El hombre que oy¨® el canto
Seg¨²n la tradici¨®n, eran hijas de las Musas, Melp¨®mene, la de la tragedia para algunos, y para otros, Terps¨ªcore, la de la danza, y si bien se las conoce bajo nombres diferentes, el m¨¢s com¨²n de cada una de ellas es Partenopea, Leucosia ("la muy blanca"), Ligia. Ciertos mit¨®grafos enumeran cuatro, pero las Sirenas que enfrent¨® (y venci¨®) el ingenioso Ulises en un canto c¨¦lebre de la Odisea, eran dos ¨²nicamente.
En los tiempos modernos (que en definitiva no son m¨¢s que un nuevo escenario para el avatar presente de los mitos m¨¢s arcaicos) creemos reconocerlas por la parte inferior de su cuerpo, la de un hermoso pez dorado, como por los cabellos rubios que cuelgan sobre sus senos adolescentes, pero esa representaci¨®n es falsa, y en todo caso tard¨ªa. Todav¨ªa en el siglo XIII, Brunetto Latini (1230-1294), el maestro de Dante, las describe como seres triples, con rasgos humanos, escamas y alas, pero en la antig¨¹edad las Sirenas no eran criaturas acu¨¢ticas sino vol¨¢tiles, ya que hab¨ªan sido convertidas en p¨¢jaros. Las razones difieren seg¨²n las fuentes: en el canto quinto de Las metamorfosis, Ovidio afirma que ellas mismas lo pidieron, para ser m¨¢s eficaces en la b¨²squeda de Pers¨¦fone, de quienes eran damas de compa?¨ªa, cuando fue secuestrada por Plut¨®n, sobrenombre ("el Rico") con el que, a causa de su origen agrario, tambi¨¦n se conoce a Hades, dios del infierno. Pierre Grimal, en su m¨¢s que excelente diccionario de mitolog¨ªa griega y romana, recoge varias versiones de esa transformaci¨®n, y entre las m¨¢s interesantes est¨¢ la que afirma que fue Afrodita, la diosa del amor, quien, para castigarlas por el desprecio con que consideraban los placeres er¨®ticos, les arrebat¨® la belleza juvenil y las convirti¨® en monstruos mitad humanos y mitad p¨¢jaros. (Ese desprecio por lo er¨®tico podr¨ªa tal vez justificar la cola de pescado con que se las representa en la actualidad, y que las incapacita para el acto sexual). Les qued¨® el inefable don de la m¨²sica: Partenopea tocaba la lira, Ligia la flauta y "la muy blanca" cantaba con una voz melodiosa, aunque, seg¨²n ciertas tradiciones, sus talentos musicales estaban distribuidos de manera diferente. Pero eran seres monstruosos y malignos: una de las tantas ternas demoniacas de la mitolog¨ªa cuya forma peculiar de maldad consist¨ªa, como es sabido, en atraer a los marinos con su canto sublime y hacer estrellar contra las rocas a los nav¨ªos que se acercaban peligrosamente a la isla que habitaban.
Descubierto su secreto, las pobres criaturas monstruosas, vencidas, se precipitaron al abismo
La Sirenas no eran criaturas acu¨¢ticas sino vol¨¢tiles ya que hab¨ªan sido convertidas en p¨¢jaros
Esa
isla estaba, seg¨²n dicen, en el mar de Italia, no lejos de Sorrento (y no lejos tampoco de la caverna en la que la Sibila de Cumes exped¨ªa sus or¨¢culos), y la leyenda afirma que cuando Partenopea muri¨®, sus despojos fueron depositados por las olas donde ahora se levanta la ciudad de N¨¢poles, cuyo nombre primitivo fue justamente el de la Sirena. Pocas criaturas mitol¨®gicas han tenido tanta posteridad como esos monstruos femeninos -Medusa, Gorgona, Quimera, Escila y Caribdis, etc¨¦tera- de la mitolog¨ªa griega y romana, pero ¨²nicamente las Sirenas se fueron adaptando a los tiempos que corr¨ªan para terminar, gracias a la colaboraci¨®n de Hans Christian Andersen entre otros, representando lo opuesto de lo que eran, aunque no ser¨ªa err¨®neo reconocer que una parte (secundaria) del mito primitivo les atribuye belleza y fidelidad.
Entre los h¨¦roes que las enfrentaron, dos son m¨¢s que c¨¦lebres: Orfeo y Ulises. Un tercero, But¨¦s, cay¨® bajo el embrujo del canto y se arroj¨® al mar, pero fue salvado en el ¨²ltimo momento por Afrodita, dispuesta siempre a contrariar los designios de los seres monstruosos que desde?an el amor. Orfeo y Ulises aplicaron, para vencerlas, estrategias diferentes: el primero les opuso su propio canto, y el otro se arriesg¨® a escuchar el de ellas hasta el fin, para indagar su sentido.
La exactitud de los mitos es de
un orden diferente al de las cifras o al de los acontecimientos: Orfeo, que combati¨® con su canto el de las Sirenas, lo hizo en tanto que miembro de la expedici¨®n de los Argonautas cuando, dirigida por Jas¨®n y constituida por los cincuenta h¨¦roes m¨¢s prominentes de Grecia, navegaba hacia el noreste, en direcci¨®n de la C¨®lquida, en busca del vellocino de oro. El canto de Orfeo se impuso al de las Sirenas y los Argonautas pudieron pasar, pero es de hacer notar la ubicuidad de la isla en que viv¨ªan esos monstruos melodiosos, ya que en el ciclo de Jas¨®n se encuentra en el extremo opuesto del Mediterr¨¢neo a aquel en el que Ulises las cruz¨® .
