Mucho m¨¢s que una compra
Dice Claude Levi-Strauss que los intercambios son guerras resueltas de manera pac¨ªfica; las guerras son producto de transacciones desafortunadas. Los mercados s¨®lo pueden existir en sitios donde haya paz, por eso la primera cosa que hicieron los afganos y los iraqu¨ªes cuando se les comunic¨® que la guerra hab¨ªa acabado, aunque no fuera exactamente cierto, fue abrir sus mercados. Desde tiempos remotos el mercado ha sido una instituci¨®n econ¨®mica que se rige por unas determinadas reglas. En un mercado se intercambia saber, tecnolog¨ªas, palabras, experiencias, gestos... No s¨®lo se compra, sino que se come, se habla, se r¨ªe, se escucha m¨²sica, se descansa, se pasea, se liga, se firman pactos... Y no s¨®lo hay compradores y vendedores, sino todo un personal sat¨¦lite que lo hace ¨²nico: los ni?os que juegan, los aguadores, los encantadores de serpientes, los limpiadores de zapatos, los fumadores, los mendigos, incluso los rateros...
Ten¨ªa raz¨®n Cela cuando dec¨ªa que ahora la gente no viaja, simplemente se traslada. Porque viajar no es plantarse en avi¨®n en Marraquech en tres horas, sino experimentar toda la ruta por tierra. Yo, modestamente, a?adir¨ªa que uno no conoce nunca el pa¨ªs que visita hasta que entra en un mercado. Se puede visitar el Taj Mahal, pero nada te hace sentir tan vivo como cuando te pierdes en una calle de la vieja Delhi, en un mercado aparentemente improvisado, y te emborrachas de colores y olores mientras las vacas se pasean felices y los cuervos se pelean entre el polvo por un trozo de galleta. Se puede visitar el fastuoso Parlamento de Budapest, pero resulta m¨¢s sorprendente entrar en el Gran Mercado, con sus tristes verduras y sus enormes carpas vivas flotando en un agua verdosa. Se puede visitar el museo arqueol¨®gico de N¨¢poles, pero no hay nada m¨¢s excitante que perderse por sus mercados callejeros, que desprenden el aroma del queso parmesano, de la albahaca y los tomates rojos, y donde los compradores han de sortear las motocicletas homicidas. Se puede seguir la ruta de las alcazabas en Marruecos, pero es infinitamente m¨¢s emocionante cualquier zoco, con sus especias, sus lagartos milagrosos, sus carretillas de verduras y la alegr¨ªa de la gente. Los monumentos no dejan de ser piedras, algo muerto; en los mercados se resume toda la vida.
Inducida por mi pasi¨®n por los mercados, me acerqu¨¦ a la exposici¨®n que se presenta en el Palau Robert titulada Mercats de la Mediterr¨¤nia, que se puede ver hasta el 31 de agosto. Se trata de un recorrido b¨¢sicamente visual por lo que compone un mercado del Mediterr¨¢neo, m¨¢s all¨¢ de la transacci¨®n econ¨®mica. El visitante entra en un mercado virtual donde un vendedor, que puede ser de la Boqueria, de Atenas o de Fez, le anima a comprar desde un besugo a un par de medias. Antes, vemos los preparativos de la apertura, que son iguales en Granollers, T¨²nez o Atenas: los camiones que descargan, las piezas colocadas a la perfecci¨®n, el ruido de las puertas met¨¢licas que se abren. Nos llega el olor a verduras, a mar, a manzana... Ropa, cestos, especias, alfombras, cer¨¢mica... todo es posible. M¨¢s all¨¢ se nos muestra c¨®mo ha evolucionado el mercado: antes se reg¨ªa por los productos de cada estaci¨®n, ahora se pueden encontrar setas o melocotones todo el a?o. Antes se vend¨ªa exclusivamente a granel, ahora podemos comprar productos envasados, o incluso con los cubiertos para comer al instante.
El mercado es un espacio de circulaci¨®n de ideas, de mestizaje y de progreso, es un ¨¢gora, una plaza p¨²blica donde cabe todo. En el ¨²ltimo espacio de la exposici¨®n se nos muestra a tres cocineros: Fabi¨¢n Mart¨ªn, de la Cerdanya; Jean Luc Figueras, de la Provenza, y Pius Alibek, de Ir¨¢n, que elaboran un plato diferente con el mismo ingrediente b¨¢sico: una masa de harina de trigo. Los tres explican el procedimiento y muestran el resultado: el catal¨¢n, una coca de recapte; el franc¨¦s, una tarta pissaladiere, y el iraqu¨ª, la boreka.
Me vienen a la mente im¨¢genes, momentos inolvidables en mercados extraordinarios: una madrugada en el mercado de Valencia, lleno de azulejos que brillaban con los primeros rayos del sol; el mercado de burros en un pueblo perdido a la frontera del S¨¢hara; la deliciosa medina de Fez, con los ni?os llevando bandejas de t¨¦ de una tienda a otra. Recuerdo el olor a mar del mercado de pescado en Siracusa y el olor a aceitunas en el zoco de Marraquech. Huelo a menta, a comino, a jab¨®n de sosa, al caf¨¦, para mi imbebible, de Estambul. Y puedo ver, como si fuera en este instante, el torbellino del mercado de Palermo, que deja las calles alfombradas de hojas de lechuga y de col, de pieles de pl¨¢tano y de los excrementos de las gallinas que se venden vivas. Y tambi¨¦n puedo ver la cabeza degollada de un pobre camello en Alepo, con un peque?o charco de sangre debajo. Y cada vez que rasco nuez moscada es como si estuviera de nuevo en el tenderete de Damasco donde, hace bastantes a?os, compr¨¦ un buen pu?ado que siguen conservando el aroma del primer d¨ªa. Y a¨²n guardo el lagarto que me regal¨® un simp¨¢tico turco de Estambul y que, seg¨²n ¨¦l, me dar¨ªa eterna felicidad (sexual) si mi compa?ero era capaz de trag¨¢rselo, cosa que le dio un cierto reparo.
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