Muerte sin banderas
Los muertos no tienen pa¨ªs, ni bandera, ni pasaporte; nada de eso les hace falta porque nada de eso importa. Ahora lo sabe todo el mundo, pero quiz¨¢ ma?ana algunos lo olviden. Ahora es muy f¨¢cil darse cuenta, ver iguales a todas las v¨ªctimas del Once de Marzo, ser incapaces de encontrar cualquier diferencia entre los que lloran. ?O no? ?C¨®mo llora un rumano malherido, en comparaci¨®n con un chileno? ?Los marroqu¨ªes lloran a sus hijas asesinadas de forma distinta a los espa?oles o a los filipinos o a los ecuatorianos? ?Su sangre es distinta? ?Su dolor es de otra clase? Hasta el Once de Marzo, mucha gente cre¨ªa que s¨ª.
En los trenes de la muerte hab¨ªa ciudadanos de la Rep¨²blica Dominicana, Filipinas, Polonia, Ucrania, Chile, Marruecos, Per¨², Rumania, Ecuador, Bulgaria, Cuba, Espa?a... En esos trenes hab¨ªa, sin duda, una explicaci¨®n de lo que es una ciudad como Madrid. Y tambi¨¦n hab¨ªa una respuesta. Mientras los trenes se mov¨ªan, hubo quien crey¨® que las personas que viajaban en ellos no eran todas iguales.
En cuanto los trenes se detuvieron para siempre, a muchos se les rompi¨® entre las manos la palabra patria, a otros les pareci¨® indigna la palabra frontera, y hubo quien se avergonz¨® de las palabras legal e ilegal. Tambi¨¦n hubo quien se dio cuenta de que cuanto m¨¢s grandes se hacen las banderas, m¨¢s peque?os se vuelven los pa¨ªses.
El Once de Marzo, miles de ciudadanos corrieron a los hospitales, benditos sean un mill¨®n de veces, para donar su sangre. Y ¨¦sa era otra respuesta contra los canallas, los mentirosos y los oportunistas: ¨¦sto es Madrid, esa ciudad tan acosada y tan sospechosa para muchos, y ¨¦sto somos nosotros.
?Habr¨¢ gente tan miserable que se atreva a olvidarlo? Los que daban su sangre no preguntaban la nacionalidad de las v¨ªctimas, ni su religi¨®n. Durante algunas horas, no existieron las naciones, ni los himnos, ni las aduanas. Ahora, la sangre de una mujer de Barcelona correr¨¢ por las venas de un hombre de Rabat y la de un muchacho de Madrid pasar¨¢ por el coraz¨®n de una chica de Bucarest. Todo lo dem¨¢s es mentira.
Mientras los trenes se mov¨ªan, hubo personas que sent¨ªan desconfianza y hasta temor al mirar al viajero de al lado, aunque en realidad no sab¨ªan mucho de ¨¦l, s¨®lo que, al menos por su parte de afuera, parec¨ªa tan diferente. Aunque luego, al ver sus historias en los peri¨®dicos, esas historias hechas con verbos en pasado que contaban la vida de los muertos, la cosa cambiaba. La verdad es que por dentro ya no parec¨ªan tan distintos o tan peligrosos. Uno era mec¨¢nico, otro qu¨ªmico, otro alba?il, otro ingeniero, otro estudiante. Uno se llamaba Enrique, era de la Rep¨²blica Dominicana, le gustaba bailar la bachata y el merengue, su canci¨®n favorita era Presumida, de Eddy Herrera. Otra se llamaba Mariana, ven¨ªa de Transilvania y le gustaba el mar, le gustaba ir a Puerto Ban¨²s. Otro se llamaba Neil y era seguidor del Real Madrid. Otra se llamaba Paula Mihaela y le gustaban las plantas, ten¨ªa su piso lleno de flores. Todos ellos podr¨ªan habar sido cualquiera de nosotros.
La muerte nunca es justa, y menos a¨²n esta clase de muerte, pero s¨ª que es did¨¢ctica: nos recuerda nuestro verdadero tama?o y, de ese modo, nos iguala. ?Habr¨¢n aprendido algo de este desastre los intolerantes y los racistas? ?Habr¨¢n aprendido algo de la generosidad y el hero¨ªsmo de tantos? A una mujer rumana, llamada Livia, la enterraron con su vestido de novia.
A un espa?ol llamado Jorge, tan seguidor del Real Madrid como el ecuatoriano Neil Torres, lo enterraron con la camiseta de Zinedine Zidane, su jugador favorito.
El Once de Marzo acabaron en Madrid doscientas historias. Algunas hab¨ªan comenzado en una ciudad de la Rep¨²blica Dominicana, otras en una ciudad de Filipinas, Polonia, Chile o Marruecos; de Per¨², Rumania o Ecuador; de Bulgaria o de Cuba.
Todas acabaron aqu¨ª y todos los que murieron en nuestra ciudad y entre nosotros son nuestros muertos. Ojal¨¢ que a partir de ahora todos los vivos de buena voluntad puedan ser tambi¨¦n nuestros vivos. Madrid nos ha ense?ado que dentro de la palabra nosotros cabe la palabra todos.
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