Oppenheimer: oscuridad al mediod¨ªa
Pocos seres humanos tienen conciencia de que son, a la vez, seres hist¨®ricos, figuras de la memoria, tatuajes en el tiempo. La historia propone enigmas, abismos, vacilaciones que los hombres rara vez saben resolver.
En una de esas encrucijadas qued¨® atrapado el genial f¨ªsico J. Robert Oppenheimer, de cuyo nacimiento en Nueva York se cumplen ahora 100 a?os. Depar¨® a los aliados la bomba que destruyo Hiroshima y puso fin a la Segunda Guerra Mundial, pero ocho a?os despu¨¦s de esa s¨²bita gloria -o ignominia- fue acusado de traici¨®n por el macartismo y condenado al aislamiento.
Oppenheimer no fue la ¨²nica, pero s¨ª la m¨¢s visible v¨ªctima de la tragedia moral que atorment¨® a los padres de la bomba at¨®mica. En decenas de ensayos, biograf¨ªas, novelas y obras de teatro se comenta la angustia de algunos cient¨ªficos por haber contribuido a la creaci¨®n de un arma capaz de convertir el mundo en un p¨¢ramo.
Algunos de ellos creyeron, en los primeros a?os de la posguerra, que compartir el secreto con la Uni¨®n Sovi¨¦tica establecer¨ªa quiz¨¢s un equilibro suficiente como para disuadir cualquier conflicto futuro.
La mayor¨ªa advirti¨®, a la vez, que quienes no aceptaban colaborar con sus gobiernos quedaban al margen de toda investigaci¨®n cient¨ªfica futura. O bien enajenaban su conciencia a los vaivenes de la guerra fr¨ªa o se ve¨ªan condenados a cruzarse de brazos por el resto de sus vidas.
Oppenheimer, que se mantuvo tenazmente leal a los Estados Unidos, se neg¨®, sin embargo, a seguir trabajando en el desarrollo de armas destructivas. Esa disidencia con los pol¨ªticos de su pa¨ªs fue llev¨¢ndolo de un problema a otro hasta culminar en un proceso c¨¦lebre.
A fines de 1953 se le acus¨® de haber mantenido v¨ªnculos con los comunistas en el pasado y de haber protegido a cient¨ªficos sospechosos mientras dirig¨ªa en Los ?lamos, Nuevo M¨¦xico, el laboratorio que lograr¨ªa la fisi¨®n del ¨¢tomo. La segunda acusaci¨®n no era cierta, pero Oppenheimer no ten¨ªa manera de probarlo.
Fue interrogado con la sa?a habitual en los procesos macartistas y humillado con la exposici¨®n de algunos detalles crueles de su vida privada. Como era previsible, se le retir¨® el derecho a trabajar en asuntos que comprometieran al Estado y tuvo que regresar al Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. All¨ª muri¨® de un c¨¢ncer de garganta en febrero de 1967.
Hace ya m¨¢s de un a?o se public¨® un informe estremecedor sobre esa tragedia, Brotherhood of the bomb (La fraternidad de la bomba), escrito por Gregg Herken, donde se narra, con pruebas abrumadoras, c¨®mo algunos funcionarios de la Administraci¨®n de Eisenhower forzaron a un general a dar declaraciones falsas e hicieron grabaciones telef¨®nicas ilegales para hundir a Oppenheimer.
Casi al mismo tiempo que el libro de Herken aparecieron las actas del juicio a Oppenheimer, que hab¨ªan estado agotadas durante tres d¨¦cadas. Aunque el acusado se hab¨ªa protegido las espaldas advirtiendo a las autoridades militares sobre posibles traiciones de otros investigadores -entre los que estaba su hermano, Frank Oppenheimer-, nada de eso bast¨®. Sus simpat¨ªas por la Espa?a republicana en 1936 y su matrimonio con Kitty Puening manchaban su pasado.
