Carne devuelta a la escritura
Fue una gripe lo que impidi¨® al peruano Jos¨¦ Watanabe (Laredo, 1946) desplazarse al centro de Lima el d¨ªa que se firmaba el manifiesto Hora Zero. El incidente lo dej¨® fuera del grupo po¨¦tico m¨¢s importante en su generaci¨®n, la de los muy pol¨ªticos y reivindicativos a?os setenta, y lo convirti¨® en un marginal involuntario: es decir, un poeta dif¨ªcilmente ubicable en los panoramas literarios de su tiempo y hasta en los c¨®mputos nacionales. Pero lo curioso es que su diferencia po¨¦tica, su distinci¨®n del resto, no reside en una rareza accidental o externa, que tambi¨¦n posee por su ascendente japon¨¦s y el exotismo de sus referencias. Se trata, me atrever¨ªa a decir, de una diferencia de grado, de intenci¨®n, de entidad, algo m¨¢s peculiar y m¨¢s intr¨ªnseco.
ELOGIO DEL REFRENAMIENTO. Antolog¨ªa po¨¦tica, 1971-2003
Jos¨¦ Watanabe
Selecci¨®n y presentaci¨®n de
Eduardo Chirinos
Renacimiento. Sevilla, 2003
161 p¨¢ginas. 11 euros
Cuando algunos poetas hacen esfuerzos de solemnidad o de metaliteratura, Watanabe se entrega a la simplicidad del enfoque y a la voluntad m¨¢s sencilla. ?l pretende poetizar el cuerpo en cada uno de sus repliegues o funciones. Otros que se encarguen de cantar a los dioses. Siguiendo un consejo de Marcial, Watanabe intenta no olvidar esta carne que nos habita ninguno de los d¨ªas que vivimos. La poes¨ªa extrae de ella sus mejores met¨¢foras, en cuanto que, a su vez, la poes¨ªa es asimismo encarnaci¨®n.
Actividad celular, trabajo del est¨®mago y la sangre, un poema es un resultado entra?ado, una de las formas de la digesti¨®n. Se obtiene o se alcanza despu¨¦s de una insistencia que tiene algo de nutrici¨®n y de autofagia, como si en el proceso ¨ªntimo de su b¨²squeda el poeta estuviera masticando su propia lengua. Watanabe parece decirnos que no hay nada m¨¢s natural e interior que un verso, por tanto, nada tampoco m¨¢s nuestro, m¨¢s org¨¢nico. La peque?a semilla que, confundida con la menestra del almuerzo, un ni?o defeca sobre la tierra aplastada del patio, fructifica como una peque?a y aleccionadora par¨¢bola de la escritura misma: proceso interiorizado, labor de v¨ªsceras, palabra regresada a la naturaleza.
De aqu¨ª podr¨ªamos suponer que la originalidad de este poeta -el m¨¢s singular, pienso, hoy en nuestro idioma- reside no en su sorprendente novedad, sino m¨¢s bien en este viaje de sus poemas hacia el origen, en esa carne devuelta a la escritura, esa simiente de la voz devuelta al suelo, y en la perspicacia con que poetiza ese retorno. Watanabe sigue hacia atr¨¢s todo el curso de la palabra, como si la rastreara casi en su principio cuando se engarzaba en historias b¨¢sicas sobre el polvo y el agua y se articulaba en un relato que era el relato popular y simple de lo nuestro.
Siempre a partir de un detalle delicado y exiguo, el poema de Watanabe cuenta una f¨¢bula, una diminuta mitolog¨ªa primera, concerniente al barro, al fuego, al humo, a los animales dom¨¦sticos, la rusticidad de la madre, el barullo del huerto, los deberes agr¨ªcolas, las necesidades del cuerpo, los paisajes, la comida, la navegaci¨®n de los r¨ªos.
La lectura del poema no con-
siste en extraer de su ejercicio una cierta moraleja, pero tampoco se trata de reducirlo a una an¨¦cdota. Estamos en el territorio de una cierta casu¨ªstica abstracta y misteriosa. Watanabe, por ejemplo, contempla y escribe sobre la ardilla, animal vibr¨¢til, capaz de un letargo fetal y casi definitivo, del que despierta renovada. Su representaci¨®n en el texto podr¨ªa dotar a ¨¦ste de un cierto concepto de resurrecci¨®n. Y no de un modo literal, ni siquiera consciente, incluso contra la misma voluntad del poeta que lo hab¨ªa buscado casi desesperadamente, nunca como imaginar¨ªamos, ese significado sin embargo se desgrana. Aparece el sentido, surge, igual que el valor de la perpetuidad en lo gr¨¢cil de la ardilla, a trav¨¦s del modo que el poema lo evoca, el modo en que lo cita para la eternidad misma del poema, para el circuito eterno de la palabra. Y nace ¨²nicamente ah¨ª, en ese misterio atemporal de la palabra cant¨¢ndolo.
Hay otro ejemplo m¨¢s significativo: en una sala de disecci¨®n, el poeta observa el cerebro trepanado de un cad¨¢ver. Entonces, mudo y sin boca, ¨¦ste emite una burbuja que habla por ¨¦l -otra hermosa met¨¢fora de c¨®mo trabaja un poema-, en un lenguaje que le es antiguo y propio, y que sobre todo s¨®lo le comunica a ¨¦l.
Detr¨¢s del poema hay un sentido, un efecto final o una sanci¨®n que lo cierra y lo perfecciona. Pero es un resultado que le pertenece enteramente, un modo de mirar o decir que se cumple en la mirada y el discurso: un fondo, por tanto, perfectamente incardinado en su forma, hermanado en ella, org¨¢nico y unitario con sus maneras. El poema en Watanabe es, desde luego, un perfecto ejemplo de sentido y naturaleza encarnados.
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