Toques
Manuel Arroyo Stephens estaba en Ciudad de M¨¦xico amarrado al toquero y le daban descarga, y sin soltarlo. Al toquero juegan los machos borrachos. Se ponen en c¨ªrculo, todos con la mano en la caja electrificada y gana el ¨²ltimo que se aparta. Mientras los otros ced¨ªan pensaba que m¨¢s trallazo da el tequila y que ya estaba pidiendo el n¨²mero d¨¦cimo. Fue entonces, as¨ª se cuenta, que en plena cruda ella entr¨®. Chavela Vargas Lizano estaba en uno de sus ¨²ltimos finales. Y ¨¦l sin apartar las manos de la caja del toquero, juego de machos. Pero dos que van a caer si caen bien se aguantan. Chavela Vargas empez¨® a cantar y ¨¦l se fue a escucharla a un rinc¨®n sin electricidad y sin tequila. Cuando acab¨® se le acerc¨® y le dijo si acaso no se daba cuenta que all¨¢ nadie la quer¨ªa.
A ella la salv¨® y le procur¨® que su vejez haya sido un suave descenso y no la cuesta empinada con que despu¨¦s de tan tristes esfuerzos se llega a la muerte
Chavela lo mir¨® de arriba abajo, pero no confi¨®. A sus 74 siglos. El hombre le estaba prometiendo que en Espa?a la escuchar¨ªan. Escuch¨®. Mucho peor que darse toques, Arroyo Stephens empez¨® a buscar billetes de avi¨®n baratos. En agosto de 1993 Chavela cantaba en la plaza del Rei de Barcelona. Una de las noches cruz¨® por el cielo un avi¨®n y se vio obligada a explicarle al p¨²blico: "?Vuela, es mi piloto!". No era la primera vez que estaba en la ciudad. Veinte a?os antes hab¨ªa cantado en un lugar llamado Don Chufo, oyeee t¨². Recordaba poco c¨®mo fue porque los nueve d¨ªas se los pas¨® borracha. En la ronda del General Mitre de entonces alardeaba un lugar llamado Nicol¨¢s II. All¨ª se beb¨ªa en unos copazos enormes, de plata. Como zares vivos. Esta vez era muy diferente. La hab¨ªan instalado en el hotel Col¨®n, frente a la catedral. Por las noches Chavela sal¨ªa a la terraza, ve¨ªa todo tan quieto, tan limpio y tan hermoso que se negaba a dormir. No se puede dormir cuanto todo es tan hermoso, cont¨® a la prensa.
Arroyo Stephens era, como ahora y casi siempre editor de Turner. Editor en un sentido muy generoso. Para saber lo que es un editor no hay nada como echar una ojeada a los agradecimientos de un ensayo ingl¨¦s. Tambi¨¦n vale para adquirir unas cuantas nociones sobre el amor. El cap¨ªtulo de agradecimientos de los ensayos ingleses ofrece siempre un depurado paisaje de fraternidad y eficacia. Sobresale el editor. ?l, sin embargo, es editor incluso de lo que no se ha publicado nunca y tal vez nunca se publique. Por ejemplo, sus viajes con Jos¨¦ Bergam¨ªn, en los a?os de la transici¨®n espa?ola, en busca de Rafael de Paula y del verso inolvidable, La m¨²sica callada del toreo. Una parada aqu¨ª. Rafael de Paula no s¨®lo estuvo entre la media docena de toreros cuyo nombre hay que pronunciar de pie. Fue tambi¨¦n una de las primeras v¨ªctimas de los juicios medi¨¢ticos, antes de que se nombraran como tales: es decir, de que se dispusiera del relativo ant¨ªgeno de su nombre. Hay un libro a escribir sobre Paula. Un libro que fuera al cambio de r¨¦gimen lo que O llevar¨¢s luto por m¨ª, el de Lapierre y Collins, fue al franquismo. Un editor es alguien que traza esos libros en el tiempo, aunque jam¨¢s se escriban. Los viajes tambi¨¦n con el cantaor Rancapino, barrio de Santiago ida y vuelta. Aunque a Rancapino acabara edit¨¢ndole formalmente: un disco esencial que se abre con unas alegr¨ªas calcadas al alba.
O sea que fue como editor que se trajo aqu¨ª a Chavela. A ella la salv¨® y le procur¨® que su vejez haya sido, en efecto, un suave descenso y no la cuesta empinada con que despu¨¦s de tan grandes, tristes y exitosos esfuerzos se llega a la muerte. En cuanto a nosotros, el editor reedit¨®. Chavela era un libro de lance. Las ¨²ltimas canciones que se dispon¨ªan de ella estaban grabadas en un extravagante formato multipista, ni vinilo ni casete, uno de tantos mam¨ªferos industriales de inmediato arrinconados por la selecci¨®n natural. Pero bast¨® poco tiempo para que grabara con Sabina y su voz encarnara la ¨²nica verdad en los pastosos melodramas de Almod¨®var.
Las noches que Chavela cant¨® en Barcelona las pas¨® el editor junto a la mesa de sonido. Quer¨ªa asegurarse de que los t¨¦cnicos no dispersaran con eco el chorro recto de la voz de Chavela. Su manera de maldecir los versos: que con este magn¨ªfico verbo equ¨ªvoco llamaba ella misma a su dicci¨®n. Una de esas noches, mientras en el escenario Chavela prosegu¨ªa con sus desguaces, Arroyo Stephens percibi¨® un leve rumor raro entre el p¨²blico que ten¨ªa delante. Se levant¨® y se fue a un lado para ver de qu¨¦ se trataba. El centro del rumor era una mujer. Alrededor de 60 a?os, con el cabello cano. Sentada en su silla, entre el p¨²blico, la mujer se convulsionaba visiblemente. Sin demasiada violencia, pero sin tregua. Chavela segu¨ªa cantando. ?l dio unos pasos para mejorar un poco m¨¢s el ¨¢ngulo y vio que la mujer ten¨ªa metida la mano dentro del pantal¨®n. Se produjo entonces un suceso inolvidable. Arroyo Stephens y algunos entre el p¨²blico concentraron su mirada en la mujer y debido, sin duda, a la presi¨®n inaguantable la mujer levant¨® la cabeza. Par¨® aquel cuerpo de moverse, con la mano dentro, y los ojos miraron desafiantes. Qu¨¦. El editor y el p¨²blico bajaron la cabeza y cada uno de los protagonistas sigui¨® en los suyo. Arroyo Stephens, concretamente, de vuelta a su mesa y a la interdicci¨®n del eco. Editando pulcramente lo que acababa de ver aquella noche para si un d¨ªa ven¨ªa otro, cualquiera, y viera un pubis en la caja del toquero.
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