??ste, a trauma!, ?¨¦ste, a quir¨®fano!
A las 8.00, la ciudad a¨²n desconoce la gravedad de la tragedia, pero los hospitales se llenan de heridos
Aroa viaja en el primer tren que explota. Sale corriendo hacia el and¨¦n, alcanza los arcos de la estaci¨®n de Atocha, busca su tel¨¦fono m¨®vil y llama a la oficina para decir que ha habido una explosi¨®n, que se encuentra bien, que llegar¨¢ tarde... Pero al otro lado del tel¨¦fono no hay nadie. Lo que suena es el mensaje grabado, el pitido inconfundible del contestador autom¨¢tico. Aroa apenas puede articular palabra, jadea, se asfixia, no oye nada, cree que est¨¢ hablando con una compa?era de trabajo y dice:
-Montse, oye... Estoy... Estoy en Atocha, ha habido una bomba en el tren y hemos tenido...
Se oye otra explosi¨®n.
-Ahh, socooorro, ahh...
Suena una tercera explosi¨®n. Los gritos de Aroa y de otros viajeros aumentan y se confunden en la lejan¨ªa. Se interrumpe la comunicaci¨®n. El contestador emite un segundo pitido y la oficina vuelve a quedar en silencio.
Sorprendentemente, a pesar del nerviosismo, las camillas no chocan unas con otras
Anselmo Blanco tiene 38 a?os. Camina junto a su compa?ero Chico Cabezudo por la v¨ªa 3 de la estaci¨®n de Atocha. Ambos son factores de circulaci¨®n, empleados que vigilan sobre el terreno el tr¨¢nsito de los trenes. Oyen una explosi¨®n en el ¨²ltimo vag¨®n del cercan¨ªas que se ha detenido en la v¨ªa 2. Los dos se echan a correr en direcciones opuestas. Obedecen a un impulso que ellos llaman "el instinto del ferroviario". Chico corre hacia la estaci¨®n y Anselmo lo hace justo en direcci¨®n contraria, hacia fuera, cruzando los brazos como si fueran las aspas de una h¨¦lice para detener un cercan¨ªas que, procedente de Villalba, se dispone a entrar en la v¨ªa 1. Consigue pararlo. Escucha entonces una segunda, una tercera explosi¨®n. Se dirige a toda prisa hacia el lugar de la detonaci¨®n y le dice a los supervivientes que corran. A Anselmo, tan metido en su trabajo, no se le pasa por la cabeza que tambi¨¦n a ¨¦l lo estar¨¢n buscando. Durante horas, sus compa?eros lo dan por desaparecido.
-Centro de pantallas del Ayuntamiento de Madrid. ?C¨®mo est¨¢ la situaci¨®n del tr¨¢fico?
Es la pregunta de cada ma?ana en la radio. Pero hoy la respuesta es distinta. Los conductores que se desesperan escuchan desde sus veh¨ªculos:
-Hay que evitar Atocha porque se est¨¢n produciendo retenciones en esa zona. Est¨¢ tomada por peatones en la calzada. Eviten Atocha.
Anselmo Blanco corre hacia el cercan¨ªas que viene de Villalba y logra detenerlo
Se trata de viajeros que huyen del espanto, algunos malheridos, aunque desde la altura de las c¨¢maras s¨®lo son, todav¨ªa, peatones que toman la calzada.
Alberto Ruiz-Gallard¨®n sigue en casa. Suena su m¨®vil. Es un mensaje de texto de Pedro Calvo, su concejal de seguridad, el hombre de quien dependen los 6.500 polic¨ªas locales de Madrid, los 1.580 bomberos y los 501 trabajadores del Samur. Se ha despertado a las 7.43. Uno de sus colaboradores, Fernando Autr¨¢n, le informa de los atentados. Intenta llamar inmediatamente a Ruiz-Gallard¨®n, pero fallan las comunicaciones. Calvo decide entonces enviarle un mensaje por el m¨®vil antes de ducharse y vestirse.
-Explosi¨®n en Atocha. Parece muy grave. Te mantengo informado.