Aunque la escena es universalmente conocida, vale la pena recordarla una vez m¨¢s. Cuando avistan una nave, las Sirenas se ponen a cantar y su canto es tan dulce que los marinos naufragan por haberse acercado m¨¢s de lo razonable a la costa rocosa, por lo que los monstruos alados (que en otros tiempos, recu¨¦rdese, fueron hermosas muchachas) aprovechan para devorarlos. Una llanura que forma parte de la geograf¨ªa incierta de la isla blanquea a lo lejos a causa de los huesos de las v¨ªctimas inmemoriales. Advertido por Circe del peligro que representa el canto de las Sirenas, Ulises se hace atar al m¨¢stil del nav¨ªo despu¨¦s de haber tapado con cera los o¨ªdos de los remeros (Adorno y Horkheimer describen el mito como una primitiva met¨¢fora de la divisi¨®n del trabajo), incit¨¢ndolos a remar con energ¨ªa para dejar atr¨¢s la isla cuanto antes, y recomend¨¢ndoles que si, atrapado en el embrujo musical les pide que lo liberen, deben apretar a¨²n m¨¢s fuerte sus ligaduras. Gracias a su estratagema Ulises es, de la infinita y fugitiva sucesi¨®n de generaciones humanas, el ¨²nico que oy¨® el canto y que sobrevivi¨® a ese privilegio: descubierto su secreto, las pobres criaturas mostruosas, vencidas, se precipitaron al abismo.
Aunque Homero s¨®lo reproduce ocho versos, y aunque haya dado lugar a interminables especulaciones, no es dif¨ªcil adivinar el sentido de ese canto. Si de los primeros cuatro versos, dos se ocupan de estimular la vanidad de Ulises y los dos restantes pretenden atraerlo con la afirmaci¨®n m¨¢s que ambigua de que ning¨²n nav¨ªo pas¨® por la regi¨®n sin escuchar el dulce canto, los cuatro ¨²ltimos tienen un sentido inequ¨ªvoco: "Despu¨¦s se van, felices, cargados de un tesoro m¨¢s pesado de ciencia. Porque por cierto sabemos todo lo que en la llanura de Troya / griegos y troyanos sufrieron por orden de los dioses / y tambi¨¦n todo lo que adviene sobre la tierra fecunda...
El Canto de las Sirenas no es m¨¢s que la propuesta de Mefist¨®feles que, como ya sabemos, desde la Edad Media, precipita la condena, en una nueva transcripci¨®n cristiana del mito del saber prohibido, del imprudente doctor Fausto: conocimiento de la realidad ¨²ltima de las cosas a cambio de la perdici¨®n del sujeto. Para ciertos helenistas, sin embargo, la originalidad del mito griego estribar¨ªa en su aspecto positivo, humanista, ya que inaugurar¨ªa la inclinaci¨®n por el conocimiento, m¨¢s fuerte que las cadenas de la superstici¨®n, del hombre occidental. Ulises vendr¨ªa a encarnar la raz¨®n triunfante, la supremac¨ªa de la ciencia y de la filosof¨ªa sobre el oscurantismo primitivo del mito y de la leyenda.
Esa interpretaci¨®n optimista
no es la ¨²nica. Es sabido que, la mayor¨ªa de sus aventuras, Ulises las cuenta en un reino al que ha llegado despu¨¦s de un miserable naufragio: la isla de Esqueria, donde habitan los feacios, cuyo rey, Alcinoo, nieto de Poseid¨®n, es uno de los personajes m¨¢s curiosos de la Odisea. Esqueria es una especie de reino encantado que conserva los privilegios de la Edad de Oro, abundancia, paz, armon¨ªa, placer, felicidad ininterrumpida. M¨¢s muerto que vivo, desnudo y habiendo perdido a todos sus compa?eros, Ulises es recogido por los feacios y s¨®lo revela su identidad cuando oye mencionar la historia del caballo de Troya. Despu¨¦s de pasar cierto tiempo en la isla -lugar maravilloso m¨¢s af¨ªn con el para¨ªso que con cualquier comarca terrestre- los feacios lo mandan a ?taca, su tierra natal, acostado en una embarcaci¨®n llena de adornos y de v¨ªveres. Algunos helenistas han visto en este episodio cierta ruptura formal de la epopeya y afirman que esa embarcaci¨®n fletada no es m¨¢s que un rito f¨²nebre, que el naufragio de Ulises y la tan temida muerte en el mar, lejos de su familia y de su patria, ocurrieron realmente, lo cual convierte a la isla de Esqueria en el delirio feliz de su agon¨ªa.
La soluci¨®n es simple: las dos versiones son correctas. Mito y relato no significan: son. Transparentes y opacos al mismo tiempo, iluminan o ensombrecen por igual a quien los escucha o los lee. Lo mismo que con cualquier otro objeto del mundo creemos, por momentos, adivinar su sentido, un sentido inestable que, un poco m¨¢s tarde, se nos vuelve a escapar. ?nicamente la presencia del mito permanece, incontrovertible y ¨²nica. El hombre que oy¨® el canto imposible lo oy¨® realmente: ese instante luminoso del relato posee una evidencia tan intensa como la del mar mismo en el que ocurri¨®. Que ese sentido robado implique su triunfo o su perdici¨®n ser¨¢ un persistente enigma y un persistente hechizo para nosotros, el resto de los grises mortales.
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