La burbuja de Damocles
Pero, ?qu¨¦ demonios pasa con la burbuja? La econom¨ªa especulativa y su cuerpo de te¨®logos no dejan de barajar la idea de que el precio de la vivienda, que se ha puesto por las nubes, puede desplomarse en cualquier momento. Al fen¨®meno se le llama burbuja inmobiliaria, si bien el t¨¦rmino burbuja resulta excesivamente inocuo: m¨¢s nos valdr¨ªa hablar de una espada de Damocles, una espada que pende sobre miles y miles de econom¨ªas dom¨¦sticas, de hogares indefensos, de n¨®minas fr¨¢giles como el cristal m¨¢s quebradizo.
Las conversaciones privadas est¨¢n trufadas de an¨¦cdotas al respecto: aquel amigo que compr¨® un garaje por cuatro perras y ahora no sabe cu¨¢ntos millones pedir por ¨¦l, aquella t¨ªa que hered¨® un piso de verano que ahora vale un Potos¨ª, ese individuo que compr¨® un adosado hace alg¨²n tiempo y ahora lo ha vendido al precio de un c¨¦ntrico edificio de oficinas. El pa¨ªs est¨¢ lleno de urbanizaciones, pisos y garajes que hoy valen m¨¢s que ayer, pero menos que ma?ana. No hay amor que alcance tanto.
La fiebre del ladrillo ha llevado a que la poblaci¨®n en general se haya endeudado hasta las orejas y las orejas ya no aguantan tanto cr¨¦dito. Hay expertos que predicen una cat¨¢strofe: bastar¨ªa que subieran un poco los intereses bancarios para que tanto patrimonio hipotecado acabara por los suelos y las calles se llenaran de suicidas, o de cad¨¢veres de suicidas, lo que viene a ser lo mismo, un cuarto de hora antes o despu¨¦s.
Lo curioso es que el fen¨®meno parece privativo de Espa?a, un pa¨ªs donde la gente se atornilla a su ciudad, a su lugar de trabajo, con fan¨¢tica vocaci¨®n de permanencia. En el resto del mundo desarrollado, la poblaci¨®n se mueve con gracilidad, con ligereza. La movilidad tambi¨¦n oxigena el mercado de la vivienda. Ellos cambian constantemente de residencia, de oficio, de ciudad, y nadie espera hacer de la venta de una casa el gran negocio de su vida: se limitan a apresurarla, a cuenta de que la vida les espera en otra parte. Aqu¨ª, en cambio, nos movemos como elefantes. O m¨¢s bien no nos movemos. No nos mueve ni Dios. El hogar no es un castillo: es una fortificaci¨®n, y si alguien quiere ocuparla lo va a pagar muy caro. Vaya que si lo paga.
Plantados en medio del feroz capitalismo, concebimos la vivienda con mentalidad de mayorazgo, como un feudo atesorado con avaricia, con vocaci¨®n de intransferible. Lo raro es que, por m¨¢s casas que se construyan, su car¨¢cter de bien precioso y singular no disminuye. Mucha ley de la oferta y la demanda, pero oferta que te oferta y cada vez m¨¢s demanda y m¨¢s demanda. Nadie se lo explica. Ante tan magno problema, los j¨®venes tuercen la boca con una sonrisa amarga. Pasan un par de decenios form¨¢ndose, acumulando titulaciones, idiomas y postgrados, y cuando por fin, con treinta y siete o treinta y ocho a?os, consiguen al fin un trabajo que dure m¨¢s de tres meses, se encuentran con que tienen toda una vida por delante, toda una vida para pagar un peque?o apartamento sin vistas a ninguna parte. La estad¨ªstica conmueve: se firman hipotecas a treinta, a cuarenta a?os. La gente va a empezar a morirse sin dejar a sus hijos un pisito en propiedad. Aquella sorpresa del tardofranquismo, cuando engros¨® la peque?a burgues¨ªa con millones de personas que pose¨ªan piso y coche, va a disolverse como el humo: la gente seguir¨¢ viviendo en piso, la gente seguir¨¢ conduciendo un coche, pero todo ser¨¢ propiedad del banco m¨¢s cercano.
Aprovechen ahora que los intereses est¨¢n bajos para liquidar una pizca de su cr¨¦dito. Pronto el monstruo despertar¨¢ y va a expropiarlo todo, hasta los cortau?as. Las casitas de verano, a apenas veinte minutos de la playa, aparecer¨¢n en el mercado a precio de saldo y de esas urbanizaciones emplazadas en la punta de un monte, donde los dos palmos de jard¨ªn cuestan hoy una pasta, colgar¨¢n pronto un letrero donde diga "se vende".
L¨¢stima de economistas. Intuyen el naufragio, pero no saben decirnos cu¨¢ndo ni c¨®mo se va a hundir el Titanic.
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