En la estaci¨®n de Santa Eugenia, Cayetano Abad, t¨¦cnico de comunicaciones del Ministerio de Hacienda, se despierta en el pasillo del tren abrazado a su hija Ana, de 14 a?os. Ha recobrado el conocimiento despu¨¦s de la explosi¨®n. Est¨¢ aturdido, pero se levanta. Su hija, que ha perdido las lentillas, quiere coger un tel¨¦grafo, el trabajo manual que tiene que presentar hoy en el colegio. Pero Cayetano le dice que es mejor marcharse. ?l lleva la nariz levantada, la cabeza rajada por varios cristales, la frente abrasada, el labio inferior roto y la cervical y el pecho contusionados. No oye apenas nada. Y no quiere llorar delante de su hija. ?l nunca vio llorar a su madre y ese recuerdo lo ayuda a proteger de esa manera a la muchacha.
-Pap¨¢, v¨¢monos a casa- le grita Ana llorando.
Ibarretxe llama a Gallard¨®n para darle el p¨¦same. Luego, recibe una llamada de Otegi
Se abren paso entre brazos y v¨ªsceras.
Gallard¨®n sigue escuchando la radio. Llegan las primeras noticias, parecen preocupantes, pero no extraordinariamente dram¨¢ticas. Gallard¨®n es ahora quien llama a Pedro Calvo y ¨¦ste le informa.
-Est¨¢n actuando ya las urgencias. Ha sido una bomba. No han rastreado la zona, as¨ª que qu¨¦date donde est¨¢s. Yo tampoco puedo acercarme. No puedes venir.
El alcalde no le hace caso. Da orden a su ch¨®fer de dirigirse hacia la estaci¨®n de Atocha. Sigue escuchando la radio.
I?aki Gabilondo da paso al periodista Severino Donate para que relate lo que est¨¢n viendo sus ojos:
-La imagen es muy parecida a las que vemos en Jerusal¨¦n cuando explota un autob¨²s. Veo dos vagones reventados. Hay much¨ªsimos heridos. Puede haber v¨ªctimas mortales
Jos¨¦ Antonio Serra Rexach, director de asistencia sanitaria, tiene un peque?o aparato de radio encendido en su despacho de la cuarta planta del edificio de Gobierno del Hospital Gregorio Mara?¨®n. Ha escuchado la noticia de la explosi¨®n de una bomba, pero su vista est¨¢ pendiente del ordenador: 125 enfermos en urgencias. La peor noche de estos ¨²ltimos siete meses. De pronto oye el sonido de las sirenas de las ambulancias. Decide bajar a urgencias.
En el camino se cruza con Francisco Duque, psic¨®logo. Ha recibido una llamada de su madre unos minutos antes, anunci¨¢ndole que hab¨ªa estallado una bomba y que estuviera tranquilo, que su sobrina no ven¨ªa hoy en tren a Madrid. Oye tambi¨¦n las sirenas de las ambulancias. Y decide bajar a urgencias.
Las emisoras de radio han modificado ya su programaci¨®n. Habla I?aki Gabilondo:
-Parece que ETA est¨¢ detr¨¢s de todo esto y asoma con su lenguaje habitual de miedo, horror e ira. Esa es la impresi¨®n que todos tenemos. Son las ocho y siete minutos.
La realidad es pavorosa en urgencias. Varias ambulancias est¨¢n sacando heridos. Hay desconcierto. Surgen las preguntas. ?Qu¨¦ ha sido? ?Una bomba!, ?una bomba! ?Cu¨¢ntos heridos hay? ?Muchos!, ?muchos!, ?es una situaci¨®n de guerra!
La noticia recorre todas las esquinas de un hospital donde nunca se ha ensayado la reacci¨®n ante una cat¨¢strofe externa. El incesante sonido de las sirenas pone en guardia a todo el personal sin necesidad de una orden. No hay cambio de turno a las ocho de la ma?ana. Todos deciden quedarse. Y actuar deprisa.
Prioridad uno: despejar las urgencias de los enfermos de la noche. Quien puede empuja una camilla. Francisco Duque ve a un catedr¨¢tico haciendo de celador. "Sale una cama cada 15 segundos", piensa, y luego repara en otro detalle: "Sorprendentemente, a pesar del nerviosismo, las camillas no chocan unas con otras". El personal improvisa decisiones: una enfermera da la orden de que s¨®lo se cambien las s¨¢banas que est¨¦n manchadas. Hace falta liberar camas como sea.
Uno de los perros huele algo. La polic¨ªa echa a empujones a las autoridades
En el parque del Retiro, un joven de 30 a?os camina despacio, con la vista perdida. Camina y camina. Viene de Atocha y no recuerda lo que ha pasado. Viene de un tren que ha explotado, pero ha olvidado la explosi¨®n. Solo camina por el Retiro.
