La quietud de las duchas
Cuando se viaja apenas hay memoria: los ojos est¨¢n llenos, los m¨²sculos se cansan y no hay tiempo ni fuerzas para m¨¢s. Por eso a m¨ª en verano me gusta m¨¢s no irme. Seguir cerca de m¨ª. Quedarme inm¨®vil. Las horas del sedentario pasan tan lentas que dejan huella en la piel. Permanecer nos permite viajar de otra manera, pensativos, despidi¨¦ndonos de todo. Quiz¨¢s el motor central del recuerdo sea la quietud. Sobre todo la quietud veraniega.
Cada verano, viajero est¨¢tico, extranjero en mi tierra, paso una temporada en una playa de la costa granadina: La Herradura. Es una playa peque?a, combada y de cantos rodados. Tiene el cielo muy bajo, como si le pesase el aire por el centro. Es razonablemente pl¨¢cida: te permite descansar, pero suceden cosas. Est¨¢ a menos de una hora de Granada. Se deja caminar como un pasillo. Tiene un cine de verano e incluso dos o tres cafeter¨ªas agradables, donde suelo leer todas las tardes -lagarto entusiasta- mientras me estimulo con cafe¨ªna. Y es all¨ª precisamente, en las terrazas soleadas del Luciano o El Califa, donde tienen lugar las apariciones.
Por eso a m¨ª en verano me gusta m¨¢s no irme. Seguir cerca de m¨ª. Quedarme inm¨®vil
Desde mi mesa tibia, frente al mar en reposo y el movimiento ajeno de la playa, las veo aparecer. Llegan del agua, emergiendo sin saber una palabra de mitolog¨ªa, felices porque s¨ª, porque es su tiempo, porque c¨®mo no sonre¨ªrle al sol. Suelen ser rubias o parecerlo. A veces vienen en grupo, a veces vienen solas. Son ellas. Las hadas de las duchas. Las afortunadas ninfas de La Herradura.
Con la piel un poco absorta, se acercan al borde del paseo mar¨ªtimo, apenas a unos metros de mis libros y mi papel en blanco. Se detienen a la altura de mi mesa, como si su visi¨®n emanase del humillo de la taza de caf¨¦. Agachan la cabeza. Se sacuden los pies. Se acarician el pelo, separando la luz de la arena. Entonces estiran un brazo tostado para abrir el grifo, y me permiten escribirlas. S¨¦ que son inocentes. Y que saben.
Van ce?idas en unos leves bikinis coloridos que contradicen sus ansias de presente, que anuncian a todo sol que el futuro las persigue y est¨¢ a punto de asaltarlas. Igual que motoristas que se acercan al n¨ªquel peligroso de sus b¨®lidos, en cuanto ellas rozan los tubos plateados de las duchas, la imagen se acelera y comienza su viaje por el agua. Retiran r¨¢pido el brazo, tal vez porque se han quemado o acaso por el simple gozo de probar sus reflejos de pubertad felina. Pero enseguida las sana la lluvia. La lluvia en pleno agosto, milagro pasajero.
A las ninfas de La Herradura les gusta liberar sus coletas reflectantes con un moroso deslizamiento de la mano, mientras con la otra se apoyan en el tubo de metal, ahora m¨¢s fresco por el contacto con el agua. Pronto las ninfas adelantan un pie, se afirman en las tablas h¨²medas y permanecen unos instantes as¨ª, formando una A con las piernas y una L con los brazos, s¨²bitamente arqueras, guardianas del verano. Me conceden unos segundos para que tome notas y disuelven la figura para entregarse por completo al chorro. Aunque arrugan la nariz enrojecida y se restriegan los ojos, adivino en sus rostros una sonrisa de vacaciones, de expectativa cumplida.
Qu¨¦ osad¨ªa ligera la suya, cuando se toman la cabeza con ambas manos y reciben el ba?o. Cada gota de agua se demora todo lo que puede en su piel, retrasa la ca¨ªda hasta donde Newton se lo permite para diluirse finalmente en el suelo, lamiendo los tobillos de las ninfas. Convertidas en fuente, en estatuas sin c¨¢ntaro, me concentro en ellas olvid¨¢ndome de todo, olvidando mi taza a medio beber y mi libro a medio contar y mi verano a medio vivir.
Nunca he sentido ansias por acercarme a las ninfas. Prefiero quedarme sentado, aplaudi¨¦ndolas en secreto. Lo que m¨¢s me conmueve de estas criaturas anfibias es contemplar sus gestos aprendidos antes de la vida, esos detalles que pronto estar¨¢n preparados para el c¨¢lculo pero que todav¨ªa laten de manera espont¨¢nea: la curva de la espalda, como un suave tobog¨¢n por el que deslizar una pelota; su modo juguet¨®n de barajar el cabello; su tendencia a encoger los hombros, orgullosos de elevar los tirantes; el tintineo de sus pies delicados, a¨²n sin las heridas de quienes van haciendo camino por el mundo...
Una r¨¢faga de aire mueve los toldos, da un latigazo y me sobresalta. Suelto el bol¨ªgrafo. Levanto la cabeza del papel. Veo el tapete ondulante del mar y el incendio celeste del horizonte. Frente a mi mesa, al borde del paseo mar¨ªtimo, brillan las duchas, solitarias. Las tablas del suelo est¨¢n secas. Los tubos met¨¢licos ni siquiera gotean. Por un momento dudo de lo que he visto. No s¨¦ que le sucede a mis tardes de verano. No s¨¦ de qu¨¦ me enamoro, no s¨¦ si ha habido ninfas. Pero al menos he escrito unas l¨ªneas y puedo volver a casa.
Andr¨¦s Neuman (Buenos Aires, 1977) fue finalista del premio Herralde con la novela Una vez Argentina (Anagrama, 2003) y recibi¨® el premio Hiperi¨®n de poes¨ªa por el libro El tobog¨¢n.
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