Un adi¨®s a muchas cosas
El adi¨®s del t¨ªtulo era un adi¨®s m¨¢s amplio. Era un adi¨®s a un mundo y, sobre todo, a una manera de ver el mundo. La muerte del poeta coincidi¨® con el fin de la Unidad Popular y con un cambio profundo de visi¨®n hist¨®rica. El fracaso del allendismo, m¨¢s all¨¢ de la emoci¨®n, de la solidaridad, de la apasionada protesta, iba a conducir a otra forma de hacer pol¨ªtica, y no s¨®lo en Chile y en Am¨¦rica Latina. En Espa?a, en Francia, en los pa¨ªses del Este, as¨ª como en el Brasil de Lula y en muchos otros lados, las pruebas del cambio son constantes. Ya no se admite el puro voluntarismo en los Gobiernos, y el lirismo todav¨ªa tiene su entrada, pero conoce sus l¨ªmites.
Para m¨ª, en lo personal, el cambio tambi¨¦n fue decisivo, y estuvo marcado, en parte, por la v¨ªspera del allendismo, por mi viaje como enviado del Gobierno de Allende a Cuba, por el regreso, por los finales de Pablo Neruda, ahora convertido en embajador poeta, en Par¨ªs. En este volumen di cuenta de mucho y a lo mejor omit¨ª algo. En Chile, que es el pa¨ªs de los tontos graves, dijeron que el libro era demasiado dom¨¦stico, que era un Neruda en pantuflas. Y algunos pensaron que yo abrigaba el oscuro prop¨®sito de arrebatarle a Neruda, su trofeo, su estatua permanente, al Partido Comunista. Ya ven ustedes, ?aviesas intenciones!
Pablo Neruda fue un poeta c¨ªclico, que regresaba siempre a su punto de partida; un viajero inm¨®vil, como lo describi¨® con acierto Emir Rodr¨ªguez Monegal
Conoc¨ª a Neruda a fines del a?o 1952, poco despu¨¦s de haber publicado un primer libro de cuentos, y fuimos amigos hasta su muerte, en septiembre de 1973. Esa amistad sigui¨® una curva curiosa y tuvo alg¨²n momento de turbulencia, todo lo cual est¨¢ contado aqu¨ª. Ahora pienso que comenc¨¦ como un disc¨ªpulo joven intimidado por el gran maestro, que las relaciones despu¨¦s se hicieron m¨¢s parejas, m¨¢s equilibradas, y que en los a?os de la embajada en Par¨ªs, en la enfermedad, en el asedio constante, en la enorme dificultad diplom¨¢tica y pol¨ªtica, yo ten¨ªa que actuar a veces como un hermano mayor, casi como un padre. Neruda regres¨® a Chile en noviembre de 1972, y a comienzos de 1973 recib¨ª una sorprendente carta de advertencia escrita en clave privada. El Boss estaba de acuerdo con nosotros en el tema de la deuda externa, que se renegociaba en Par¨ªs, pero las instrucciones que sal¨ªan de la Moneda dec¨ªan exactamente lo contrario, de manera que el poeta me aconsejaba vivamente no meterme en nada: callar y cumplir con lo que me ordenaran, aun cuando estuviera en completo desacuerdo.
Me desped¨ª, pues, de todo eso. Dobl¨¦ la p¨¢gina, y despu¨¦s de haber sido un diplom¨¢tico profesional y un escritor de fines de semana, me convert¨ª, para bien o para mal, en escritor de tiempo completo. Esto de doblar la p¨¢gina no fue una simple met¨¢fora. Tampoco una licencia. Tuve que dejar atr¨¢s el lugar com¨²n, el pensamiento pol¨ªtico que se consideraba correcto, y asumir una visi¨®n propia y a menudo inc¨®moda de los sucesos. En esos a?os finales, Pablo Neruda sol¨ªa estar de acuerdo en privado y callar en p¨²blico. Era un disidente institucional, un cardenal ateo, situaci¨®n que yo no envidiaba en absoluto.