En urgencias, el drama est¨¢ vivo. M¨¢s ambulancias. Gente cuyos rostros sangran en abundancia. Es el efecto de la metralla. Lesiones leves, aunque muy llamativas. No hay tiempo para reunirse: llega el jefe de la UCI, el jefe de cirug¨ªa, todos con su tel¨¦fono m¨®vil. Un ur¨®logo infantil se coloca unos guantes y decide situarse donde entran las ambulancias. Todo es muy r¨¢pido: entran 229 heridos entre las 7.56 y las 9.15. Jam¨¢s el Gregorio Mara?¨®n hab¨ªa soportado una presi¨®n semejante. El ur¨®logo ha tomado una decisi¨®n: har¨¢ un primer diagn¨®stico visual y gritar¨¢ a viva voz si el herido necesita silla o camilla.
-?Silla!
-?Camilla!
-?Camilla!
-?Silla!
Un segundo equipo m¨¦dico improvisado hace una segunda evaluaci¨®n unos metros adentro. ??ste, a trauma! ??ste, a rayos! ?¨¦ste, a quir¨®fano! ?R¨¢pido! ?R¨¢pido! No hay un gabinete de crisis en el hospital, es todo el hospital quien act¨²a guiado por una mano invisible. Los 40 quir¨®fanos se despejan, se suspenden todas las operaciones programadas. Los cirujanos har¨¢n una primera intervenci¨®n de urgencia, luego quiz¨¢s una segunda. O una tercera. Una enfermera toma otra decisi¨®n unilateral: escribe con un rotulador el nombre del paciente, de aquel que puede hablar o est¨¢ consciente. Imprime el nombre en la cara o en el pecho. No hay tiempo para hacer un registro.
-?Deprisa! ?A trauma!
El joven de 30 a?os que camina por el Retiro no deja de andar. No sabe que viene de Atocha. Su familia le busca. No sabe nada. Solo camina.
Suena un tel¨¦fono de urgencias. Es el responsable del ¨¢rea de rehabilitaci¨®n.
-Hemos vaciado el gimnasio. Hay sitio para 15 camas.
El ¨¢rea de radiodiagn¨®stico realiza 110
esc¨¢neres en tiempo r¨¦cord. S¨®lo fallecen tres heridos de cuantos entran en esa primera hora. En esa hora se encuentra sitio para 125 pacientes rutinarios de urgencias y para 229 heridos procedentes de los trenes de la muerte. Muchos enfermos dejan su habitaci¨®n voluntariamente.
-Mire, yo vengo otro d¨ªa. Dejo mi cama.
Ruiz-Gallard¨®n llega a la estaci¨®n de Atocha. All¨ª se encuentra con Pedro Calvo, su concejal de Seguridad. Llega tambi¨¦n Francisco ?lvarez-Cascos, ministro de Fomento. La polic¨ªa tiene acordonada la zona y les permite acercarse al lugar de los hechos. Lo que encuentra ante sus ojos supera todo lo imaginable: gente destrozada, heridos severamente mutilados que mueren a unos metros de distancia. La onda expansiva destroza la vida de Mar¨ªa del Carmen Lominchar, programadora inform¨¢tica de 34 a?os, embarazada de tres meses. Su marido, Jos¨¦ Antonio Alc¨¢zar, polic¨ªa local, duerme en casa ajeno a la tragedia. La ¨²ltima noticia de Carmen fue un beso antes de salir de casa. En ese and¨¦n acab¨® sus d¨ªas el pe¨®n marroqu¨ª Osama el Amrati, de 23 a?os. Hab¨ªa dejado la noche anterior un mensaje a su novia Beatriz : "Habebe... eres mi vida, Te quero, asta ma?ana". No hay ma?ana.
Llega Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid. Trata de mostrar fortaleza, pero el horror que hay ante su vista es excesivo. La polic¨ªa est¨¢ nerviosa. Uno de los perros parece que ha olido algo. Toman en volandas a las autoridades y las sacan del lugar. A toda velocidad. A empujones. Acaba de llegar Rodrigo Rato. No hay evaluaci¨®n de da?os todav¨ªa. El alcalde y los ministros deciden desplazarse a las otras estaciones. Acebes improvisa un despacho en el ministerio de Agricultura.
