El umbral del dolor
Un anuncio que he visto recientemente en las p¨¢ginas de The New York Times, y que promueve un aparato de sonido de ¨²ltima generaci¨®n producido por una marca mundial, muestra un rostro masculino en ¨¦xtasis tras el placer consumado, mientras en uno de los o¨ªdos aflora un capullo de sangre, lo ¨²nico que tiene color en todo el anuncio. El mensaje sin palabras es m¨¢s que simple: el sonido de mejor calidad es aquel capaz de reventar los t¨ªmpanos.
As¨ª como George Sand pensaba, seg¨²n escribe en su libro Invierno en Mallorca, que el siglo XIX ser¨ªa conocido como "el siglo del cerdo", porque ten¨ªa ella poca afici¨®n a esos sabrosos animales, yo pienso que el siglo XXI ser¨¢ conocido como "el siglo del ruido". La medida de todas las cosas no ser¨¢ ya el hombre mismo, seg¨²n la vieja filosof¨ªa humanista, sino los decibelios. Una civilizaci¨®n, m¨¢s que sonora, ensordecedora.
El o¨ªdo humano pasa m¨¢s all¨¢ de lo que se llama "el umbral del dolor", a los 145 decibelios, y muestra su tolerancia media a no m¨¢s de 65 decibelios. Para dormir bien, en el ambiente no puede haber m¨¢s de 30 decibelios. La competencia de hoy d¨ªa, sin embargo, es generar decibelios. La moderaci¨®n de los sonidos, que permite distinguir c¨®mo suenan y con qu¨¦ intensidad los instrumentos de una orquesta, identificar los acordes, tonalidades y escalas, parece ya una cosa prehist¨®rica.
La diosa Rea, madre de J¨²piter, busc¨® protegerlo cuando ni?o de su padre, Crono, que quer¨ªa devorarlo, y para que no escuchara su llanto puso a la entrada de la cueva donde lo hab¨ªa escondido a un batall¨®n de coribantes, criaturas cuyo oficio era provocar el mayor ruido y alboroto posible.
Mi pueblo natal, Masatepe, se halla hoy en manos de los coribantes. Fue siempre un refugio tranquilo, donde pod¨ªa o¨ªrse en las medias noches ladrar a los perros en la lejan¨ªa, y el clar¨ªn de los gallos de pelea amarrados en los patios, que anunciaban el alba. Hoy, las cantinas, bailongos, discom¨®viles, y templos protestantes, compiten en el oficio de afligir y desesperar los o¨ªdos de las gentes pac¨ªficas. Las oraciones se cantan en tiempo de heavy rock, con repetidos encumbramientos de voces, guitarras el¨¦ctricas y fanfarrias tronantes hasta el paroxismo.
Y en Managua, l¨ªbrate de un viernes por la noche, viernes negros inclementes. Las olas de ruido, encrespadas y violentas, se acercan de pronto desde todas las direcciones posibles, removiendo ventanas, puertas, muros y paredes a su paso, en una especie de asalto concertado, desde los cines convertidos en iglesias y desde las pistas de baile, al punto que las largas letan¨ªas del rap repercuten dentro de la propia cabeza. Los gritos estent¨®reos de los predicadores martillan con elevado entusiasmo que lleg¨® la hora de arrepentirse, y los compases de las bater¨ªas electr¨®nicas golpean los t¨ªmpanos a dos manos, sin clemencia alguna.
Cada quien que organiza una fiesta, o quiere rezar, se empe?a en hacer o¨ªr sus altoparlantes por todos los confines, y mientras m¨¢s grandes son, mejor servida est¨¢ la causa de la diversi¨®n, o de la oraci¨®n. Esos altoparlantes son de un tama?o temible, como puertas, o como roperos, y suelen ser enfilados en bater¨ªa. Y si de lejos atruenan tanto, ?c¨®mo ser¨¢ tenerlos de cerca? La celebraci¨®n, aunque no se quiera, la tiene uno instalada dentro de su propia casa, sin esperanza de silencio.
Le hac¨ªa estas reflexiones a un amigo el otro d¨ªa, y me respondi¨® que esta falta de tolerancia se debe a que nos estamos poniendo viejos. ?Ser¨¢ cierto? Una de esas se?ales, me dec¨ªa, se da cuando nos vamos de un lugar porque el ruido de la m¨²sica, que obliga a subir el tono de voz hasta lastimarse la garganta, no nos deja conversar. El paso del tiempo, agregaba, se conoce por las preferencias; nos gusta para siempre el tr¨ªo Los Panchos, con sus voces en sordina almibarada, y las baladas de museo de Nat King Cole, y no llegamos m¨¢s lejos que a la frontera, ya antigua tambi¨¦n, de Simon & Garfunkel, o cuando m¨¢s, a Guns N'Roses. No se trata s¨®lo de un umbral del dolor, por tanto, sino de un umbral generacional, que saca de nuestro cuadro de atracciones la m¨²sica posmoderna. ?Ser¨¢ cierto?
Porque a volumen moderado, entra bien en mis o¨ªdos del siglo XX The Marshall Mathers, LP de Eminem, y puedo entender, usando del rigor debido al conocimiento, de qu¨¦ se trata el hard rock, el hard core pump, o el hard core rap, porque, si no, un d¨ªa no podr¨¦ entenderme con mis nietos, que van para adolescentes. Pero me dir¨¢ mi amigo que mejor no presuma, algo como el industrial metal no puede escucharse a volumen modesto, sino coloc¨¢ndose m¨¢s all¨¢ del umbral del dolor, hasta que el capullo de sangre brote de los o¨ªdos, como prueba de tributo a la deidad del ruido. Y tendr¨¢ raz¨®n.
La Organizaci¨®n Mundial de la Salud explica que pasar ese umbral provoca taquicardia, hipertensi¨®n, tensi¨®n muscular, da?os a las gl¨¢ndulas endocrinas, al sistema nervioso y al aparato digestivo, y, lo m¨¢s com¨²n de todo, dolor intenso de cabeza. Y la sordera, por supuesto, ya que las c¨¦lulas del o¨ªdo no se regeneran, ¨²ltima de las bendiciones del dios ruido, porque dentro del templo guardado por los coribantes, sus adoradores habr¨¢n llegado as¨ª al ¨¦xtasis pleno, que es el del silencio.
?C¨®mo no extra?ar el sonido del silencio, viejo amigo Paul Simon, las palabras que caen como silenciosas gotas de lluvia!
Sergio Ram¨ªrez es escritor y fue vicepresidente de Nicaragua.
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