Futuro pasado
Hemos ido adquiriendo la estupenda costumbre de viajar. Y hemos adquirido tambi¨¦n la costumbre de quejarnos del placer del viaje, porque salir de vacaciones alguna vez se parece a esos juegos que consisten en someterse a un sufrimiento, al deporte de escalar un monte en bicicleta hasta la extenuaci¨®n, por ejemplo. Llega la Semana Santa y nos sometemos gustosamente a un embotellamiento de 23 millones de coches, a una especial Pasi¨®n, Mi¨¦rcoles Santo y Jueves Santo en el atasco, que siempre ha sido un punto de meditaci¨®n e inmovilidad zen: hay momentos que nos permiten imaginar qu¨¦ sentiremos cuando vuelva a ponerse en marcha la caravana, experiencia semejante a la que recomendaba Lewis Carroll: imaginar la luz de una vela apagada.
Un trabajador de Renfe encontr¨® una bolsa de pl¨¢stico con una bomba cerca de Toledo, en la v¨ªa, entre Madrid y Sevilla, y 15.000 viajeros de 55 trenes, usuarios de las conexiones ferroviarias entre Madrid y M¨¢laga, Huelva y C¨¢diz, se quedaron en tierra. Nuestro viaje trivial de vacaciones se revela de repente una bendici¨®n amenazada. Vemos el valor de las cosas cuando est¨¢n en peligro: ?se nos ir¨¢ yendo la suerte y la costumbre de viajar? La libertad del viaje es un signo de bien, de prosperidad. La extrema pobreza es estancamiento: el estigma de no moverse durante toda la vida del rinc¨®n donde a uno le toc¨® nacer y donde uno pierde hasta las palabras, porque ser¨ªa incapaz de entenderse con alguien extra?o a su aldea min¨²scula, aunque supuestamente los dos hablen el mismo idioma.
Estas cosas pasaban en la Edad Media (y aqu¨ª la Edad Media se prolong¨® hasta mediados del siglo pasado), cuando la gente viv¨ªa sujeta a la tierra, que no era suya. El ataque a los trenes, m¨¢quinas mitol¨®gicamente civilizadoras, parece querer quitarnos las ganas de viajar, y anonadarnos, confinarnos en nuestro rinc¨®n, en nuestro miedo. En la Edad Media la posibilidad de viajar s¨®lo la ten¨ªan los hombres libres. No s¨¦ si se nos viene encima un nuevo Medioevo de invisibles se?ores de la guerra y ej¨¦rcitos privados, cuando una nube de guerreros ca¨ªa sobre los campos y los arrasaba, y la guerra se confund¨ªa con el bandolerismo. Siempre llegaba del exterior, esa peligrosa amenaza a la que s¨®lo se asomaban los insensatos.
Se dir¨ªa que los Estados, como retrocediendo en el tiempo, est¨¢n perdiendo el monopolio del poder militar. Pero la amenaza de quedarnos aterrados y metidos en casa, en latente situaci¨®n de guerra perpetua, parad¨®jicamente guarda relaci¨®n con el frenes¨ª viajero de estos a?os y nuestra capacidad irrefrenable de comunicaci¨®n en el para¨ªso de los tel¨¦fonos m¨®viles, los nuevos coches, los trenes de alta velocidad, los aviones. ?stas son las armas de los asesinos. Se aprovechan de la espl¨¦ndida democratizaci¨®n del viaje. No act¨²an en un agujero de miseria medieval, sino en una pompa de exuberancia econ¨®mica. El dinero es el eterno pertrecho de la guerra, como escrib¨ªa Maurice Keen en un libro que se ocupa de los a?os 1100 y 1500 y, en clave, parece hablarnos de ahora mismo: La caballer¨ªa.
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