A las 9.30, el lehendakari Juan Jos¨¦ Ibarretxe se sit¨²a frente a las c¨¢maras de televisi¨®n y dice:
-Los terroristas son simplemente alima?as. Qu¨¦ monstruosidad, qu¨¦ espanto tan grande... ETA est¨¢ escribiendo sus ¨²ltimas p¨¢ginas.
Ibarretxe habla con Madrid en distintas ocasiones. Tampoco ¨¦l, a esta hora, pone en duda la autor¨ªa de ETA. Llama al alcalde de Madrid para darle el p¨¦same. Y, nada m¨¢s terminar su intervenci¨®n televisada, en la que se muestra muy afectado, recibe una llamada de Arnaldo Otegi, el portavoz de la ilegalizada Batasuna. Otegi, que nunca ha condenado un atentado de ETA, le muestra su enfado al lehendakari. Le traslada lo que unos minutos despu¨¦s dir¨¢ en una radio y m¨¢s tarde en una comparecencia en San Sebasti¨¢n.
-En la izquierda abertzale no contemplamos ni como hip¨®tesis la posibilidad de que sea ETA. ETA a lo largo de su historia siempre ha avisado de la colocaci¨®n de explosivos...
Otegi, cuando habla en euskera, condena el atentado; cuando lo hace en espa?ol, lo rechaza.
Una periodista intenta preguntarle si la condena ser¨ªa la misma si fuese ETA...
Otegi no admite preguntas.
Hay un hombre paseando por el Retiro. Ajeno a todo. Su familia le busca porque estuvo en Atocha y viaj¨® en el primer tren de la muerte. Pero ¨¦l no parece saberlo. Solo camina.
Rajoy y Zapatero ya han hablado. Est¨¢n de acuerdo en suspender lo que queda de campa?a.
Luis del Moral sigue atento a las noticias desde su casa. Vive enfrente de la estaci¨®n de Alcal¨¢ de Henares. Sobre las diez decide salir a la calle para hacer las compras del d¨ªa. ?l es un jubilado de 67 a?os, un ex ferroviario que prest¨® servicio en Chamart¨ªn en los puestos de control de circulaci¨®n. Al salir de casa, el portero de la finca le comenta que ha visto a unos chicos muy raros salir de una furgoneta, muy tapados para el poco fr¨ªo que hace. Se lo comenta porque es el presidente de la comunidad desde hace casi un a?o. Luis del Moral le pregunta si se lo ha dicho a alguien y el portero le responde que esperaba coment¨¢rselo a un polic¨ªa jubilado que es due?o de un gimnasio cercano. La furgoneta sigue aparcada en el mismo lugar. "Me puse nervioso. No me pod¨ªa aguantar de los nervios. Vi un coche de la polic¨ªa en la estaci¨®n y me dirig¨ª hacia ellos". Comenta esta circunstancia y, en cinco minutos, un coche camuflado llega a su casa. Llegan m¨¢s polic¨ªas, traen un perro que olfatea la furgoneta, ordenan al vecindario que no salga de casa, sacan a los ni?os del colegio Daoiz y Velarde al patio. Tres horas despu¨¦s, la furgoneta es transportada en una gr¨²a a las dependencias policiales de Canillas. En su interior viajan las primeras pistas de los autores del atentado.
Alberto Ruiz-Gallard¨®n est¨¢ en la estaci¨®n de El Pozo. All¨ª se produce la explosi¨®n de una de las mochilas que no ha estallado. La gente mira desconcertada, con p¨¢nico, con respeto, observa Gallard¨®n. Suena su m¨®vil. Es ?ngel Acebes. Le convoca a una reuni¨®n a las 11 en el Ministerio del Interior.
Un joven pasea por el Retiro. Camina y camina. Nadie repara en ¨¦l. Su familia le busca, pero ¨¦l no lo sabe. No sabe nada. No recuerda nada. Estuvo en Atocha. En el tren de la muerte.
Pasear¨¢ por el Retiro durante m¨¢s de 24 horas mientras su familia le busca entre los cad¨¢veres depositados en el Ifema. Alguien le lleva al d¨ªa siguiente a las urgencias del Gregorio Mara?¨®n. Dos d¨ªas despu¨¦s ser¨ªa dado de alta. Sufri¨® un estrechamiento del campo de la consciencia.
MA?ANA Llamada de Washington: "Es Al Qaeda" Relato del 11-M desde las 11.00 hasta las 17.00.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.