Balance arbitrario
Un poeta c¨ªclico
Como se deber¨ªa desprender de este libro, Pablo Neruda fue un poeta c¨ªclico, que regresaba siempre a su punto de partida; un viajero inm¨®vil, como lo describi¨® con acierto Emir Rodr¨ªguez Monegal. Cuando buscamos una casa de campo en Normand¨ªa durante toda una ma?ana larga, un refugio para la poes¨ªa, en medio de las exigencias burocr¨¢ticas y sociales de Par¨ªs, y ¨¦l se entusiasm¨® con una que hab¨ªa sido un antiguo aserradero, un lugar de madera virgen, de agua, de caballos y p¨¢jaros, le dije de inmediato que hab¨ªa encontrado una casa del Temuco de su infancia. Y era la casa inevitable, necesaria, del poeta de la madera elemental: el que hab¨ªa hablado en una carta de juventud enviada desde Birmania o desde Ceil¨¢n de su idea de la poes¨ªa como absorci¨®n f¨ªsica del mundo, el que poco despu¨¦s hab¨ªa descrito la madera como geolog¨ªa, como misterio casi religioso:
"y en tu catedral dura me arrodillo
golpe¨¢ndome los labios con un ¨¢ngel...".
El Neruda militante era apasionado, implacable, y pod¨ªa ser injusto. Yo le hice caso en este libro en su condena de Carlos Morla Lynch, acusado de negarle el asilo diplom¨¢tico a Miguel Hern¨¢ndez en Madrid al final de la guerra espa?ola, y ahora creo que me equivoqu¨¦. El poeta alicantino estuvo refugiado en la legaci¨®n de Chile en una primera etapa. Le dijeron que la guerra no hab¨ªa terminado, que no todo estaba perdido, y sali¨® para unirse de nuevo a las tropas republicanas. Despu¨¦s de esa salida ya no pudo regresar. Fue reconocido y encarcelado cuando trataba de huir de Espa?a por la frontera portuguesa. Dejo aqu¨ª constancia de mi opini¨®n actual, con la salvedad de que no he podido investigar el asunto a fondo. Neruda comentaba las simpat¨ªas pro nazis de Morla, y la verdad es que no conozco bien el tema, pero el nazismo de los chilenos de finales de la d¨¦cada del treinta no era igual al nazismo de Adolfo Hitler y de sus secuaces. Tambi¨¦n hay que ser justo en esta materia. El Chile de aquellos a?os era todav¨ªa m¨¢s desinformado y provinciano que el de ahora, lo cual no es poco decir. Basta recordar que los nazis chilenos fueron aliados del Frente Popular en las elecciones de 1938.
Los a?os sesenta
El poeta sal¨ªa disparado como una flecha, atacaba, fustigaba, hasta el punto de que Arthur Rimbaud parec¨ªa reemplazado, como fuente de inspiraci¨®n, como musa, por Victor Hugo, el tribuno, y de repente hab¨ªa regresado, o se descubr¨ªa que no hab¨ªa salido nunca. Cada vez que entraba a mi departamento de Par¨ªs, en los a?os sesenta, se quedaba largo rato ensimismado, sumido en la contemplaci¨®n de un cuadro que representaba maderas, con sus vetas, sus nudosidades, sus poros, vistas desde un primer plano. Yo recordaba los versos iniciales de Entrada a la madera, la invocaci¨®n de una racionalidad escasa, situada en el l¨ªmite:
"Con mi raz¨®n apenas, con mis dedos,
con lentas aguas lentas inundadas...".
En otra ocasi¨®n, hacia fines de los sesenta, sal¨ªamos en autom¨®vil de Santiago rumbo a Isla Negra. El poeta quiso detenerse en el Mercado Persa, a la salida del barrio santiaguino de la Estaci¨®n Mapocho. Deambul¨® durante largo rato entre cachivaches, con su andar cansino, lento, con su mirada lateral, medio anfibia, y descubri¨® los eslabones mohosos de una enorme cadena arrumbada debajo de una mesa. No descans¨® hasta que este in¨²til artefacto, que pesaba toneladas, fue llevado en un cami¨®n de mudanzas y cay¨® sin orden, aparentemente sin prop¨®sito, en uno de los prados de su casa de la costa. Pero hab¨ªa, en realidad, un orden no visible, algo que las fundaciones y las academias no entender¨¢n nunca: la cadena pertenec¨ªa a su universo po¨¦tico de juventud, universo en apariencia abandonado, pero nunca abandonado del todo. Formaba parte de las "podridas maderas y hierros averiados", de las "fatigadas m¨¢quinas que a¨²llan y lloran" en Fantasma del buque de carga.
