El pleito
Repica el tel¨¦fono, y la inquietud agita el profundo sosiego del despacho jur¨ªdico que a lo largo de tres generaciones ha permanecido abierto en este entresuelo de la calle de Antonio Maura: un sill¨®n giratorio detr¨¢s de la mesa barnizada -con la foto familiar y la plegadera en el portal¨¢pices-; dos butacones hondos a ambos lados del sof¨¢ de tres plazas; moqueta clara en vez de alfombra y, en el techo, a no excesiva altura, la ara?a luminosa de tres brazos. En las paredes, de verde sedante, la acuarela de firma alterna con las estanter¨ªas tapizadas por el Aranzadi. Y, frente a la puerta, enmarcado por un cortinaje oscuro, el balc¨®n, retranqueado y alt¨ªsimo, que asoma al paisaje apacible de la plaza de la Lealtad, con su centro monumental y boscoso flanqueado por el edificio y la terraza del Hotel Ritz y el templo neocl¨¢sico de la Bolsa de Comercio.
Anteriormente, el mensaje telef¨®nico atravesaba Madrid en los hilos prendidos de unos postes sobre los que descansaban las golondrinas. Ahora, que lo hace envasado en cable y bajo tierra, se somete en horario de oficina al r¨¦gimen de funcionamiento del gabinete jur¨ªdico. As¨ª, la llamada que llega desde la ciudad ruidosa a la sala aneja al despacho de la calle de Antonio Maura se anuncia -no m¨¢s de dos repiques- en el aparato de dise?o moderno que comparte la mesa con un ordenador y el retrato de un caballero y unos ni?os. La secretaria que descuelga el auricular mantiene al cliente a la espera de si lograr¨¢ hablar con el abogado, mientras por otro conducto participa a ¨¦ste de la identidad de quien llama y quiz¨¢ de su litigio. Y el abogado, que revisaba unos escritos o meditaba mirando la calle, despu¨¦s de ser informado por su secretaria, adopta una decisi¨®n.
Y su decisi¨®n inevitablemente afecta a ese cliente enredado en un largo contencioso, que tras una reuni¨®n con sus socios en un apartamento de la Torre de Madrid plane¨® una estrategia que medit¨® mientras paseaba por los jardines del templo de Debod y de la que no particip¨® a su mujer, para no inquietarla, cuando almorzaron en el comedor de casa, en la traves¨ªa del Conde Duque. Y fue despu¨¦s de que ella se marchara a un cine de la plaza de Espa?a -donde, ignorante de lo que amenazaba a su marido, hab¨ªa quedado con las amigas- cuando ¨¦l se encerr¨® en el despacho frente a la foto de ella, prepar¨® la pistola, consult¨® el list¨ªn de direcciones, tom¨® el auricular del tel¨¦fono de disco y con exasperante lentitud, pues imprim¨ªa una pausa antes de introducir el ¨ªndice en la ranura de cada n¨²mero para cerciorarse de que acertaba, llam¨® al bufete de la calle de Antonio Maura.
Su apelaci¨®n se traslad¨® por el subterr¨¢neo de Madrid al tiempo que acariciaba la pistola depositada sobre la mesa de cristal y su imaginaci¨®n recreaba el lugar al que telefoneaba. Ah¨ª, amparado en una recomendaci¨®n de fuste, solicit¨® en su d¨ªa ser recibido y a la hora convenida lleg¨® en taxi a la calle donde radicaba el bufete, traspas¨® a pie el portal de carruajes, con la anuencia del portero uniformado se elev¨® en ascensor y, ya en el entresuelo, puls¨® el timbre de la puerta blindada que exhib¨ªa una placa dorada con el nombre del titular del despacho. Y la secretaria con la que hab¨ªa concertado la cita le precedi¨® por un largo pasillo de madera resonante hasta el despacho de estanter¨ªas tapizadas por el Aranzadi, donde la mano tendida del abogado le invit¨® a tomar asiento en el sof¨¢ y se dispuso a escucharle desde la butaca m¨¢s pr¨®xima.
El cliente recuerda haber guardado antesala en un cuarto que, por estar cerrado al exterior, permanec¨ªa continuamente encendido, como la celda de un presidio. Esa imagen, que su desaz¨®n convirtio en presagio, gravita sobre su memoria cuando su demanda telef¨®nica entra en el bufete de la calle de Antonio Maura. Uno, dos repiques y la secretaria que lo atiende lo deja a la espera, como en otras ocasiones. Mas esta vez no conecta con el abogado, sino que se levanta y penetra en el despacho. La habitaci¨®n reposa, sumergida en la penumbra de la cortina que cubre el balc¨®n. La secretaria se dirige al estante del Aranzadi, elige uno de los tomos del archivo de testamentar¨ªas y sale de la habitaci¨®n que ocuparon tres generaciones de juristas. Vuelve a su mesita, recupera el auricular y se dispone a hablar con el heredero. Pero nadie le contesta.
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