?Todos racistas?
En Nueva York, tuve un medio amigo negro que escrib¨ªa art¨ªculos de opini¨®n y los publicaba en buenos diarios y revistas. A este joven no se le pod¨ªa dar una palmadita en la espalda sin que, quisquilloso, se revolviera con rostro airado y te acusara de "cochino blanco paternalista". Sol¨ªa decir que, en la calle, los blancos rehu¨ªan mirar a la cara a los negros, hac¨ªamos como si no estuvi¨¦ramos conscientes de su existencia.
Contrito, me propuse hacer lo que no sol¨ªa: mirar a la gente, negros incluidos. Comprob¨¦ muy pronto que mirar es m¨¢s dif¨ªcil que no mirar. La mirada no ten¨ªa que ser indiferente ni fija ni curiosa ni altiva; pero tampoco culpable, c¨®mplice, c¨¢lida, amable. Vamos por ah¨ª y miramos a quien se nos cruza con una impasibilidad espont¨¢nea que la fuerza de la costumbre ha hecho razonablemente neutra. Pero si de pronto adquieres conciencia de que a un individuo de otra etnia no debes ignorarle, pero tampoco mirarle de un modo especial, esa espontaneidad rutinaria se pierde y has de actuar. Un d¨ªa, saliendo de Washington Square por un camino no muy holgado, intent¨¦ sortear a un negro al tiempo que le miraba con forzada naturalidad. El individuo se me plant¨® delante y, obviamente cabreado, me espet¨®: "?Qu¨¦ pasa, fellow? ?Es que me quieres besar?". La prudencia se sobrepuso a la ira y le contest¨¦ casi humildemente que por favor me creyera, que no hab¨ªa estado en mi intenci¨®n besarle. El tipo me dej¨® pasar no sin lanzarme un insulto que prefiero no traducir. Si no los miras, los borras del mapa -pens¨¦-, pero si los miras no sabes c¨®mo hacerlo.
Se lo cont¨¦ a mi colega, profesor y articulista, y en lugar de darme una respuesta directa va y me suelta a bocajarro: ?Te subir¨ªas con un negro en un ascensor a media noche, digamos en Chelsea o en el Lower East Side? Valiente majadero, aquel negro escritor. Le contest¨¦ que si quisiera suicidarme y no tuviera claro c¨®mo, tal vez. El fulano me dijo entonces que se me hab¨ªa visto el plumero, que no me hab¨ªa sacudido el racismo m¨¢s all¨¢ de la superficie testimonial. Nunca he soportado bien a los m¨¢s tontos que yo, as¨ª que le di la raz¨®n y en adelante procur¨¦ no encontrarme con ¨¦l en la facultad.
?Somos todos racistas? Formulada as¨ª la cuesti¨®n, tipo encuesta, la respuesta ser¨ªa abrumadoramente negativa, sobre todo, entre las gentes m¨¢s cultas. Sin embargo, hurguemos hondo y nos toparemos con un molesto tic discordante: es lo que queda despu¨¦s de haber barrido todo vestigio de prejuicio que hayamos incubado en los a?os previos a la edad de la raz¨®n; la cual, dicho sea de paso, no coincide con la edad biol¨®gica. La madurez emocional no corre siempre paralela con el desarrollo de la inteligencia. Uno puede odiar el racismo y su hermana menor, la xenofobia, y puede despreciar a quienes son racistas y xen¨®fobos; pero en general, estas almas inteligentes y generosas no dejan de tener conciencia de la negritud de un interlocutor negro.
Eso es estrictamente humano. De d¨®nde se sac¨® Arist¨®teles sus ideas sobre climas y razas es cosa sabida, pero sus conclusiones al respecto est¨¢n te?idas de subjetividad. A las razas del Norte les apasiona la libertad, pero son poco inteligentes; los orientales son inteligentes, aunque viles. Los helenos, o sea ¨¦l y su amada ciudad-Estado, ocupan el justo medio. Como se ve, el racismo no tiene un origen renacentista, de cuando el descubrimiento y colonizaci¨®n de Am¨¦rica puso tantas cosas patas arriba. Este enorme episodio no "invent¨®" el racismo y/o la xenofobia, como se dice. Antes de Arist¨®teles, los egipcios fueron renuentes a los contactos con el exterior: xen¨®fobos. El cristianismo fue racista y el mismo fray Bartolom¨¦ de las Casas, gran coraz¨®n, e inteligencia superior a la media, se esforz¨® heroicamente por poner en pie de igualdad a espa?oles e indios; pero su noci¨®n no est¨¢ desprovista de paternalismo. En aquellos tiempos, el conflicto racista encuentra acaso su mejor expresi¨®n en la obra teatral de Shakespeare, La tempestad. Posteriormente, la esclavitud, justificada fundamentalmente por la presunta inferioridad racial de los subyugados, se encuentra rutinariamente en la literatura, en la pol¨ªtica y hasta en la ciencia. Julio Verne hizo m¨¢s que Gobineau para meter en el cuerpo de muchas generaciones la idea de la inferioridad (el salvajismo, can¨ªbal o no) de los africanos. As¨ª es como el color de la piel y otras superficiales diferencias f¨ªsicas se aposentaron en los m¨¢s hondos estratos de la conciencia, donde permanecen y dan guerra aun en casos en que la raz¨®n desautoriza sin reservas los falsos argumentos racistas. En los tard¨ªos sesenta, j¨®venes universitarias norteamericanas buscaban sexo con negros para sacudirse la mala conciencia de un subconsciente recalcitrante.
Las razas no existen, la familia humana es una. Las diferencias observables son meras adaptaciones al clima. Las diferencias individuales son mayores que las diferencias entre grupos. El reciente trazado del mapa gen¨¦tico resulta adverso para la noci¨®n de raza, seg¨²n dictamen de la ciencia. Pero ya unos a?os antes, en 1994, la ciencia hab¨ªa rechazado todo v¨ªnculo entre raza, genes y coeficiente intelectual.
No vamos a insistir en lo harto conocido. El racismo persiste y persistir¨¢ hasta Dios sabe cu¨¢ndo en un porcentaje no desde?able del censo por m¨¢s que la ciencia demuestre una y otra vez que las razas no existen. ?C¨®mo no hay que temer eso si entre los m¨¢s fervientes abogados de los derechos humanos, entre los que se incluyen, naturalmente, la unicidad de todos los hombres y mujeres, subsiste un poso irracional dif¨ªcilmente extirpable? Averiguar las causas es otro cantar. Se especula con muchas y ninguna resulta convincente; ni siquiera un ramillete de ellas. La agresividad innata del ser humano, tal vez algo tenga que ver con el racismo y tal vez todav¨ªa m¨¢s con su pariente pobre, la xenofobia, que es "mera" hostilidad al extranjero. Claro que la xenofobia es al racismo lo que la angina de pecho al infarto y el detonante del salto puede ser muy bien el barullo pol¨ªtico.
En todo caso, no quede fuera del cuadro cl¨ªnico la lentitud del cambio social. Ni la culpa hist¨®rica de los intelectuales y no s¨®lo los de estirpe mediocre. Pero esa historia es otra y el espacio no da m¨¢s de s¨ª.
Manuel Lloris es doctor en Filosof¨ªa y Letras.
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