Mis ¨²ltimos recuerdos son unas migas a?ejas en la alfombra del sal¨®n principal de la avenida de la Motte-Picquet. Matilde, a diferencia de Delia del Carril, era una due?a de casa notable, atenta a los menores detalles, pero a fines de 1972 hab¨ªa tenido que tirar la esponja. El cuidado del poeta, seria, terminalmente enfermo, absorb¨ªa todas sus energ¨ªas. En esas semanas, Pablo Neruda, que nunca dej¨® de ser quevediano, adem¨¢s de gongorino, que siempre, a pesar de las consignas, tuvo una visi¨®n despiadada, propia de ese "p¨¢rpado atrozmente levantado a la fuerza" de Residencia, escribi¨® poemas sobre el tiempo, sobre la muerte, que la cr¨ªtica tiende a pasar por alto. Los mejores, para mi gusto, por lo menos, se encuentran en un libro escrito entre la casa de Cond¨¦-sur-Iton, en Normand¨ªa, y la residencia de la Motte-Picquet: Geograf¨ªa infructuosa. Encontr¨¦ esas migas a?ejas, descubr¨ª esos poemas que son despedidas, despedidas de alguien que se niega a despedirse, y me qued¨¦ con un abridor de botellas de acero o de aluminio plateado en forma de pescado que hab¨ªan olvidado en el marco de una ventana. El poeta, en sus ¨²ltimos d¨ªas de Par¨ªs, colocaba un catalejo de viejo marinero junto a esa ventana y contemplaba, extasiado, los dorados, las molduras, las curvas de la c¨²pula iluminada de los Inv¨¢lidos. Poco despu¨¦s de su regreso a Chile, me llam¨® a mi oficina de Par¨ªs desde el ¨²nico tel¨¦fono de Isla Negra, el de la hoster¨ªa de la se?ora Elena. "Vente para ac¨¢", me dijo la voz del otro lado del oc¨¦ano, que sonaba, a pesar de los ruidos, del cansancio, de los a?os, animada: "El mar est¨¢ maravilloso". En medio del descalabro de la sociedad, de la pol¨ªtica, de su propio cuerpo, el poeta se refugiaba en la naturaleza, el primero y el ¨²ltimo de sus refugios, su resorte esencial, su punto de partida y de llegada. Y la naturaleza le daba una respuesta muda, enigm¨¢tica. En su juventud hab¨ªa escrito desde el Oriente que prefer¨ªa una poes¨ªa como absorci¨®n f¨ªsica del mundo, no como resultado de un saber libresco o de una consigna social determinada, y hab¨ªa pasado por muchos avatares, por muchas circunstancias y posturas, pero en el fondo, a pesar de las apariencias, hab¨ªa cambiado muy poco. La libertad se encontraba en el mar, como suger¨ªa otro de sus poetas favoritos, y, dicho sea de paso, otro maldito, Charles Baudelaire ("homme libre, toujours tu ch¨¦riras la mer"), y la sociedad de los hombres, que ¨¦l hab¨ªa tratado de mejorar, estaba llena, por el contrario, de trampas, de complicaciones, de miserias.
![En el sal¨®n de Isla Negra, Pablo Neruda, a la derecha, conversa con el presidente chileno Salvador Allende y Volodia Teitelboim, a principios de 1973.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/R62ODKMR6Z6CYJMKNTSLRIH5WA.jpg?auth=e7cb7fd4a5c5c249cf5063c768c18cf9016eb2e25fe8abbefb920c8a83ed2e76&width=414)
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