Tercer regate
Los devotos del Maradona levantaron a finales del mes pasado un aut¨¦ntico altar de santer¨ªa a la puerta de la cl¨ªnica Suizo-Argentina, donde el antiguo h¨¦roe del Boca Juniors se hab¨ªa quedado con sus cien kilos en canal y la soledad de todo corredor de fondo bajo el foco desnudo de la Unidad de Cuidados Intensivos. Tantas velas y estampitas y mensajes con faltas de ortograf¨ªa dirigidos al dios de las barriadas m¨¢s pobres de Buenos Aires debieron surtir efecto, al menos de momento. Poco despu¨¦s circulaba por Internet una imagen donde se ve¨ªa al n¨²mero 10 de Argentina colgado de la camiseta entre las nubes y la voz de Dios que lo devolv¨ªa a la tierra, diciendo: "Tanto l¨ªo nom¨¢s porque quer¨ªa verle jugar en un picadito".
Nunca he sido una gran aficionada, pero hay dos momentos ¨¦picos del f¨²tbol que tengo grabados en la memoria, tal vez porque contienen en s¨ª mismos una emoci¨®n que va mucho m¨¢s all¨¢ del puro reto deportivo. Uno fue en el Bernab¨¦u, durante el torneo de la Copa de la Liga: Madrid-Bar?a, en el a?o 1983. Maradona, despu¨¦s de sortear uno tras otro a todos sus rivales, se encontr¨® solo ante la meta vac¨ªa. Se detuvo un segundo, como si pensase que marcar as¨ª resultaba demasiado f¨¢cil y esper¨® hasta ver venir hacia ¨¦l, enceguecido, al lateral derecho del equipo contrario. Lo esquiv¨® sinuosamente. Y entonces s¨ª, con un leve contoneo de cadera, casi con desgana, empuj¨® el bal¨®n hacia la red en una jugada tan elegante que debi¨® ser la ¨²nica vez que un gol del Bar?a fue ovacionado con todos los honores y el estadio en pie por la propia afici¨®n del Real Madrid.
La otra jugada ocurri¨® en 1986, pocos a?os despu¨¦s de la guerra de las Malvinas, durante la final entre Argentina e Inglaterra en el Mundial de M¨¦xico. Y no me refiero al famoso gol de la mano de Dios, sino al segundo. Maradona, due?o absoluto del campo, consigui¨® regatear nada menos que a siete jugadores, hasta que al final con un movimiento algebraicamente preciso, pero con un empuje animal, logr¨® coronar el gol m¨¢s perfecto -seg¨²n todos los cr¨ªticos deportivos- de la historia sagrada del f¨²tbol.
Hay instantes que s¨®lo duran lo que tarda en apagarse una cerilla, pero iluminan toda una vida. O la consumen. El caso de Maradona siempre me ha conmovido m¨¢s como conflicto humano que como r¨¦cord deportivo. El ¨¦xito nunca es f¨¢cil de digerir, pero todav¨ªa debe de ser m¨¢s dif¨ªcil para un chaval, escurridizo y brioso, criado en los arrabales de una villa miseria. Dice Umbral que la afici¨®n es una gloria masiva que primero deja de ser masiva y despu¨¦s deja de ser gloria. Pero esta sentencia no siempre se cumple, porque algunas veces la voluntad an¨®nima del p¨²blico, contra todo pron¨®stico, decide hacer suya la causa de un campe¨®n derrotado.
Maradona nunca cometi¨® el pecado de ser desleal con su gente ni con los amigos de aquel barrio en el que empez¨® a dar patadas a una pelota cuando jugaba con Los Cebollitas en el equipo infantil, pero no pudo resistir la tentaci¨®n envenenada de la fama, esa madrastra de coraz¨®n de hielo. Vi¨¦ndolo ahora despertar a la realidad de un cuerpo que ya no le responde, y colgado de los gramos diarios que necesita de locura o desesperaci¨®n, casi me dan ganas de comportarme como una aut¨¦ntica hincha para animarlo a emprender el tercer regate, el m¨¢s dif¨ªcil, el que para salvarse uno debe hacerse siempre a s¨ª mismo.
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