Los libros al sol
Con la primavera llega el tiempo en que los libros salen a la calle despu¨¦s de un largo invierno enclaustrados en los estantes y trastiendas de las librer¨ªas. Salen al encuentro de los lectores, forman en las aceras alegres tenderetes para que los curiosos los hojeen, los desordenen, los toquen, los huelan, con esa voluptuosidad de aromas secretos y secretas caricias que a muchos nos produce el manejo de un libro.
Cada libro, y sobre todo cada colecci¨®n, posee una identidad f¨ªsica inconfundible, y yo recuerdo los tiempos de penuria en que entraba en las librer¨ªas no a comprarlos, sino a abrirlos con la unci¨®n con que se abre un devocionario, a robar frases sueltas, a dejarme hechizar por las maravillas que promet¨ªan en las solapas, y desde luego a tocarlos y a olerlos, la fragancia bals¨¢mica de los lomos fuertemente encolados de Austral, las p¨¢ginas polvorientas y austeras de Gredos, la textura fina y barata de las Ediciones Ib¨¦ricas, la recia de los Libros Cl¨¢sicos de Bruguera, el suave granulado, tan entretenido de acariciar, de Losada, y s¨®lo con eso me parec¨ªa participar del contenido, de los prodigios que sin duda aquellos libros me ten¨ªan reservados. Y lo mismo que nos ocurr¨ªa de ni?os con los l¨¢pices y las gomas de borrar, a veces sucumb¨ªa a la tentaci¨®n de arrancar trocitos de papel y de paladear esos sabores ¨²nicos y primordiales, como hac¨ªa un personaje creo que de Balzac, o como acostumbraba tambi¨¦n Antonio Machado, que no s¨®lo ro¨ªa las hojas de los libros (al menos los que le prestaba Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, que es quien refiere la maldad), sino que una tarde en el caf¨¦ Gij¨®n sac¨® de las honduras de su chaqueta un papel para leer un poema y Juan Ram¨®n observ¨® at¨®nito que donde ten¨ªan que estar los versos hab¨ªa ¨²nicamente un agujero, porque el poeta se hab¨ªa zampado entero su poema.
Devorar los libros como tantas veces ellos nos devoran a nosotros. Tienes diecis¨¦is a?os, has pasado la tarde leyendo a B¨¦cquer y a Neruda, sales luego a la calle, atufado de versos y hambriento de vida, y te enamoras de la primera muchacha que el azar ha puesto en tu camino. Y a lo mejor ese amor dura ya para siempre. Si la realidad est¨¢ tan entreverada de ficci¨®n, ?c¨®mo no habr¨ªamos de volver una y otra vez al Quijote para indagar all¨ª el misterio o el absurdo de nuestra existencia? ?C¨®mo no darles cr¨¦dito a los encantadores?
La biblioteca de don Quijote era escasa, cierto, pero cada texto era sagrado, y por tanto incesante, y eso la hac¨ªa infinita. Fuera de las peque?as cosas que atesoramos de ni?os (una pluma de p¨¢jaro, un guijarrito transparente, un im¨¢n), algunos no hemos tenido nunca una conciencia de la propiedad tan intensa como cuando empezamos a reunir nuestros primeros libros, nuestra biblioteca compuesta por cuatro o cinco vol¨²menes alineados cuidadosamente al desgaire para que hicieran m¨¢s bulto en la estanter¨ªa de nuestro mueble cama, y rubricados con un furioso trazo posesivo en la anteportada, todo lo cual le daba car¨¢cter a nuestro cuarto, y a nosotros un lugar en el mundo. Fue entonces cuando empezamos a libar indistintamente en la flor y en la miel, en la vigilia y en el sue?o, en las palabras y en las cosas, y en ese querer saberlo todo y no entender nada se nos fueron los a?os, y los libros crecieron hasta invadir la casa y, ahora, con la primavera, uno se los encuentra tambi¨¦n en las plazas, en las esquinas, en los parques.
Ah¨ª est¨¢n, al cabo de los siglos. Amados hasta la perdici¨®n, aborrecidos con sa?a nunca vista, expuestos siempre al pr¨¦stamo, a la mudanza, al exilio, al plagio, a la censura, al fuego, a las mesas callejeras de saldo y, lo que es sin duda su peor destino, al olvido. Pasan los d¨ªas, los a?os, y ninguna mano viene a solicitarlo, ninguna mirada a iluminarlo, ninguna voz a despertar la m¨²sica que duerme en sus palabras. Pero hoy nos detenemos a leer al azar una frase en uno de esos libros que con la primavera salen a la calle en busca de lo que acaso sea su ¨²ltima oportunidad de encontrar un amo a quien servir y seducir. Esa frase fue escrita para perdurar, y en ella podemos entrever un hondo latido de luz, algo que condensa por un instante las angustias y esperanzas del hombre en un mundo tan lleno de belleza y horror.
Dec¨ªa Brodsky que podemos compartir una manzana, una copa, un taxi, una creencia o una amante, pero no un poema o una sinfon¨ªa, porque toda obra de arte obliga a un di¨¢logo ¨ªntimo y original, y as¨ª cada mensaje, cada lectura, resulta intransferible. Lo cual no es poco en esta ¨¦poca en que tantos gigantes y malandrines conspiran para uniformar la voz y el pensamiento. Recuerdas estas palabras sabias, alentadoras, y finalmente hojeas el libro, lo acaricias, lo hueles, lees otra frase, dudas, te animas a comprarlo, y sigues caminando entre la multitud. Y por un momento nos ronda el ensue?o de una tribu compuesta por individuos ¨²nicos, irrepetibles, a la vez que plurales. Y as¨ª, con un libro cualquiera por escudero, nos hemos echado a los caminos a librar las batallas de nuestra libertad.
Luis Landero es escritor.
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