La buena muerte
En nuestra cultura, la muerte posee una ambigua y doble naturaleza: de un lado se jalea en celebraciones como la que acabamos de dejar atr¨¢s, cuyo n¨²cleo es la rememoraci¨®n s¨¢dica del suplicio de un condenado; de otra se silencia, se deja en el guardarropa, se menciona en voz baja, se esquiva: as¨ª al menos lo sugiere la escasez de servicios de Cuidados Paliativos de que disponen los hospitales andaluces, seg¨²n he sabido por una p¨¢gina reciente de este mismo peri¨®dico. Ciertamente, llegar a vivir bien supone una meta alejada del com¨²n de los humanos, ante cuyos pies se interponen sin cesar los obst¨¢culos de la escasez, el tedio, las enfermedades. Por lo que he le¨ªdo, tampoco el morir bien se encuentra al alcance de cualquiera: morir bien en el sentido no ya de sortear el dolor, que se apaga o doblega con el socorro de la qu¨ªmica, sino morir en paz, a salvo de otra clase de tormentos, sin sentir que la muerte duela como un trozo de resina que se arranca de la piel. En esa disparatada pel¨ªcula de culto que es Amanece que no es poco, aparec¨ªa un m¨¦dico que nos hac¨ªa mucha gracia a todos asistiendo embobado al ocaso de un moribundo; cuando el hijo del enfermo se aproximaba a la cama, el m¨¦dico le repet¨ªa con arrobo: "?Qu¨¦ bien se muere tu padre! ?Qu¨¦ artista!" Y, repito, a todos nos hac¨ªa re¨ªr mucho aquella escena porque no pod¨ªamos concebir que nadie se muriera de mejor o peor forma, como si expirar fuera un ejercicio de caligraf¨ªa: pero basta un segundo de reflexi¨®n para comprender que existen muchas clases de muerte, y que no es lo mismo despedirse de los amigos con un portazo que dando un abrazo a cada uno.
Jos¨¦ Luis Royo, jefe de la secci¨®n de Cuidados Paliativos del Hospital Macarena, de Sevilla, denuncia que ante el enfermo terminal se urde "una conspiraci¨®n de silencio", que se le oculta su situaci¨®n real y que a veces incluso se le induce a la falsa esperanza; con la excusa de evitar el sufrimiento al paciente, la muerte se proh¨ªbe en casa y todas sus manifestaciones o asomos, por ¨ªnfimos que sean, se expulsan con la escoba o se esconden debajo de las alfombras. Tal vez, piensa uno, en vez de tanto maquillaje, la persona que est¨¢ a punto de marcharse merezca una despedida en regla y un poco de aliento. A veces la verdad es una cosa ¨¢spera, que escuece como un cardo entre los dedos, pero a nadie debe neg¨¢rsele el derecho a herirse. En ese enmascaramiento desesperado, en esa ficci¨®n tr¨¢gica en que consiste el ocultamiento de la enfermedad se vislumbra el miedo a la muerte en todas sus direcciones: miedo a la muerte del otro, pero tambi¨¦n a la de quien le miente. A todos, en esas vastas noches de insomnio en que los cielos se vuelven demasiado altos, nos ha acogotado la previsi¨®n de nuestra propia nada; algunos, como Unamuno, no soportaban el vislumbre y se arrojaban sollozando sobre el regazo de una mujer. Que Epicuro afirmara que la muerte no forma parte de la vida no alivia la angustia: no es el tr¨¢mite, sino el hecho de desaparecer lo que azuza nuestra cobard¨ªa. Y no creo que ninguna f¨¢bula, por piadosa que sea, vaya a evitarnos ese ¨²ltimo choque con lo desconocido que es privilegio de todo ser humano, su merecido silencio, su t¨²nel.
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