Kitty hab¨ªa militado en el Partido Comunista entre 1934 y 1937 -antes de conocer a Oppie, su tercer marido-, pero todo lo que hac¨ªa era imprimir a mime¨®grafo panfletos y cartas. Frank, en cambio, a¨²n pertenec¨ªa al partido cuando su hermano Robert, a sabiendas de ese compromiso insalvable, lo incorpor¨® al laboratorio de Los ?lamos en 1943.
Sin embargo, nada durante los interrogatorios result¨® tan devastador para Oppenheimer como la revelaci¨®n de su breve historia de amor con Jean Tatlock, una muchacha comunista que estudiaba Psicolog¨ªa en la Universidad de Stanford en California. La hab¨ªa conocido en una fiesta a beneficio de los republicanos espa?oles, en 1936, y hab¨ªa sucumbido de inmediato a su fragilidad. Jean era insegura, t¨ªmida, y sufr¨ªa infundados ataques de desesperaci¨®n. Oppenheimer se separ¨® de ella en 1939, con una culpa atroz por dejarla abandonada.
Esa culpa lo perdi¨®. En junio de 1943, ella le rog¨® que fuera a verla a su casa de Berkeley, California. Los interrogadores sab¨ªan todo lo que hab¨ªa pasado, pero quer¨ªan que Oppenheimer lo admitiera en p¨²blico.
"?Por qu¨¦ ella insisti¨® tanto en verlo?", le preguntaron.
"Me dijo que segu¨ªa enamorada de m¨ª".
"?Ella era comunista en ese momento?".
"No lo creo. En todo caso, no hablamos de eso".
"Usted pas¨® la noche con ella, ?verdad?".
"S¨ª, as¨ª fue".
"?Pas¨® la noche con una comunista cuando estaba trabajando en un proyecto secreto de guerra?".
No ten¨ªa sentido negarlo. Hab¨ªa sido una imprudencia, pero las razones cient¨ªficas o la raz¨®n de Estado contaban menos para Oppenheimer que las razones humanas. De todos modos, la noche con Jean Tatlock -un episodio escarnecedor para el p¨²blico moralista de aquellos a?os- fue in¨²til: ella se suicid¨® un a?o y medio despu¨¦s, enloquecida por sus propios fantasmas.
Oppenheimer hab¨ªa hecho todo lo posible por tornarse antip¨¢tico a los grises funcionarios del Gobierno de los cuales depend¨ªa. Cuando se conocieron los primeros informes m¨¦dicos sobre las consecuencias del estallido en Hiroshima, enton¨® un mea culpa que se volver¨ªa celebre: "... los cient¨ªficos han conocido el pecado".
Su negativa a participar en la elaboraci¨®n de la bomba de hidr¨®geno acab¨® por hundirlo. Durante 10 a?os trat¨® de olvidar la historia; es decir, lo ¨²nico que no se olvida.
En 1964, uno de sus amigos ¨ªntimos, Haakon Chevalier, intent¨® recordarle que hab¨ªa compartido con ¨¦l una c¨¦lula del Partido Comunista, lo que no era cierto. Oppenheimer lo reprendi¨® con amargura, pero fuera de eso no supo qu¨¦ m¨¢s hacer, salvo sucumbir a la depresi¨®n.
Era un ser humano complejo, al que le toc¨® vivir entre otros seres demasiado simples, para quienes el mundo estaba hecho s¨®lo de luces y de sombras, de bien y de mal. Obstinado en liberar la energ¨ªa atroz de los ¨¢tomos, durante dos largos a?os olvid¨® la realidad. Apenas abri¨® los ojos, lo atormentaron las dudas morales.
Esas dudas, que fueron su enfermedad y su martirio, siguen dibujando una tragedia griega interminable, en la que un hombre advierte que ha creado una fuerza parecida a la de Dios, y pasa la vida huyendo de ella, aterrado.
Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez es el autor, entre otros libros, de La novela de Per¨®n, de Santa Evita y de El vuelo de la reina. ? Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez, 2004. Distribuido por The New York Times Syndicate.
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