en casa", dice ¨¦l-. No vieron nada. Pero otros sentidos les dieron la medida del horror que acababa de producirse a un paso de sus ventanas. "O¨ªmos las sirenas de las ambulancias, los helic¨®pteros sobrevolando el barrio". Y al abrir las ventanas respiraron la atm¨®sfera cargada con un extra?o olor qu¨ªmico que sigue impregnando la casa.
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